José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Se volvió hacia el historiador e intentó mantener la calma mientras hablaba.

– Señor Zericky. ¿Tiene más dibujos?

– Sí. En el sótano.

– ¿Podría verlos todos?

– ¿Todos? Deben de ser centenares. Nadie los ha visto todos.

– No importa. Dispongo de tiempo.

– Voy a por las carpetas.

20.15 h

Estar dentro del Túnel no era lo mismo que vislumbrarlo a través de los monitores, y Bosch lo supo de inmediato. Olió a pintura, sintió una extraña tibieza, todos sus sentidos le advirtieron que lo rodeaba un universo distinto. La sensación era semejante a contemplar un lago de noche y, acto seguido, arrojarse de cabeza a sus oscuras ondas y bucear. El silencio era sobrecogedor. Sin embargo, existían sonidos, ecos de pisadas y toses, comentarios en voz baja. Y las graves armonías de una música majestuosa proveniente de los telones de la cúspide. Bosch sabía cuál: Los funerales de la reina Mar í a, de Purcell, con su cadencia de timbales de ultratumba.

En medio de aquel escenario de tinieblas barrocas distinguió el primer cuadro. La desquiciada muchedumbre de La ronda nocturna ocupaba un área muy amplia de la curva de la herradura y relumbraba bajo los claroscuros. Veinte seres humanos pintados e inmóviles. ¿Qué significado podía tener aquel ejército absurdo? Bosch, como cualquier holandés, conocía perfectamente el original expuesto en el Rijksmuseum: se trataba de un típico retrato de compañía militar, en este caso la del capitán Frans Baning Cocq, pero la genialidad de Rembrandt había consistido en pintarlos en plena actividad, como si los hubiera fotografiado mientras patrullaban por la calle. Van Tysch, por el contrario, los había petrificado. Y las figuras abundaban en detalles grotescos. El capitán, por ejemplo, era una mujer, y la banda roja del uniforme estaba pintada en su vientre. Su lugarteniente era un monstruo amarillo de gorguera y sombrero de ala ancha. La muchacha dorada de cuya cintura colgaba una gallina estaba completamente desnuda. Los soldados seguían llevando lanzas y mosquetes, pero sus rostros se hallaban ensangrentados. La bandera, hecha jirones, azotaba la oscuridad del óleo. Aparatos desmesurados como una invención de Piranesi formaban el fondo. Una mujer vestida de cuero lloraba. Una silueta a cuatro patas con capucha de verdugo se arrastraba a los pies del lugarteniente.

En comparación, el modesto y solitario Titus exhibido a escasos metros de distancia sobre un pequeño podio parecía carecer de interés: era un niño -el hijo de Rembrandt en la obra original- vestido con pieles y tocado con una boina. Pero el juego de luces y pintura le confería un aspecto distinto cada vez. El efecto óptico tenía aires de tránsito de destellos en las facetas de un diamante. Al entornar los párpados Bosch creyó atisbar, sucesivamente, la cabeza de un animal desconocido, el luminoso rostro de un ángel, una muñeca de porcelana, una caricatura de los rasgos de Van Tysch.

– Este hombre está completamente loco -oyó decir en holandés diáfano a un visitante que desfilaba, como él, en la oscuridad-. Pero me fascina.

Bosch no sabía si mostrarse de acuerdo con aquella declaración anónima. Continuó avanzando sin detenerse frente al Fest í n de Baltasar, con su banquete de seres humanos. A lo lejos, en un lago de resplandores pardos, se hallaba lo que más le interesaba.

Cuando llegó a ella intentó tragar saliva y descubrió que tenía la boca completamente seca.

Danielle permanecía quieta, muda y hermosa entre colores ocres. La ni ñ a en la ventana era, en verdad, un cuadro magnífico, y Bosch no pudo evitar sentirse orgulloso. Se encontraba acodada sobre un antepecho marrón y contemplaba el vacío a través de ojos como joyas engastados en un rostro del color del alabastro. Aquella ingente densidad de pintura blanca se le antojó a Bosch obscena. No logró comprender por qué Van Tysch había deseado amortajar en nieve el bonito rostro de Danielle. Sin embargo, lo que más le impresionó fue constatar que era ella. No hubiera sabido decir cómo lo sabía, pero la habría reconocido entre mil figuras iguales. Nielle estaba allí, dentro de aquella máscara exangüe, y algo en la posición de sus manos o en el gesto de los hombros lo delataba. Se abstrajo contemplándola. Luego prosiguió su recorrido.

Como un cóndor poderoso, la música de Purcell planeaba en las altas regiones de la oscuridad.

Seguía sin comprender. ¿Qué había querido decir el pintor con aquel mundo negro y atemporal, aquel enigma de luces y música que descendía de las alturas? ¿Qué clase de mensaje pretendía transmitir?

20.45 h

Era increíble. Allí estaban. Una niña de pie sobre unas flores. Dos hombres obesos y deformes. Eran dos dibujos: el primero al pastel, el segundo a tinta china. No estaban tachados. Los había descubierto de casualidad, mientras buscaba más ejemplos de tachaduras.

« Desfloraci ó n y Monstruos -pensaba la señorita Wood, incrédula-, las obras más personales de Van Tysch, estaban basadas en viejos dibujos de su padre, y nadie lo sabe, ni siquiera Hirum Oslo. Nadie se ha tomado la molestia de examinar la herencia de Maurits detenidamente. Quizá ni siquiera el propio Van Tysch lo sospecha. Maurits quería que él dibujase, que fuese el artista de éxito que él no había podido llegar a ser. Pero el pequeño Bruno no sabía dibujar. Por lo tanto, lo que hizo fue trasladar a su propio arte algunos de los dibujos de su padre. Fue una especie de compensación…»Había apartado aquellos dibujos del montón y seguía revisando. Zericky, que se había ausentado unos minutos, regresó cargado con nuevas carpetas, las depositó sobre la mesa levantando nubes de polvo y comenzó a desatar los cordones-. Éstas son las últimas -dijo-. No tengo otras.

– Van Tysch vio estos dibujos cuando era niño, ¿verdad? -dijo Wood.

– Posiblemente. Nunca me habló de ello. ¿Por qué lo dice?

Ella no contestó. En cambio, hizo otra pregunta.

– ¿Quién más los ha visto?

Zericky sonrió, un poco confundido.

– De forma tan exhaustiva como usted, nadie. Hombre, algunos estudiosos los han revisado por encima, apenas una o dos carpetas… Pero ¿qué es lo que busca exactamente?

– Otro.

– ¿Qué?

– Otro. El tercero.

«Falta uno. La tercera obra m á s importante. Tiene que estar en algún sitio. No debe de ser la copia exacta de uno de los cuadros de "Rembrandt". De hecho, ninguno de los otros dos es una copia exacta de las obras de Van Tysch… La adolescente, por ejemplo, no está desnuda y tampoco hay narcisos de las nieves a sus pies… pero la postura es id é ntica a la de Annek…

Tiene que ser algo que recuerde a uno de los cuadros: un personaje, o un grupo de personajes… O quizá…»Intentaba recordar las obras tal como las había visto durante la sesión de firmas del día anterior: los personajes; las posturas; los trajes; los colores. «Igual que he identificado Desfloraci ó n y Monstruos, tengo que saber identificar éste.»

– Oiga, tranquilícese -pidió Zericky-. Está tirando los dibujos al suelo…

«Jura que vas a encontrarlo… Jura que lo vas a hacer… Jura que esta vez no vas a fallar…»A cada rato sorprendía un esbozo tachado: siempre cuatro aspas y dos líneas verticales. Pero no era cuestión de descifrar en aquel momento el significado de esa otra increíble coincidencia. Tampoco podía ocuparse del enigma más desconcertante de todos: ¿cómo había logrado El Artista acceder a aquellos dibujos? ¿Acaso se trataba de uno de los «estudiosos» a los que aludía Zericky? Y si no había accedido a ellos, ¿de qué otra forma había elegido el tercer cuadro que iba a destruir?

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