José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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«He aquí nuestra condena», pensó Bosch.

– Hay que quitarse el sombrero, desde luego -declaró una voz tras un silencio eterno. Era Ronald.

En el monitor, Stein alzó las manos y aplaudió. Con violencia, casi con rabia. Pero no había sonido, y en la pantalla el aplauso sólo fue una convulsión silenciosa. Hoffmann, Benoit y el físico Popotkin se unieron en seguida. Pronto, todas las figuras que rodeaban a Van Tysch agitaban las manos con frenesí de muñecos.

La primera dentro de la roulotte fue Martine, cuyas palmas delgadas y flexibles sonaban a disparos. Contribuyeron Osterbrock y Nikki con una ráfaga excitada. Los aplausos de Ronald apenas destacaban, eran como burbujas estallando entre sus manos gordezuelas. El clamor en el estrecho espacio del vehículo ensordeció a Bosch. Observó que Nikki tenía las mejillas enrojecidas.

¿Qué aplaudían? Por Dios, ¿qué era lo que aplaudían y por qué?

Bienvenidos a la locura. Bienvenidos a la humanidad.

No quiso ser la excepción: no deseaba salir de la escena, odiaba desmarcarse. Era preciso, se dijo, continuar dentro del marco.

Entrechocó ambas manos y produjo sonidos.

17.35 h

En la roulotte A, Alfred van Hoore se sentaba frente al monitor exterior observando la disposición del «equipo papagayo», como lo había bautizado Rita. Su Personal de Emergencia Artística aguardaba en Museumplein. Eran fantasmas blancos y verdes con chubasqueros amarillos situados junto a las furgonetas de evacuación. Van Hoore sabía que era muy improbable que llegaran a actuar, pero al menos su idea había obtenido el beneplácito de Benoit y del mismísimo Stein. Por algo se empieza. En empresas como la suya era preciso destacar con invenciones novedosas.

– ¿Paul? -preguntó Van Hoore al micrófono.

– Sí, Alfred -oyó en el auricular la gruesa voz de Spaalze.

Paul Spaalze era el capitán de aquel improvisado equipo. La confianza que Van Hoore había depositado en él era ilimitada. Habían trabajado juntos en la coordinación de seguridad de las exposiciones en Oriente Medio y Van Hoore sabía que Spaalze era de los que «hacen las cosas y luego dudan». No era el más indicado para trazar planes a largo plazo, desde luego, pero en los momentos de máxima urgencia resultaba imprescindible.

– Menos de media hora para que comience a desfilar el rebaño -dijo Van Hoore enfrentándose a una ráfaga de interferencias-. ¿Cómo va todo por ahí, Paul?

Era una pregunta un poco inútil, porque Van Hoore podía comprobar en el monitor que «por ahí» iba todo bien, pero quería que Spaalze supiera que estaba muy pendiente de las cosas. Habían dedicado muchas horas a la preparación de planes de evacuación urgente utilizando simulaciones informáticas, y no era cuestión de que su capitán se desanimara por falta de actividad.

– Bueno, ya sabes -rugió Spaalze-. La mayor catástrofe que tengo que prevenir ahora es un motín. ¿Sabías que nos han obligado a cantar como sopranos frente a los identificadores de voz y a palpar las pantallitas como si fuéramos cuadros antes de incorporarnos a la maldita plazoleta central? A mis hombres les ha molestado eso.

– Órdenes de arriba -dijo Van Hoore-. Si te sirve de consuelo, Rita y yo también hemos pasado por el aro.

En verdad, Van Hoore se preguntaba cuál era la razón exacta de tantas medidas adicionales de seguridad: era la primera vez que le exigían identificarse con pruebas físicas al entrar a trabajar. A Rita no le había sentado mucho mejor que a él, e incluso había llegado a irritarse con los agentes que le bloqueaban el paso. ¿Por qué Wood no les había comentado nada? ¿A qué obedecía ese cambio de última hora en los turnos del personal de recogida y vigilancia? Van Hoore sospechaba que la retirada de obras del Maestro en Europa estaba relacionada con todo aquello, pero no se atrevía a especular de qué modo. Le dolía no ser aún lo bastante importante como para saberlo.

– Ya no se fían de nosotros -dijo.

Rita van Dorn, que apoyaba los pies en la consola mientras revolvía un café humeante en un vaso de plástico, lo miró con expresión indiferente y siguió pendiente de los monitores.

17.50 h

Uno de los técnicos del séquito de Arte sostuvo el paraguas en alto mientras Van Tysch penetraba en el interior de la limusina. Stein lo aguardaba en el asiento contiguo. Murnika de Verne, la secretaria de Van Tysch, ocupó el sitio junto al conductor. Una algarabía de periodistas y cámaras se agolpaba tras las vallas, pero el Maestro no había contestado ninguna pregunta. «Está fatigado y no piensa hacer declaraciones», aducía su séquito. Benoit, Nellie Siegel y Franz Hoffmann tendrían mucho gusto en convertirse en profetas por unos cuantos minutos e interpretar a Dios frente a los micrófonos, pero el Maestro debía retirarse. Se cerraron las puertas. El chófer -estilizado, rubio, gafas de sol- dirigió el vehículo hacia una de las salidas que la policía había despejado. Un agente les dejó paso. Su impermeable producía reflejos bajo la lluvia.

Van Tysch contempló el Túnel por última vez y volvió la cabeza. Stein depositó una mano en su hombro. Sabía lo poco que le agradaban aquellas demostraciones de afecto, pero no lo había hecho por Van Tysch sino por él: necesitaba que comprendiera cuánto lo había obedecido, cuántos sacrificios le había costado.

Y cuántos le costaría aún, galismus.

– Ya está, Bruno. Ya está.

– Aún no, Jacob. Queda algo por hacer.

Fuschus, te juro que… Puede decirse que ya está hecho.

– Puede decirse, pero no lo está.

Pensó en una posible respuesta. Siempre había ocurrido así: Van Tysch era la pregunta infinita y él tenía que ofrecer respuestas. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó relajarse. Pero no podía. El gran pintor permanecía tan remoto e inescrutable como sus propias obras. A su lado Stein siempre albergaba cierta conciencia de Adán en el paraíso después de haber desobedecido a Dios, cierto pudor de cristal. Todo silencio frente a Van Tysch contenía una culpa implícita. Era una sensación desagradable, ciertamente. Pero ¿qué importaba? Llevaba veinte años viéndolo convertir cuerpos humanos en cosas imposibles y cambiando el mundo. Tenía material para escribir un libro, y algún día lo haría. Sin embargo, no creía conocerlo mejor que el resto de los mortales. Si Van Tysch era un oscuro océano, él sólo había servido de dique para embalsarlo, de central eléctrica capaz de transformar aquella catarata descomunal en resplandores de oro. Lo necesitaba, seguiría necesitándolo. En cierto modo.

De repente, en el asiento delantero, se irguió un fantasma.

Murnika de Verne había vuelto la cabeza y miraba a Stein a través de la destejida cortina de su cabello inmensamente negro. Stein apartó la vista de aquellos ojos vacuos, sin fulgor. No era la mirada de Murnika -lo sabía perfectamente- sino la de é l. Porque Murnika de Verne era Van Tysch hasta extremos que nadie, salvo Stein, podía sospechar. El Maestro la había pintado así, con aquella tonalidad de pasión.

Murnika miraba sin pausas, la boca ansiosa y entreabierta como un perro famélico. Parecía reprocharle algo, pero también advertirle.

El coche se deslizaba en silencio oponiéndose a los dardos de la lluvia.

Era molesta aquella mirada.

Fuschus, Bruno, ¿no me crees? -se defendió él-. Te juro que me ocuparé de todo. Ten confianza en mí, por favor. Todo saldrá bien.

Hablaba hacia Murnika pero se dirigía a Van Tysch. Era el mismo error, pensó Stein, que a veces comete el espectador cuando cree que la figura del cuadro puede mirarle, o cuando el muñeco del ventrílocuo lo interpela en mitad de la función. Pero en este caso era Van Tysch quien parecía un muñeco. Murnika de Verne, en cambio, se hallaba horriblemente pintada de vida. Así permaneció un instante más. Luego se hizo mortecina, se dio la vuelta y volvió a ocupar su lugar en el asiento.

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