José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Pese al aire acondicionado que inundaba el interior de la roulotte con un frescor zumbante e infatigable, Bosch sentía cómo el sudor resbalaba por su espalda. Póstumo podía ser cualquiera de los rostros que contemplaba. El comodín Baldi valía por todos, era intercambiable. Por sí solo no tenía más entidad que el aire que corta el cuchillo cuando asesta la puñalada: invisible, aunque imprescindible. Sus ojos eran espejos. Su cuerpo, arcilla fresca.

La ni ñ a en la ventana parecía devolverle la mirada desde su remoto pedestal en el monitor número nueve. Danielle, su sobrina, era el lienzo que Van Tysch había elegido para recrear aquella obra de Rembrandt. Los claroscuros aún no estaban encendidos y Danielle todavía no destacaba en medio de la negrura del Túnel. Bosch ni siquiera lograba verle la cara.

– Ahí está -dijo alguien a su espalda, sobresaltándolo.

Era Osterbrock. Señalaba el monitor que registraba las llegadas por el acceso de Museumstraat. Un coche alargado y oscuro se deslizaba hacia la entrada del Túnel. Su imagen desapareció al traspasar la primera barrera de la policía.

– Es Van Tysch -dijo Nikki-. Viene a darle el último retoque a las obras.

– Y a encender los claroscuros -añadió Osterbrock.

Bosch se preguntaba dónde estaría Wood. ¿Por qué se le había ocurrido marcharse de repente? ¿Es que deseaba quitarse de en medio?

No lo creía. Confiaba en ella. No podía confiar en nadie más.

Anhelaba que la exposición hubiese finalizado ya. O, por lo menos, que aquel día (aquel día eterno donde las horas se arrastraban como impregnadas en óleo) terminara cuanto antes.

16.45 h

Clara deseaba que aquel día no terminara nunca.

Se encontraba agazapada frente a un estanque de aguas inmóviles, rodeada de árboles y paisajes tenebrosos. Todo olía a pintura y todo era rígido. Se trataba del fondo de Susana sorprendida por los ancianos. Estaba completamente desnuda y pintada en densos tonos de rosa, ocre y rojo cadmio sombreado de caoba profundo. Un espejo situado en la base del podio y oculto para el público reflejaba su rostro. Era lo único que podía percibir con nitidez. Sin embargo, aunque no los veía, intu í a la presencia de los dos Ancianos a su espalda, quimeras petrificadas y monstruosas, montañas inclinadas hacia su cuerpo, acantilados de óleo.

Acababan de colocarla y aún no había entrado en Quietud. El paso del tiempo era como la gente que fluía a su alrededor (técnicos y operarios, agentes de Seguridad): algo que avanzaba sin tocarla. Pero sabía que la exposición no se había inaugurado todavía porque los claroscuros estaban muertos.

En un momento dado, una silueta se movió en la pasarela del público, saltó el cordón de seguridad y caminó hacia el podio. Detrás, una comitiva de piernas. Algo importante sucedía. Dos zapatos oscuros se situaron junto a sus muslos endurecidos de colores. Oyó de nuevo aquel tono remoto y grave, aquel castellano correcto de campanada fúnebre.

– Sigue mirándote al espejo.

Fue casi como un calambre eléctrico. Obedeció, claro.

Así que era cierto que el Maestro revisaba las obras por última vez, como le había dicho Gerardo. La sombra se desplazaba de figura en figura, instruyendo también a los Ancianos con frases que ella no pudo oír. Luego, los zapatos regresaron, extraños animales de charol, misteriosos tiburones de morros de betún apuntando hacia su cuerpo. Un instante de pausa, media vuelta. Quedaron los ecos. Por fin, el silencio embrujado.

Siguió contemplando aquel camafeo lejano de facciones pintadas.

17.30 h

La oscuridad ya era completa.

– ¿Y ahora? -preguntó Bosch, nervioso, contemplando el monitor-. ¿Por qué no encienden las malditas lámparas?

– Están esperando que Van Tysch dé la orden -repuso Nikki.

– Ya va a darla -dijo Osterbrock.

Se volvieron hacia su monitor. Una silueta destacaba entre las demás, inmóvil, de espaldas a la cámara. Relámpagos rectilíneos de linternas la desvelaban fugazmente.

– El gran personajillo -rezongó Ronald, devorando la imagen con la misma hambrienta ansiedad con que daba cuenta de los donuts.

Todo momento requiere su decorado, pensó Bosch. El suyo era un mundo en el que las cosas valiosas se habían vuelto solemnes. Y en toda solemnidad hay un decorado y un ritual y personas elevadas, situadas sobre podios, que son contempladas por gente boquiabierta y fascinada. Nada puede ser hecho con naturalidad: es preciso cierto artificio, cierto grado de arte. ¿Por qué no encender ya las luces? ¿Por qué no dar paso al público? A fin de cuentas, todo era cuestión de meros botones. Pero no. El momento es solemne. Debía ser registrado, recogido, grabado, eternizado. Su lentitud resulta obligatoria.

– Están tomándole fotos -comentó Nikki con la barbilla apoyada en las manos. Bosch advirtió un deje soñador en su acento.

Van Tysch había sido iluminado con un reflector oblicuo: una isla de luz en quinientos metros de retorcida oscuridad. Daba la espalda a la cámara. Su reino no era de este mundo ni de ningún otro, pensaba Bosch. Su reino era él, a solas, en medio de aquella laguna resplandeciente. Sombras de hechiceros lo bendecían con sus rayos mágicos.

El pintor alzó el brazo derecho. Todos contenían la respiración.

– Moisés separando las aguas -descargó otra vez Ronald su sarcasmo.

– Pues algo no funciona -comentó Osterbrock-, porque el Túnel sigue a oscuras.

– No -terció Martine, inclinada sobre su hombro-. La señal es cuando baje el brazo.

Bosch repasó los demás monitores: todos negros. No le gustaba que el Túnel estuviera tanto tiempo a oscuras. El «gran personajillo» lo había exigido así. Antes del inicio del aquelarre, las brujas debían honrarlo con sus fuegos fatuos. Luego, cuando la sesión de fotos y películas terminara, Satán bajaría la zarpa y comenzaría su particular Infierno, su abominable y espantoso Infierno, el más terrible de todos porque nadie sabía que lo era. Y lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.

El brazo descendió.

Los trescientos sesenta filamentos diseñados por Igor Popotkin se encendieron al unísono y bostezaron con bocas llenas de luz. Por un momento Bosch creyó que los cuadros habían desaparecido. Pero allí seguían, transmutados. Como si un pincel majestuoso les hubiera dado el toque de oro que precisaban. Las pinturas ardían en una hoguera imprecisa. Enmarcadas por las pantallas parecían antiguos lienzos de tela, pero con personajes profundos, voluminosos, dotados de una vida dimensional. Los fondos quedaron resaltados y la bruma adquirió contornos de paisaje.

– Dios mío -dijo Nikki-. Es más hermoso de lo que imaginaba.

Nadie replicó, pero el silencio parecía contener la aprobación tácita de sus palabras. Sin embargo, Bosch no estaba de acuerdo.

No era hermoso. Era grotesco y aterrador. La visión de las obras de Rembrandt convertidas en seres vivos suscitaba emoción, pero ésta, para Bosch, no provenía de la belleza. Era evidente que Van Tysch había llegado al límite: más allá no podía avanzarse en pintura humana. Pero el camino escogido no había sido el de la estética.

No había nada hermoso en el hombre crucificado, en la niña pequeña acodada en una ventana con el rostro del color de los muertos, en aquel festín donde los platos eran personas, en la mujer desnuda de pelo pintado de rojo acosada por dos grotescos individuos, en la silueta de la chica de ojos fosforescentes, en el niño envuelto en pieles pintadas, en el ángel que estrangulaba al hombre arrodillado. Nada hermoso, pero tampoco nada humano. Y lo peor era que todo parecía acusar a Rembrandt tanto como a Van Tysch. Era un pecado que ambos compartían. «He aquí la negación de la humanidad», podrían haber dicho los dos artistas. La condena por el delito de ser quienes eran. Los hombres, en una noche de horror, inventaron el arte.

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