El anciano de la casa vecina le había dicho que Zericky era divorciado y vivía solo. Con ello parecía haber querido decirle -sospechaba Wood- que su horario no era fijo y que iba y venía con entera libertad. Por lo visto, Zericky acostumbraba a ausentarse durante días para viajar a Maastricht o a La Haya a recabar información sobre su trabajo de historiador o simplemente porque le apetecía estirar las piernas y descubrir nuevas rutas a lo largo del Geul.
– No se lo digo para desanimarla -añadió el viejo, de pelo de mármol y chapetas como bofetones recientes-, pero si él no sabe que usted está aquí no le aconsejo que lo espere. Ya le digo que podría tardar días en regresar.
La señorita Wood se lo agradeció, se dirigió al coche y se inclinó por la ventanilla del chófer.
– Puede marcharse a donde quiera, pero regrese a este mismo lugar a las ocho.
El coche se alejó. Wood buscó un lugar apropiado, se sentó en la hierba, apoyó la espalda en el tronco de un árbol notando las rugosidades a través de su leve cazadora y se dedicó al pesado oficio de dejar pasar el tiempo.
No tenía otra cosa que hacer de todas formas, y nunca le había molestado esperar cuando estaba en juego algún trabajo. De hecho, aquel paréntesis de canto de pájaros y brisa perfumada le agradaba. Terminó el zumo, guardó el cartón vacío en el bolso y sacó otro. Le quedaban sólo dos, pero necesitaba reponer líquidos. Se notaba cada vez más débil, los ojos se le cerraban tras la barrera de cristal oscuro de las gafas, y a veces daba cabezadas. Llevaba sin comer nada sólido un tiempo impreciso -quizá dos días, quizá más-, pero, con todo, no sentía hambre alguna. Sin embargo, hubiera pagado a precio de oro un buen termo de café. Tenía calor. Se quitó la cazadora y la dejó en la hierba. Curiosamente, cubierta sólo con la camiseta de tirantes, sentía un poco de frío.
No se preguntaba si Zericky vendría alguna vez. En realidad, había dejado la mente en blanco. Sólo sabía que esperaría allí hasta que ya no le fuese posible esperar más. Luego regresaría a Amsterdam.
Siguió bebiendo zumo mientras el viento removía su cabello.
16.20 h
– Sin novedad, sección dos.
– Todo normal, sección tres.
– Sin novedad, sección cuatro.
Bosch no estaba pensando en El Artista mientras oía la letanía de los agentes en los altavoces. En realidad, se había puesto a reflexionar sobre los circos. De niño había visitado pocos, porque a papá Víctor no le gustaban. Ir al circo no era lo mejor que podía hacerse con los elementos disponibles. Pero todo niño visita, alguna vez, un circo, sea el que fuere, ya Bosch también le había tocado el turno. Sin embargo, no se divirtió: desde el peligro de las acrobacias hasta la ruindad de los tigres enjaulados, desde los payasos de cara de merengue hasta los plastificados trucos de los magos, todo le había parecido miserable y triste.
Ahora se encontraba en otro circo. Las atracciones eran distintas, pero había público, carpas, trucos de magia y fieras. Y todo le parecía igual de triste.
Se hallaba en el interior de una de las dos roulottes destinadas a Seguridad. Seis remolques flanqueaban el Túnel por ambos lados, estacionados en lugares que permitían libre acceso a las furgonetas de recogida y evacuación. Cada par estaba ocupado por un departamento diferente: Arte, Conservación y Seguridad. En las roulottes de Seguridad se vigilaban, a través de monitores de circuito cerrado, las secciones del Túnel destinadas a exhibición, la entrada, la salida y la plazoleta central desde la cual se procedería a la recogida de los cuadros. La roulotte A controlaba las primeras seis obras del brazo de entrada; la roulotte B, las otras siete. Esta última estaba aparcada cerca del museo Van Gogh y en su interior se encontraba Bosch.
Las cámaras que enfocaban el Museumplein registraban un espectáculo que, sin duda, provocaría que Paul Benoit se frotara las manos, en opinión de Bosch. Faltaba una hora y media para la inauguración y la hilera de relumbrantes paraguas daba ya la vuelta al Rijksmuseum y llegaba hasta Singelgracht. Algunos esperaban en el mismo sitio desde la madrugada o la noche anterior, de pie frente al primer filtro de seguridad, con la entrada en la mano. La policía había establecido una barrera a lo largo de Museumstraat y Paulus Potterstraat para impedir disturbios. No obstante -para felicidad de Benoit, otra vez-, hab í a disturbios en ambas zonas: miembros del BAH y otras organizaciones opuestas al arte HD agitaban pancartas y coreaban consignas contra la Fundación. No demasiado lejos del Túnel, en los terrenos acotados por los equipos de televisión, varios presentadores enarbolaban sus micrófonos.
Los monitores del Túnel, en violento contraste, filmaban el silencio. Algunos cuadros ya estaban instalados, pero en el caso de otros como el Cristo el proceso de colocación no había finalizado aún. Bosch observaba el juego de luces y destellos mientras Gustavo Onfretti era crucificado. Llevaban más de cuatro horas sujetando sus miembros a los rectángulos de madera pintada mediante algo parecido a flejes transparentes. Debía quedar inmóvil en la posición exacta pintada por Van Tysch, y eso resultaba ciertamente trabajoso. El «descendimiento», en comparación, sería sencillo. Relámpagos del cuerpo casi desnudo fulguraban en la pantalla cuando las linternas lo apuntaban.
– ¿Quién puede querer pasarse seis horas al día así? -comentó Ronald, que vigilaba el monitor del Cristo. Ronald era un poco obeso y no perdonaba los donuts a esas horas. Una caja abierta yacía junto a su consola. En aquel momento mordía uno y parte del azúcar del glaseado había caído sobre su tarjeta roja.
Nikki, frente al monitor de El fest í n de Baltasar, esbozó una sonrisa.
– Se trata de arte moderno, Ronald. Nosotros no lo entendemos.
– Se supone que esto es arte clásico -intervino Osterbrock, el vigilante de D á nae, pulsando diferentes interruptores desde el asiento opuesto al de Bosch-. Al fin y al cabo, son cuadros de Rembrandt, ¿no?
El estrecho pasillo de la roulotte estaba atestado de personal que iba y venía. Bosch no podía evitar observarlos. Los miraba a todos, a los desconocidos y a los que conocía desde hacía tiempo; miraba a Nikki, a Martine, a Ronald el comedonuts, a Michelsen, a Osterbrock. Escrutaba sus sonrisas, sus gestos cotidianos, percibía sus voces. Todos habían pasado por pruebas de identificación antes de incorporarse al trabajo, pero Bosch los vigilaba como se vigila una sombra que se mueve en medio de sombras inmóviles. Luego volvía la vista hacia el monitor que registraba el principio de la larga cola de público.
«¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»Europol había recibido esa misma mañana una descripción de Póstumo Baldi. Bosch se la había hecho llegar siguiendo los cauces adecuados, contando a medias con algunos miembros de Rip van Winkle. A partir de ahí había empezado a recibir información.
La policía de Nápoles ignoraba su paradero. Las de Viena y Munich no habían encontrado ninguna huella o muestra de fluido o cabello en los escenarios de los crímenes que poder comparar con sus datos. Todos los rastros hallados correspondían con disfraces o sustancias artificiales. Ni un solo residuo orgánico, sólo plástico y cerublastina. Era como si El Artista fuera un muñeco. O quizás un lienzo. Europol proseguía a esas horas su infatigable consulta en ordenadores de todo el mundo. Se buscaban pistas que pudieran relacionar la presencia de Baldi con algún lugar o suceso. Se indagaba en hospitales y cementerios, en registros de denuncias por delitos menores, en crímenes cometidos por otros individuos y en aquellos aún no resueltos. La sección de Personas Desaparecidas había seguido su rastro desde Nápoles hasta Van Obber y Jenny Thoureau, desde su casa natal (derruida en la actualidad) y sus padres -madre en paradero desconocido- hasta los últimos hoteles en los que se había hospedado durante el año 2004. Pero todo acababa ahí. A fines de ese año Baldi había abandonado su trabajo como retrato en casa de mademoiselle Thoureau sin ofrecer ninguna explicación y, a partir de entonces, la tierra se lo había tragado. Muchos pensaban que había fallecido.
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