– Póstumo Baldi…
Van Obber bajó la cabeza y juntó las manos como si rezara. Su nariz estaba roja y reflejaba la luz de la ventana.
– Póstumo es arcilla fresca -dijo-. Lo tocas y lo colocas, y él se adapta… Hundes o estiras su carne… Haces con él cualquier cosa: animarts de serpiente, perro o caballo; vírgenes católicas; verdugos de arte manchado; alfombras desnudas; bailarinas transgenéricas… Un material increíble. Decir «de primera calidad» es no decir nada…
– ¿Cuándo lo conoció?
– No lo conocí… Lo encontré y lo usé… Fue en el año 2000, en una galería de arte manchado en Alemania. No voy a decirle dónde está, porque ni siquiera lo sé: los invitados acuden a ella con los ojos vendados. El art-shock era un tríptico anónimo que se titulaba La danza de la muerte. Era bueno. El material manchado era de lujo: todo un autocar de jóvenes estudiantes de ambos sexos. Ya sabe, la clásica forma de provisión de material manchado: el autocar cae al agua, un accidente, los cadáveres no aparecen, una tragedia nacional… Y los estudiantes, que han sido obligados a salir del vehículo previamente, son conducidos en secreto hacia el taller del pintor. Baldi, por aquella época, tenía catorce años y estaba pintado como una de las Muertes encargadas de sacrificar el material manchado. Cuando yo lo vi se hallaba desollando a dos de los estudiantes, un chico y una chica, y pintándoles calaveras sobre la carne sin piel. Los estudiantes estaban vivos aunque en muy mal estado, pero Baldi me pareció una figura preciosa y quise contratarla para mis propios cuadros. Se vendía muy caro, pero yo tenía dinero. Le dije: «Voy a pintar contigo algo que no es de este mundo»… Apenas usé cerublastina… Mi paleta fue sobria: rosados poco brillantes y azules tenues. Agregué un implante de cabello hasta los pies en tono azabache con tres clases de colas. Difuminé el sexo, lo cual no fue difícil. Le exigí mucho, pero Póstumo era capaz de todo. Lo usé como hombre y como mujer. Lo torturé con mis propias manos. Lo traté como a un animal, como a un objeto que podía usar y luego arrojar a la basura… No estoy diciendo que Póstumo lo hiciera todo bien. Era un cuerpo humano y tenía los límites de los cuerpos humanos. Pero había algo en él, algo que era… su negaci ó n de s í mismo. Y así quedó listo mi óleo S ú cubo. Fue la primera obra que hice con él. ¿Sabe cuál fue la siguiente obra que pintaron con Póstumo después de S ú cubo, señor Bosch…? Una Virgen Mar í a de Ferrucioli… -Van Obber abrió la boca para reír y Bosch observó sus dientes sucios-. La gente se preguntaría: «¿Cómo puede el mismo lienzo ser pintado como un S ú cubo de Van Obber y una Virgen de Ferrucioli?». La respuesta es simple: eso es el arte, señores. Eso es, precisamente, el arte, señores.
Hizo una pausa. Luego agregó:
– Póstumo no está loco, pero tampoco cuerdo. No es malvado ni bondadoso, no es hombre ni mujer. ¿Sabe lo que es Póstumo? Lo que un pintor pinta sobre é l. Los ojos de Póstumo est á n vac í os. Yo les pedía cualquier expresión y ellos me la ofrecían: ira, miedo, rencor, celos… Pero luego, al dejar el trabajo, se apagaban, se vaciaban… Los ojos de Póstumo son vacíos e incoloros como espejos… Vacíos, incoloros, hermosos, como…
Un llanto acuciante descalabró sus palabras. Varios truenos se sucedieron en la pausa que siguió. Empezaba a llover sobre Delft.
Bosch se apiadaba de Van Obber y de sus nervios desquiciados. Supuso que la soledad y el fracaso eran malas compañías.
– ¿Dónde cree que puede estar ahora Baldi? -preguntó con suavidad.
– No lo sé. -Van Obber movía la cabeza-. No lo sé.
– Según tengo entendido, abandonó un retrato que usted le hizo a una marchante francesa, Jenny Thoureau, en el año 2004. ¿Era propio de Baldi hacer eso? ¿Dejar un trabajo colgado antes de la fecha indicada en el contrato?
– No. Póstumo cumplía todos sus contratos.
– ¿Por qué cree que no cumplió éste?
Van Obber levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos seguían húmedos pero había vuelto a recobrar la calma.
– Le diré por qué -murmuró-: recibió una oferta m á s interesante. Eso es todo.
– ¿Lo sabe con seguridad?
– No. Lo sospecho. No volví a verle y no supe nada más de él. Pero vuelvo a repetirle que lo único que le interesaba a Póstumo era el dinero. Si dejó un trabajo, fue porque le ofrecieron otro mejor. Estoy seguro de ello.
– ¿Una oferta para otro cuadro?
– Sí. Por eso se marchó. Naturalmente, no me sorprendí: yo era un perdedor, y Baldi era un material demasiado bueno para mí. Servía para algo más que para hacer óleos de Van Obber.
Bosch reflexionó un instante.
– Eso ocurrió hace dos años -dijo-. Si Baldi se marchó para ser pintado en otro cuadro, como usted dice, ¿dónde está ahora ese otro cuadro? A partir del retrato de Jenny Thoureau, no ha vuelto a aparecer su nombre en ningún sitio…
Van Obber guardó silencio. A diferencia de otros momentos similares, a Bosch no le pareció que en esa ocasión su mente se hubiera perdido en vericuetos insondables: era como si se hubiera puesto a reflexionar.
– Está inacabado -dijo de repente.
– ¿Qué?
– Si no ha aparecido aún, es porque está inacabado. Es algo lógico.
Bosch meditaba sobre las palabras de Van Obber. Un cuadro inacabado. Era una posibilidad que no se habían planteado ni Wood ni él. Buscaban a El Artista siguiendo dos caminos, dos vías de investigación: que siguiera trabajando o que hubiera abandonado la profesión. Pero hasta entonces no habían pensado siquiera que pudiera estar trabajando en un cuadro que a ú n no estuviera terminado. Eso explicaría su desaparición y su silencio, por supuesto. Un pintor nunca enseña su obra hasta que no la acaba. Pero ¿quién estaría dedicando tanto tiempo a pintar a Baldi? ¿Qué clase de cuadro pretendía crear?
Cuando Bosch se retiraba, oyó de nuevo la voz de Van Obber desde la butaca.
– ¿Por qué quieren encontrar a Póstumo?
– No lo sé -mintió Bosch-. Mi trabajo consiste en encontrarlo.
– Créame, es mejor para todos que Póstumo se haya perdido. Póstumo no es una simple obra de arte: es el arte, señor Bosch. El arte. Sin más.
Y miró a Bosch con sus ojos desmesurados y enfermos mientras agregaba:
– De modo que, si lo encuentra, tenga cuidado. El arte es más terrible que el hombre.
Cuando Bosch salió de la casa de Van Obber, una lluvia gris e inmensa dominaba la ciudad. La belleza de Delft se licuaba ante sus ojos. Deseaba con todas sus fuerzas que Rip van Winkle hubiera detenido realmente a El Artista, pero sabía que no era así. Estaba seguro de que, fuera Póstumo o no, el criminal seguía libre y preparado para actuar durante la exposición.
El Artista salió a la calle por la noche.
En Amsterdam llovía y hacía un poco de frío. El verano había abierto un paréntesis. Mejor así, pensó. Caminó con las manos en los bolsillos, bajo la luz remota de las farolas, dejando que la lluvia lo cubriera de rocío como a una flor. Atravesó el puente del Singelgracht, donde las luces formaban guirnaldas en el agua y las gotas de lluvia círculos concéntricos, y llegó al Museumplein. Recorrió a paso normal los alrededores del silencioso Túnel de Rembrandt. Los policías de guardia en la entrada lo miraron sin concederle demasiada atención. Su aspecto era el de un individuo normal y corriente, y actuaba de acuerdo a eso. Podía ser hombre o mujer. En Munich había sido Brenda y Weiss; en Viena, Ludmila y Díaz. Podía ser muchas personas. Sólo por dentro era una sola. Llegó al extremo final de la herradura y continuó su camino. Accedió a la plaza del Concertgebouw, donde se alzaba la sala de conciertos más importante de Amsterdam. Pero la música había terminado y todo estaba sumido en el silencio. El Artista no llegó a cruzar Van Baerlestraat. En vez de eso, giró a la derecha, hacia el Stedelijk, y comenzó a recorrer el camino inverso, en dirección al Rijksmuseum. Quería explorarlo todo, revisarlo todo. Vallas metálicas le cerraban el paso por ese lado delimitando una zona reservada para el estacionamiento de furgonetas. Se acodó en una de las vallas y contempló la noche.
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