– Vuelve en cuanto puedas -añadió Hultin-. Te necesitamos.
– Ya habría vuelto, si no fuera por esta mierda de conmoción cerebral.
– Será un virus que anda suelto por ahí -comentó Hultin con su habitual tono de voz neutro.
«Lo habían interpretado mal -pensó Nyberg-. No eran dos pulmonías lo que surcaba el aire en el puerto franco buscando a su legítimo dueño, sino dos conmociones cerebrales.»
– Si no nos hubiésemos parado a comer, lo habríamos salvado -masculló compungido.
Hultin lo miró durante unos instantes en silencio, luego se despidió. Antes de lanzarse a la intemperie, se aseguró de protegerse con un paraguas cubierto con logos de la policía que mantuvo el diluvio nocturno a raya hasta que alcanzó su Volvo Turbo, el único privilegio propio de su puesto que se había permitido aceptar.
Atravesó la ciudad, sumida en una oscuridad negra como el azabache, tras subir por Sankt Eriksgatan, cogió Fleminggatan para finalmente enfilar Polhemsgatan. Por suerte, apenas circulaban coches por el centro de Estocolmo a esas horas, pues no hacía más que darle vueltas a lo que había sucedido, entrelazando hechos con intuiciones y representando, por tanto, un grave peligro para el tráfico. ¿Por qué Benny Lundberg? ¿Qué había visto -o hecho- el vigilante? Cuando le interrogó la misma noche del robo todo parecía de lo más normal. Aun así, algo raro pasaba. Inmediatamente después, Lundberg coge vacaciones y luego lo encuentran medio muerto, torturado por el Asesino de Kentucky, quien no sólo habla sueco, sino que también deja fuera de juego a dos experimentados policías y renuncia a quitarle la vida a uno de ellos, a pesar de haberle tenido en el punto de mira en un par de ocasiones. Si no supiera lo que sabía, enseguida habría sospechado que era un trabajo desde dentro, un madero criminal.
En el edificio de la policía todo estaba quieto y las luces apagadas. El incesante ruido de la lluvia había sido absorbido por esa esfera de impresiones de fondo que constituye la normalidad; cuando alguna vez en el futuro dejara de llover se inquietarían, como si de una alteración del estado normal de las cosas se tratara.
Llegó al pasillo del Grupo A. Se veía una luz tenue; enseguida comprendió de dónde salía. Chávez salió de un salto al pasillo y se acercó corriendo a su jefe.
– Ahora verás -dijo, acelerado como un niño de siete años.
Jan-Olov Hultin quería pensar, no ver. Ya había visto suficiente durante las últimas semanas. Se sentía como un viejo gruñón, y al instante se dio cuenta de que lo era. Siguió a Chávez sin rechistar.
En el lugar que solía ocupar Hjelm estaba sentado otro viejo gruñón, un individuo bajo y con rasgos mediterráneos. Tenía la cara iluminada por la gran pantalla de ordenador.
– Éste es Christo Kavafis -presentó Chávez-. El cerrajero. Me he tomado la libertad de invitarlo. Éste es Jan-Olov Hultin, mi jefe.
– Encantado -respondió Kavafis.
Hultin asintió con la cabeza y se quedó mirando asombrado a Chávez, que se acercó al griego dando saltos.
– Se me ocurrió una idea genial cuando me enteré de que la llave de John Doe daba acceso al lugar del crimen -continuó entusiasta Chávez-. Todo indica que el americano que se coló en Suecia bajo el nombre de Edwin Reynolds tiene este aspecto.
Giró la pantalla del ordenador noventa grados y ante los ojos de Hultin apareció la cara del Asesino de Kentucky.
Era John Doe, su cadáver sin identificar.
Permaneció callado durante un rato. Las piezas empezaban a encajar.
– Así que hay dos -constató.
– Ahora sólo queda uno -replicó Chávez.
Hultin sacó el móvil y marcó el número de Hjelm en Estados Unidos. Comunicaba. Eso sí que era raro, ya que se trataba de un número que sólo debía emplearse para ponerse en contacto entre ellos.
Se acercaron despacio a la pantalla que sobresalía por encima de la pequeña cabeza de Wilma Stewart.
– Así era -confirmó la anciana-. Justo así. Lamar Jennings.
Kerstin y Paul miraron asombrados la cara del Asesino de Kentucky.
Era John Doe, su cadáver sin identificar.
Hjelm sacó el móvil y marcó el número de Hultin en Suecia. Comunicaba. Eso sí que era raro, ya que se trataba de un número que sólo debía emplearse para ponerse en contacto entre ellos.
Hultin no se rindió. Volvió a llamar. Esta vez sí logró contactar.
– Hjelm -se oyó al otro lado del Atlántico.
– John Doe es el Asesino de Kentucky -anunció Hultin.
– Uno de ellos -repuso Hjelm.
– Tengo su retrato robot delante de mí en estos momentos.
– Yo también.
Hultin dio un respingo, pero enseguida se recompuso y dijo:
– He intentado localizarte en este número hace un minuto.
– Yo también.
Así no había quién se aclarara. En vez de darle más vueltas al tema, Hultin continuó.
– Norlander y Nyberg estuvieron a punto de cogerlo. Al otro, quiero decir. Habla sueco.
– Lleva viviendo en Suecia desde 1983. ¿Qué pasó?
– Se llevaron una buena paliza cada uno. En uno de los almacenes de LinkCoop. Tuvo a Viggo en el punto de mira, pero renunció a pegarle un tiro. ¿Es policía?
– En cierta manera. Luego te explico. Entonces, ¿consiguió escapar?
– Sí, pero por los pelos. Tenemos las tenazas. Y un vigilante medio muerto.
– ¿Benny Lundberg?
– Sí. Por desgracia, parece que se va a quedar hecho un vegetal. ¿Tienes una explicación para todo esto?
– Son dos. Padre e hijo. Uno se fue a Suecia para matar al otro, pero la cosa le salió al revés.
– Así que al fin y al cabo resulta que era Wayne Jennings… O sea que sigue vivo…
– Lleva quince años viviendo en Suecia. El que está muerto es Lamar, ahora lo sabemos. Eso explica por qué John Doe murió de un tiro y no fue torturado. Lo más probable es que estuviera escondido, al acecho, viendo cómo su padre torturaba a Eric Lindberger. Le debió suponer un déjà vu terrible. Su padre lo descubrió y lo mató a tiros. Seguramente ni siquiera sabe que ha matado a su propio hijo.
– Así que fue al padre al que pillaron in fraganti los juristas del equipo de hockey sala.
– Sí. Las víctimas suecas tienen dos autores distintos. Hassel y Gallano son obra de John Doe, o lo que es lo mismo, de Lamar Jennings. Los eligió al azar: al primero por el billete de avión y al otro por la casa. Y luego él mismo fue asesinado por Wayne, también por casualidad. Queda Lindberger; su muerte no es casual. Wayne no mata gente al azar. Es un profesional.
– ¿Asesino profesional y policía «en cierta manera»? Eso huele a…
– No lo digas. Pero por ahí van los tiros.
– De acuerdo. Ahora necesito movilizar todos los efectivos. Por lo que me has dicho habéis terminado ya. ¿Podéis volver?
– ¿Ahora?
– Si es posible.
– De acuerdo.
– Saluda a Larner de mi parte y dale las gracias.
– De tu parte. Hasta luego.
– Hasta luego.
Hjelm colgó. Se quedó mirando el teléfono. Habían estado a punto de cogerlo. Precisamente Norlander y Nyberg, entre todas las personas…
– ¿Lo has oído? -le dijo a Kerstin, que había estado inclinada sobre él durante la llamada.
– Sí -respondió-. Va a Suecia para, de una vez por todas, vengar una vida bajo cero, tal y como lo describió en su diario. Se prepara con extrema minuciosidad, localiza al padre, lo sigue y espera el momento más oportuno para entrar en acción. Pero entonces flaquea y, claro, su padre lo mata instantáneamente. Una segunda vez. Sin ni siquiera saber a quién ha eliminado. En todo esto hay una terrible dosis de ironía.
– No le des demasiadas vueltas. Vámonos a casa. Ya. Y atrapémoslo.
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