Esas preguntas, sencillas pero fundamentales, resonaban en su interior.
– Llevo seis meses sin acercarme al bajo -había dicho Jorge mientras acariciaba las cuerdas de uno ficticio-. Ahora me voy a casa a tocar toda la noche hasta que venga la policía.
Hombres y mujeres habían muerto en sus brazos, varias cabezas habían sido arrancadas de cuajo ante sus ojos, la sangre de otros les había corrido por encima, y nadie fuera de su reducido círculo lo sabría jamás. ¿Qué podían hacer? Tocar. Y poner en la música toda su alma ennegrecida; porque de alguna manera había que expulsarla.
Compró un periódico vespertino y cogió el metro para recorrer el corto trayecto que había entre Rådhuset y T-Centralen. Leyó los titulares: «Sin rastro todavía del Asesino de Kentucky. La policía justifica su pasividad alegando falta de recursos».
Era Mörner quien había hecho las declaraciones. Hjelm soltó una carcajada en medio del vagón de metro. La gente lo miraba. Le daba igual.
Tampoco le importaban las intrigas políticas que ahora, sin duda, se desarrollarían en la sombra. Lo único que le interesaba en ese preciso momento era ponerse los auriculares y hundirse en el asiento del vagón de metro.
Meditations con John Coltrane. Se encaminó a ese difuso estado de duermevela que constituía el pequeño espacio privilegiado de la paz.
Algo acababa de entrar en Suecia. O al menos eso creíamos, pero la verdad era que ya llevaba muchos años entre nosotros. Sólo hacía falta despertarlo.
Se compraría un piano. Iba madurando la decisión mientras atravesaba el lluvioso barrio. Las uniformes filas de edificios lo contemplaban a través de las nieblas flotantes. Caminaba despacio dejando que la lluvia penetrara en cada poro de su cuerpo. Necesitaba purificarse. Una y otra vez.
No había luna. Hacía mucho tiempo que no veía la luna. En Estados Unidos no había tenido tiempo para mirarla. Se había acercado a Kerstin de una manera que no se esperaba. En algún sitio dentro de él la había añorado, pero sus infantiles sueños de una pequeña y húmeda aventura se habían trocado en otra cosa. ¿Se hacía mayor? ¿O empezaba a convertirse en un adulto?
Llegó a su casa; el adosado le pareció gris y aburrido, igual de impersonal que los bloques de pisos, a pesar de ese disfraz de estatus un poco más alto tras el que se escondía. Todo era ficción. Uno no se podía fiar nunca de las apariencias.
Porque en realidad no tenía nada de gris ni aburrido. No allí dentro. Por dentro todo es único. Y eso al menos era algo. Un pequeño atisbo de una posible reconciliación con lo que acababa de vivir.
Había cogido al Fucking Kentucky Baby él solito, como le dijo Larner. Bueno. El chispazo que impulsó la resolución del misterio al menos había salido de él solito. Y no sólo a uno, sino a dos. No había sido culpa suya que luego el otro se escapara, se trataba más bien de una ley de la naturaleza. Por lo menos así prefirió imaginárselo durante un tiempo.
Cilla estaba en el sofá. Delante de ella había una vela encendida. Leía un libro.
– No puedes leer así -dijo él-. Te vas a destrozar los ojos.
– No -replicó ella dejando el libro en la mesa-. Eso no es verdad, no es más que un mito. Nadie se queda sin vista por leer con poca luz. En realidad, cuanta menos luz mejor.
Él sonrió débilmente y se acercó a Cilla.
– Espera, no te sientes -pidió ella poniéndose de pie.
Desapareció, para al momento volver con unas toallas con las que cubrió el sofá. Él se sentó encima.
– Podría haber ido a buscarlas yo.
– Ya, pero es que me apetecía hacerlo a mí. No te ha parecido mal, ¿no?
Durante unos instantes se instaló el silencio.
– ¿Qué estás leyendo? -preguntó él al final.
– Tu libro -respondió ella, y levantó América , de Kafka-. Como tú nunca tienes tiempo para leer…
– ¿Qué te parece?
– Complicado -contestó ella-. Pero cuando te metes en él no lo puedes soltar. Cuando crees que lo entiendes, te das cuenta de que no has entendido nada.
– Entiendo.
– ¿Sí? -replicó ella.
Se rieron. Luego ella le tocó la ropa.
– Estás empapado. Te ayudo a quitártela.
– No tienes que…
– Que sí… -insistió ella.
Lo desnudó lentamente. Él se permitió el lujo de disfrutar, de dejarse hacer.
– Creo que voy a tener más tiempo para leer ahora -anunció él mientras ella le quitaba los pantalones-, y también que vamos a poder pasar más tiempo juntos.
– Pero aún no habéis detenido a ese Asesino de Montana, ¿no?
– De Kentucky.
– ¿Y cuándo lo vais a coger?
– Nunca -contestó él tranquilamente.
Ella le quitó los empapados calzoncillos y los tiró al montón de ropa mojada que había en el suelo. Luego lo contempló.
– No estás nada mal, Paul Hjelm -admitió ella-. Para ser un funcionario de bajo rango bien entrado en la mediana edad.
– Tú tampoco estás nada mal -reconoció él-. Como puedes ver.
Ella sonrió y empezó a desnudarse. Él extendió la mano hacia la llama de la vela. Al apagarla se quemó.
– ¡Ay, joder! -soltó.
– Mira que eres torpe -dijo ella riéndose antes de acostarse a su lado.
Él contempló la mecha, donde la brasa se iba encogiendo despacio hasta que se apagó del todo.
– Tienes razón, cuanta menos luz mejor -repitió Paul Hjelm.
Y se entregó.
Fuera seguía lloviendo a cántaros.
***
[1]«Esta noche podemos ofrecerle una bebida especial suecoamericana de la SAS para el largo vuelo nocturno, señor.» (Esta nota y las siguientes son de los traductores.)
[2]«Pero ¿por qué?»
[3]Juego de pelota entre dos equipos parecido al béisbol.
[4]Un derivado de tabaco que se consume colocándolo entre el labio superior y la encía.
[5]«¿Fin de la historia?»
[6]Título del primer libro del poeta sueco Gunnar Ekelöf (1907-1968).
[7]Hjelm es palabra homófona de hjälm, que en sueco significa «casco» «yelmo».
[8]«Vosotros debéis de ser los agentes Jalm y Halm de Estocolmo.»
[9]«¿Así que ha vuelto a empezar? Una mirada nueva es probablemente lo que necesita este caso.»
[10]«Se trata básicamente de añadir la información que tenemos a vuestro extenso arsenal de conocimientos.»
[11]«Sólo para tus ojos.»
[12]«¡Las manos a la cabeza!»
[13]«¡Sólo es la policía sueca!»