– ¡Me cago en Dios! ¡Pero si es el viejo! Y, por lo que veo, sigues siendo madero.
Nyberg se toqueteó ese cucurucho que le tapaba la nariz con la mano sana, la izquierda, luego la tendió y consiguió estrechar la de su hijo, aunque con bastante torpeza. Se sentía incapaz de hablar.
– ¿Qué haces aquí? Pero entra, joder, que está lloviendo un poco.
Caminaron por la tierra encharcada, pasaron el granero, el tractor y, en medio de una pequeña hondonada, ahora llena de agua, un columpio, con las cadenas flácidas y el neumático flotando en el agua.
– Bueno -empezó Tommy con una amplia sonrisa-, ahora lo conocerás.
La casa tenía más de una muestra de desgaste y no era ni muy grande ni especialmente impresionante. Tablas de madera sobresalían un poco por todas partes evidenciando arreglos provisionales, y la vieja pintura roja presentaba serios y crecientes desconchones. Algún que otro ataque de moho manchaba la fachada. «Pátina», pensó Gunnar Nyberg, éste era un lugar que se ajustaba a la perfección a sus propios gustos.
Subieron al porche. La escalera chirrió de forma inquietante, primero bajo el peso de Tommy, luego bajo el de Gunnar. Entraron directamente a un comedor. Una chica rubia, pequeña y delgada, de unos veintipico años, estaba sentada junto a la gran mesa de la cocina dando de comer a un regordete pequeñajo, también rubio, metido en una silla infantil.
Sacudió la cabeza para echar atrás un mechón que le caía por la frente y se quedó mirando asombrada al dúo de gigantes. El niño se echó a llorar nada más descubrir al abuelo cubierto de vendas.
– Tina y Benny -presentó Tommy Nyberg mientras se quitaba las botas de goma del número 54-. Éste es mi viejo. Ha aparecido en medio de la tormenta.
– ¿Se llama Benny? -preguntó Gunnar Nyberg inmóvil en la entrada.
– ¿Gunnar? -dijo Tina insegura-. ¿Tu verdadero padre?
– Supongo que habría que llamarle así -atronó Tommy antes de dar un sonoro beso a su hijo, que dejó de llorar al instante. A continuación se dejó caer en la silla produciendo un gran estrépito-. A pesar de todo -añadió con una amplia sonrisa.
– Pasa, pasa -invitó Tina levantándose-. No te quedes ahí parado.
Gunnar Nyberg se quitó los zapatos y entró sigilosamente. Se sentó a una prudente distancia del niño. Se sentía incómodo.
– Hola -saludó Tina tendiéndole la mano sobre la mesa.
Nyberg volvió a realizar su torpe saludo con la mano izquierda; esta vez le salió un poco mejor.
– Hola -respondió en voz baja.
Por un momento se hizo el silencio. Debería haberle resultado tenso, pero no fue así. Los tres lo miraban con curiosidad, no con odio.
– Es tu abuelo -le explicó Tommy a su hijo Benny.
El niño, de un año de edad, ponía una cara como si esa información le fuera a provocar otro ataque de llanto más. Pero una cucharada de papilla de avena que su madre le metió en la boca lo distrajo.
– Bueno -dijo Tommy-. ¿Y qué es de tu vida?
– No sabía que vivieras aquí -consiguió pronunciar Nyberg-. Hace tanto tiempo que no nos vemos…
– Ya, pero ahora estás aquí de todos modos. ¿Quieres un café?
Nyberg hizo un gesto afirmativo. El hijo se marchó a la cocina. Lo siguió con la mirada.
– Lleva hablando de ponerse en contacto contigo desde que nos vinimos a vivir aquí -comentó Tina mientras le daba otra cucharada de papilla a Benny.
– ¿Ha dicho algo más?
Ella lo contempló como si lo examinara, buscando motivos.
– Sólo que se mudaron a la costa oeste cuando él era pequeño y que tú prometiste no ponerte en contacto con ellos. Pero no sé por qué.
Gunnar Nyberg frunció el ceño. Por primera vez sintió el dolor en la nariz y en la mano; lo recorrió de golpe, como si le atravesara todo el cuerpo. Como una vaga reminiscencia de la presión que ejerció Wayne Jennings sobre sus nervios. O más bien como si la larga anestesia al final se desvaneciera.
– Porque fui un mal padre como hay pocos -resumió.
Ella asintió y luego volvió a observarlo con curiosidad.
– ¿Es verdad que fuiste Mister Suecia?
Él soltó una carcajada larga y estruendosa. Era como si su voz regresara tras una eternidad en el exilio.
– ¿Quién lo hubiera dicho, verdad? -rió, y añadió más tranquilo-. Habría renunciado a ello con gusto, créeme.
Miró el pequeño y robusto cuerpo de Benny. El niño robó la cuchara de la mano de su madre y se la tiró a Gunnar Nyberg, quien la atrapó en el aire. La papilla le cayó por encima, manchándole la ropa. La dejó estar.
– ¿Quieres cogerlo? -preguntó Tina.
Acto seguido puso al nieto en los brazos de su abuelo. El niño pesaba y su cuerpo era compacto. Sin duda se convertiría en un gigante.
Quien siembra mala sangre…
Pero no era verdad. Se podía romper el maleficio.
Ni siquiera era verdad que quien siembra vientos, recoge tempestades.
Existía algo que se llamaba perdón. No fue hasta ese momento cuando lo comprendió.
Tommy volvió de la cocina con la cafetera en la mano. Se paró en seco nada más pasar la puerta y se quitó la mojada gorra de campesino.
– ¡Hostias, papá! -soltó-. ¿Estás llorando?
Paul Hjelm salió del edificio de la policía. Se quedó parado un rato delante de la entrada con la sensación de que se le había olvidado algo. Luego regresó a su despacho a por el paraguas.
Volvió a salir. Pero estaba convencido de que llevaba casi un mes perdido en el interior del barco, yendo de un lado para otro. Y ahora estaba otra vez fuera. Era una noche otoñal bastante desapacible. Abrió el paraguas, y desde arriba los pequeños logos de la policía lo miraban impotentes, pues la tormenta arrojaba la lluvia en horizontal, por todos lados a la vez. Tras caminar sólo unos metros por la encharcada Bergsgatan el paraguas se rajó, así que lo tiró a una papelera que había junto a la boca del metro.
Acababa de llamar a Ray Larner para contarle, sin ocultar nada, todos los pormenores del caso. Las posibles consecuencias se la traían floja. Larner había escuchado sin pronunciar palabra. Al final, lo único que dijo fue:
– Hagas lo que hagas, Jalm, no busques más. Te volverás loco.
Hjelm no pensaba seguir buscando, pero sí seguir pensando; eso era algo que ni podía ni quería evitar. El caso K permanecería siempre en su conciencia, o por debajo de ella; llevaba implícitas unas terribles enseñanzas que, hasta ahora, sólo había intuido. Se aferraba a la convicción de que aprender, a pesar de todo, siempre es bueno. Y se consideraba un racionalista ilustrado lo suficientemente convencido como para no alejarse nunca de esa idea. Pero la cuestión era hasta qué punto uno quería dejar que esos nuevos conocimientos influyeran en su psique. Pues en este caso concreto tenía muy claro que le podían volver loco.
Wayne Jennings había convertido su en apariencia insalvable desventaja en una victoria sonada; y eso, a su pesar, le hizo sentir una punzada de admiración.
¿Y quién, en realidad, era capaz de determinar si se trataba de un éxito o un fracaso? ¿Quién sabía qué consecuencias habrían acarreado las revelaciones de los tres oficiales iraquíes, si la prensa se hubiera hecho con ellas? ¿Representaban los medios de comunicación el único contrapeso posible frente al poder militar y económico? ¿O eran más bien los propios medios de comunicación los que constituían la verdadera amenaza? ¿Se había convertido el fundamentalismo en la única alternativa real a un libre mercado desenfrenado?
No había nada en ningún lugar que pareciera especialmente atractivo.
¿Qué es lo más valioso en la vida? ¿Qué tipo de vida queremos, y qué vida queremos que tengan los demás? ¿Qué precio estamos pagando por vivir tan bien como lo hacemos? ¿Estamos dispuestos a seguir pagándolo? ¿Y qué opciones hay si no lo estamos?
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