Con su habitual constancia, repasó el listado de empresas del registro industrial y comercial, y al final consiguió dar con un fundador de la compañía, un tal Sten-Erik Bylund, que a la hora de crear la sociedad mercantil, en 1955, residía en Råsundavägen, Solna. El registro de la seguridad social reveló que la compañía se había declarado en quiebra, por lo que Chávez se vio obligado a consultar otro registro más, esta vez de forma manual. Hojeó entre los papeles de concursos de acreedores hasta que encontró la que buscaba y pudo ver que se declaró en bancarrota en 1986. El Volvo había sido registrado como coche de empresa en 1989, esto es, tres años después de que ésta hubiera puesto fin a su actividad. Así que en la práctica seguía siendo la empresa fantasma la que figuraba como propietaria del coche. Los impuestos y el seguro estaban pagados, pero el dinero no provenía de la pastelería.
Localizó al tal Sten-Erik Bylund, residente en Rissne. Sin pensárselo dos veces, se dirigió a su actual domicilio para ponerlo entre la espada y la pared, una táctica que, sin embargo, se mostró muy poco adecuada, ya que la casa resultó ser un geriátrico y el señor Bylund un hombre de noventa y tres años de lo más senil. Pese a ello, Chávez no se rindió. En plena hora de la merienda, se sentó enfrente del vejete y observó como éste se metía el plátano en la axila y se echaba la sopita de arándanos azules por la calva. Tal vez, después de todo, no fuera muy probable que se tratase de una tapadera de la CIA.
– ¿Por qué registró su Volvo a nombre de la empresa, a pesar de que ésta se había declarado en quiebra tres años antes? ¿Quién paga las facturas? ¿Dónde está el coche?
Sten-Erik Bylund se inclinó hacia Chávez como para comunicarle un secreto de Estado.
– La hermana Salo tiene una pata de palo -dijo-. Y mi padre era una tía dura de pelar a la que le gustaba echarse un polvete o dos. A toda leche.
– ¿A toda leche? -repitió Chávez fascinado.
¿Sería un código?
– Ya lo creo. Corría como una perra en celo entre las razas mestizas. La teta del hermano Lina es fina.
Aunque Chávez todavía se sentía algo aturdido empezaron a asaltarle las dudas, sobre todo después de que el señor Bylund se pusiera de pie y exhibiera sus órganos genitales delante de una anciana, quien se limitó a bostezar ruidosamente.
– Mi Alfons, ése sí que era cosa fina -le comentó la vieja a una compañera sentada a su lado en la mesa de la merienda-. Él sí que la tenía bien grande, te lo digo yo. Un auténtico rabo de buey era lo que le colgaba entre las piernas. Por desgracia, eso era lo único que hacía, colgar.
– Bueno, bueno, querida -replicó la amiga-. Una vez, cuando mi Oliver y yo nos estábamos dando el lote en la oscuridad y me la acercó para que se la tocara, se me escapó sin querer: no gracias, querido, no me apetece fumar ahora. Aunque la verdad es que podía estar ahí dale que te pego durante horas y horas hasta que la dejaba a una para el arrastre, ya sabes, querida. Pero lo cierto es que la tenía más grande yo que él. Tú ya me entiendes.
Chávez estaba boquiabierto y tuvo que admitir que se había equivocado de sitio. Cuando se marchaba, oyó a las viejas cuchichear a sus espaldas:
– Oye, querida, ése era el nuevo médico, ¿no? Tengo entendido que es del Líbano. Ya sabes lo que dicen allí en los trópicos, ¿no? Que cuánto más pequeño el cuerpo, más grande el miembro.
– Yo creo que era mi Oliver. Viene a verme de vez en cuando. Para estar muerto, el culo se le conserva de maravilla, ¿no te parece, querida? Duro como una piedra.
Paul Hjelm tiritaba de frío. De todas las fronteras que había traspasado durante las últimas veinticuatro horas, la del clima era la más cruel de todas. Parapetado bajo el paraguas vio perfilarse, a través de la estriada e infinita lluvia, la alargada nave de almacenes de LinkCoop. Comprendía qué había querido decir Nyberg al hablar de los rascacielos caídos de la empresa: uno en el centro de Täby que albergaba las oficinas principales y otro más cutre en el puerto franco. Los dos edificios parecían haberse derrumbado.
Pasó la garita del vigilante con la placa en alto y se encaminó hacia la derecha, a lo largo del edificio provisto de un muelle de carga y descarga. El infierno adoptaba muchas formas: un centro de crack en Harlem, el anodino apartamento de Lamar Jennings, la cámara de tortura que se escondía en el sótano secreto de la granja en Kentucky. Todos tan diferentes, y aún así tan parecidos. Y luego esto: una nave de almacenes, sombría, gris, en el puerto franco de Estocolmo, cuya única renovación en muchos, muchos años había consistido en colocar el logo de la empresa, que resplandecía formando espectaculares espectros. Aquí Eric Lindberger había vivido su infierno, Benny Lundberg el suyo y Lamar Jennings el suyo.
Asomó la cabeza tras el cordón policial que aislaba la zona de la puerta situada al final de la larga hilera de almacenes. Lo único que pudo ver tras la cortina de agua fue a los técnicos forenses moviéndose de un lado para otro con diversos instrumentos en la mano. Se acercó un poco y, de pronto, se encontró ante la escalera de un almacén que guardaba un asombroso parecido con la cámara secreta de tortura de Wayne Jennings en Kentucky. La silla de hierro fundido, soldada al suelo, le pareció casi idéntica, al igual que las paredes de cemento y la bombilla desnuda.
– ¿Cómo os va? -les gritó a los técnicos.
– Bien -contestó uno de ellos-. Hay mucho material orgánico. En su mayoría de la víctima, supongo, pero como no le dio tiempo a limpiar puede que haya suerte.
Cuando la luz entraba en el local, éste parecía relativamente inofensivo, desarmado. Así que aquí tuvo lugar el enfrentamiento. Hasta aquí se abrió paso Lamar Jennings con una llave hecha a partir de un molde de barro y se escondió tras unas cajas en el rincón para esperar al padre; eso es lo que debió de pasar. Wayne Jennings llegó con Eric Lindberger, ya inconsciente, o quizá conversando con él, lo colocó en la silla, sacó sus tenazas y se puso manos a la obra. La confrontación con el diabólico padre, al que había dado por muerto hacía quince años, y aquella acción que constituía la más terrible de sus atormentadoras imágenes interiores fueron demasiado para Lamar, quien no pudo mantener la cabeza fría y con un movimiento imprudente se delató. Wayne lo oyó, sacó la pistola y lo ejecutó en el acto.
Por lo tanto, no se podría hablar de un enfrentamiento, más bien de una eliminación expeditiva, sin reflexión previa, como cuando uno mata a un mosquito sin dejar de cortar el césped. Un final en perfecta consonancia con la vida de Lamar Jennings.
Hjelm se dirigió a la entrada principal que había bajo el grotesco logotipo de LinkCoop para hablar con la recepcionista, una curtida señora de unos cuarenta y cinco años vestida con un mono azul, ya que también hacía de organizadora de los almacenes.
– ¿Qué clase de almacén es ése del final? -preguntó Hjelm.
– Es un local de reserva -dijo ella sin levantar la vista, pues al parecer ya había comentado ese tema unas cuantas veces a lo largo del día-. Quiere decir que suele estar vacío; así, si recibimos una entrega más grande de lo esperado, contamos con un espacio extra. Tenemos un par de locales de ese tipo.
– ¿Suele haber alguien por allí?
– En los almacenes no hay gente -replicó ella cortante-, hay cosas.
Intercambió unas palabras sueltas con los operarios que andaban cerca. Nadie sabía nada, nadie entendía nada. Robos, eso sí nos ha pasado más de una vez, pero un asesinato, eso es una locura.
Hjelm se cansó y se marchó a casa.
O sea, a la comisaría.
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