– ¡Estás frío y sudoroso! Vamos arriba, Morris. Te daré una aspirina y quiero que te eches un rato. Podemos hablar de esto después de que hayas descansado.
Yo dije que teníamos que registrar el sótano inmediatamente para ver si había alguien, pero mi madre me mandó callar, poniéndome caras cada vez que intentaba abrir la boca. Los dos subieron y yo me quedé sentado en la encimera de la cocina con la vista fija en la puerta del sótano, y presa de una nerviosa inquietud durante casi toda la hora siguiente. Aquella puerta era la única salida del sótano y, de haber oído pasos de pisadas en las escaleras, habría saltado del susto. Pero no subió nadie, y cuando mi padre llegó a casa bajamos juntos a registrar el sótano. No había nadie escondido detrás de la caldera ni del tanque de gasóleo. De hecho nuestro sótano estaba bien iluminado y ordenado, con escasos rincones donde esconderse. El único lugar donde podría ocultarse un intruso era el fuerte de Morris y lo inspeccioné, dando patadas a las cajas y mirando por las ventanas. Mi padre me dijo que debería meterme y registrarlo por dentro y después se rió de la cara que puse. Cuando subió por las escaleras eché a correr detrás de él. No quería quedarme allí solo cuando apagara las luces.
Una mañana, cuando estaba metiendo mis libros en la bolsa de gimnasia antes de salir para el colegio, se me cayeron dos hojas de papel dobladas de Visiones de la historia de Estados Unidos. Las cogí y me quedé mirándolas, al principio sin reconocerlas. Eran dos hojas de multicopista con preguntas mecanografiadas, seguidas de espacios en blanco para escribir. Cuando me di cuenta de lo que era estuve a punto de soltar la palabrota más gorda que conozco, con mi madre a sólo unos pasos de mí… un error que sin duda habría cambiado la fisonomía de mi oreja y habría dado lugar a un interrogatorio que me convenía mucho evitar. Era un examen para hacer en casa que nos habían dado el viernes y que temamos que entregar esa misma mañana.
Llevaba dos semanas sin atender en clase de historia. Había una chica, bastante punk, que vestía faldas vaqueras rotas y medias de rejilla rojo chillón y que se sentaba a mi lado. Abría y cerraba las piernas, aburrida, y recuerdo que si me inclinaba hacia delante, en ocasiones podía ver un trozo de sus bragas, sorprendentemente discretas, por el rabillo del ojo. Aunque el profesor nos hubiera recordado en voz alta lo del examen para el fin de semana, no me habría enterado.
Mi madre me dejó en el colegio y caminé por el asfalto helado notando calambres en el estómago. Historia de Estados Unidos a segunda hora. No me daba tiempo. Ni siquiera había leído los dos últimos capítulos que nos habían mandado. Sabía que tenía que sentarme en algún sitio y tratar de estudiar un poco, leer los capítulos por encima y contestar un par de preguntas poniendo cualquier tontería. Pero era incapaz de sentarme, de mirar siquiera el examen. Me sentía paralizado, invadido por una horrible sensación de desesperanza, de que mi destino estaba escrito.
Entre el aparcamiento de cemento y los pisoteados terrenos del colegio había una hilera de postes de madera que en otro tiempo sostuvieron una valla. Un chico llamado Cameron Hodges, de mi clase de Historia de Estados Unidos, estaba sentado en uno de ellos con un par de amigos. Cameron era un chico de pelo claro, con grandes gafas de montura redondeada, detrás de cuyos cristales acechaban unos ojos inquisitivos y perpetuamente humedecidos. Estaba en la lista de mejores alumnos y era miembro del consejo de estudiantes, pero a pesar de esos enormes defectos puede decirse que era popular, que gustaba sin esforzarse por hacerlo. Ello se debía, en parte, a que no alardeaba de todo lo que sabía, no era de esos que siempre levantan la mano cuando se saben la respuesta a un problema especialmente difícil. Pero tenía algo más, una sensatez, una combinación de serenidad y ecuanimidad que le hacía parecer más maduro y experimentado que el resto de nosotros.
Me caía bien, incluso le había votado en las elecciones estudiantiles, pero no nos relacionábamos mucho. Yo no me veía siendo amigo de alguien como él… lo que quiero decir es que no podía imaginar que alguien como él estuviera interesado en alguien como yo. Yo era un chico difícil de conocer, poco comunicativo, que desconfiaba siempre de las intenciones de los demás, y hostil casi por reflejo. En aquellos días, si alguien se reía al pasar a mi lado siempre lo miraba con furia, por si acaso se estaba burlando de mí.
Conforme me acercaba a él, comprobé que tenía el examen en la mano. Sus amigos estaban comparando sus respuestas con las suyas: «Introducción de la desmotadora de algodón en el sur. Vale, eso es lo que he puesto». En ese momento yo pasaba justo por detrás de Cameron. No me paré a pensar. Me incliné y le quité el examen de las manos.
– ¡Eh! -gritó Cameron y alargó la mano para recuperar su examen.
– Necesito copiarlo -dije con voz ronca y le di la espalda para que no pudiera quitarme el papel. Estaba colorado y respiraba pesadamente, horrorizado por lo que estaba haciendo, pero haciéndolo de todos modos-. Te lo devolveré en Historia del Arte.
Cameron se deslizó del poste donde estaba sentado y caminó hacia mí con ojos asombrados y suplicantes, extrañamente magnificados detrás de los cristales de sus gafas.
– Nolan, no.
No sé por qué, pero me sorprendió oírle llamarme por mi nombre. Hasta entonces no estaba seguro de que supiera cómo me llamaba.
– Si tus respuestas son idénticas a las mías el señor Sarducchi sabrá que has copiado y nos suspenderá a los dos.
Su voz temblaba de forma ostensible.
– No llores -le dije con mayor dureza de lo que habría querido. Creo que en realidad me preocupaba que se pusiera a llorar, de manera que sonó a burla y los otros chicos se rieron.
– Sí, claro -dijo Eddie Prior, que apareció de repente entre Cameron y yo. Apoyó la palma de la mano en la frente de Cameron y lo empujó. Éste se cayó de culo con un grito. Las gafas rodaron de su nariz y fueron a parar a un charco de hielo-. No seas maricón. Nadie se va a enterar, y te lo va a devolver.
Después Eddie me pasó un brazo por los hombros y nos marchamos. Me hablaba entre dientes, como si fuéramos dos presos en una película planeando nuestra huida en el patio de la cárcel.
– Lerner -me dijo, llamándome por mi apellido. Lo hacía con todo el mundo-. Cuando termines con eso pásamelo. Debido a circunstancias inesperadas y fuera de mi control, básicamente que el novio de mi madre es un puto bocazas que no sabe estarse callado, tuve que irme de casa ayer por la tarde y acabé jugando al fútbol con mi primo hasta altas horas de la noche. Resultado: no pasé de las dos primeras preguntas de esa mierda de examen.
Aunque Eddie no sacaba más que aprobados raspados en todas las asignaturas, excepto en las marías, y rara era la semana en que no estaba castigado a quedarse en el colegio después de las clases, a su manera era casi tan carismático y popular como Cameron Hodges. No se ponía nervioso con nada, algo que impresionaba bastante a los demás. Y estaba siempre tan de buen humor, tan dispuesto en todo momento a divertirse, que era imposible seguir enfadado con él durante mucho tiempo. Si un profesor lo expulsaba de clase por hacer algún tipo de comentario desafortunado, Eddie se encogía de hombros lentamente, como preguntándose: ¿pero-es-posible-que-alguien-sepa-algo-en-es-te-mundo-de-locos?, recogía sus libros cuidadosamente y salía después de lanzar una última mirada a hurtadillas a los otros alumnos que indefectiblemente desencadenaba una ola de risitas. A la mañana siguiente, podía verse al mismo profesor que lo había echado de clase jugando al fútbol con Eddie en el aparcamiento para profesores, mientras los dos despotricaban contra los Celtics.
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