Pensó en vaciar el bolso del todo, en busca de algo más que le sirviera para comprimir la herida, pero después se quitó la cazadora, el chaleco blanco que se ponía para trabajar, hizo una bola con la prenda y taponó la herida. Hacía presión con ambas manos y empujaba con gran parte del cuerpo. El chaleco blanco parecía casi fluorescente en la oscuridad, pero pronto apareció una gran mancha que se extendió y empapó todo el tejido. Trató entonces de pensar qué hacer a continuación, pero no se le ocurría nada. Le vino a la mente el recuerdo de Kensington llevándose el pañuelo de papel a la boca y cómo éste se llenaba de sangre cada vez. Tuvo un pensamiento -extraño en él-, un pensamiento que asociaba a Kensington y su piercing de plata con la cuchillada en la garganta de Baxter; pensó que los jóvenes se veían desgarrados por el amor, y sus cuerpos inocentes destrozados y arruinados sin razón alguna, salvo que a alguien le convenía.
Baxter levantó una mano y Wyatt casi gritó cuando la vio por el rabillo del ojo, como una forma fantasmal palpando en la oscuridad. Agitaba los dedos señalando su garganta y Wyatt tuvo una idea. Tomó la mano izquierda de Baxter y la sujetó contra la herida haciendo presión. Buscó su otra mano y la colocó encima. Cuando la soltó, ambas manos permanecieron sobre el chaleco empapado de sangre. Sin apretar, pero sin soltarlo tampoco.
– Enseguida vuelvo -dijo Wyatt temblando con violencia-. Iré a buscar ayuda. Iré hasta la carretera y traeré a alguien y te llevaremos al hospital. Todo irá bien. Mantén eso apretado contra tu cuello. Estarás bien, te lo prometo.
Baxter lo miró sin dar señales de comprenderlo. Sus ojos tenían una mirada vidriosa y apagada que asustó a Wyatt. Se puso en pie y echó a correr. Pasados unos metros se detuvo para quitarse la zapatilla que aún llevaba puesta, y siguió corriendo.
Corría a grandes zancadas, jadeando en el aire frío y húmedo, escuchando sólo sus pisadas en el duro suelo. Sin embargo, tenía la impresión de que no corría tan rápido como solía, de que cuando era más joven correr no le había supuesto tanto esfuerzo. No había avanzado mucho cuando notó un fuerte calambre en el costado. Aunque respiraba a grandes bocanadas, sentía que no le llegaba aire suficiente a los pulmones. Demasiados cigarrillos tal vez. Agachó la cabeza y siguió corriendo, mordiéndose el labio inferior y tratando de no pensar en que podría ir mucho más rápido si no le doliera el costado. Miró atrás y comprobó que no había avanzado ni cien metros, seguía viendo el coche. Empezó a llorar otra vez, y mientras corría rezaba, las palabras salían de sus labios en bruscos susurros cada vez que exhalaba el aliento.
«Por favor, Dios», susurró a la noche de febrero. Corrió y corrió, pero tenía la impresión de que no se acercaba a la autopista. Era como estar de nuevo en el «corre-corre», la misma sensación de desesperanza, de precipitarse hacia lo inevitable. Dijo: «Por favor, hazme más rápido. Hazme rápido otra vez. Tan rápido como fui en otros tiempos».
Al doblar la siguiente curva vio la 17K, a menos de cien metros. Había una farola al final del sendero y un coche aparcado junto a ella, un Crown Victoria color canela, con luces de la policía en el techo, apagadas. Un coche patrulla, pensó Wyatt aliviado. Era curioso que hubiera vuelto a pensar otra vez en el «corre-corre»; quizás aquel agente resultaría ser Treat Rendell. Un hombre -tan sólo una silueta negra en la distancia- bajó y permaneció de pie delante del capó. Wyatt empezó a gritar y a agitar los brazos pidiendo ayuda.
Éramos pequeños.
Yo hacía de Rayo Rojo y me subí al álamo muerto de la esquina de nuestro jardín para escapar de mi hermano, que no hacía de nadie, sólo de sí mismo. Había invitado a unos amigos y habría deseado que yo no existiera, pero yo no podía evitarlo: existía.
Le había cogido su máscara y le dije que cuando llegaran sus amigos les revelaría su identidad secreta. Contestó que me iba a hacer picadillo y se quedó abajo tirándome piedras, pero lanzaba como una chica y pronto trepé hasta estar fuera de su alcance.
Mi hermano se había hecho demasiado mayor para jugar a los superhéroes. Ocurrió de repente, sin previo aviso. Había pasado los días anteriores a Halloween disfrazado de La Raya, tan veloz que al correr el suelo se derretía bajo sus pies. Pero cuando terminó Halloween dijo que ya no quería ser un superhéroe y, más aún, quería que todo el mundo olvidara que alguna vez había sido uno, y olvidarse él mismo; pero yo no le dejaba, y ahí estaba, subido al árbol con su máscara y con sus amigos a punto de llegar.
E1 álamo llevaba años muerto y cada vez que hacía viento arrancaba sus hojas y las esparcía por el césped. La escamosa corteza se astillaba y deshacía bajo mis zapatillas deportivas. Era muy poco probable que mi hermano se decidiera a seguirme -habría sido como rebajarse ante mí-, y yo disfrutaba huyendo de él.
Primero trepé sin pensar, subiendo más arriba que nunca. Entré en una especie de trance de trepador de árboles, embriagado por la altura y por la agilidad de mis siete años. Después escuché a mi hermano gritar que me estaba ignorando (lo cual probaba precisamente que no lo estaba haciendo) y recordé qué era lo que me había impulsado a subirme al álamo en primer lugar. Elegí una rama larga y horizontal en la que podría sentarme con los pies colgando y poner histérico a mi hermano sin miedo a las consecuencias. Me eché la capa detrás de los hombros y seguí trepando, con un claro propósito.
Aquella capa había sido antes mi manta azul de la suerte y llevaba conmigo desde los dos años. Con el tiempo, su color había pasado de un azul intenso y lustroso a un gris de paloma vieja. Mi madre la había recortado para darle forma de capa y le había cosido un relámpago de fieltro rojo en el centro, así como un parche con el distintivo de los marines que había pertenecido a mi padre, con el número atravesado por un rayo. Había llegado de Vietnam entre sus objetos personales, sólo que mi padre no había venido con ellos. Mi madre izó la bandera negra de «desaparecido en combate» en el porche delantero, pero incluso yo ya supe entonces que a mi padre no lo habían hecho prisionero.
Me ponía la capa en cuanto llegaba del colegio y chupaba su dobladillo de satén mientras veía la televisión, la usaba de servilleta en las comidas y la mayoría de las noches me dormía envuelto en ella. Sufría cuando tenía que quitármela, me sentía desnudo y vulnerable sin la capa. Si no tenía cuidado, era tan larga que me tropezaba con ella.
Llegué a la rama más alta y me senté a horcajadas. Si no hubiera estado allí mi hermano para presenciar lo que ocurrió a continuación, yo mismo no lo hubiera creído. Más tarde me habría dicho que se había tratado de una fantasía angustiosa, un delirio fruto del terror y la conmoción del momento.
Nicky estaba a unos cinco metros de mí, mirándome furioso y hablando de lo que me haría cuando bajara. Yo sostenía su máscara, en realidad un antifaz del Llanero Solitario, con agujeros para los ojos, y la agitaba.
– Ven a cogerme, hombre Raya -dije.
– Más te vale quedarte a vivir ahí arriba.
– Tengo rayas en mis calzoncillos que huelen mejor que tú.
– Vale, estás muerto -fue todo lo que dijo mi hermano, que devolvía insultos con la misma habilidad con que tiraba piedras; es decir: ninguna.
– Raya, Raya, Raya -repetí, porque el nombre en sí mismo ya era suficientemente burlón.
Mientras canturreaba avanzaba por la rama. La capa se me había deslizado del hombro y tuve que colocármela con el brazo. Pero cuando intenté seguir avanzando hacia delante tiró de mí y me hizo perder el equilibrio. Escuche cómo se rasgaba la tela y sujetándome con los dos brazos, me aferré con fuerza a la rama, arañándome la barbilla. La rama se hundió bajo mi peso, después rebotó, después se hundió otra vez… y entonces escuché un crujido, un sonido seco y quebradizo que retumbó en el aire fresco de noviembre. Mi hermano palideció.
Читать дальше