Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Oyó el coche en la entrada a la casa, pero era incapaz de moverse, de apartar la vista de aquella fotografía. Rudy empezó a tirarle del hombro, diciéndole que tenían que irse de allí. Max apretó la fotografía contra su pecho para evitar que Rudy la viera. Le dijo vete, yo iré enseguida, y Rudy le soltó y salió.

Con manos torpes, Max intentó colocar la fotografía de la mujer asesinada dentro del marco… y entonces vio algo más y se quedó nuevamente inmóvil. Hasta el momento no había reparado en una figura a la izquierda de la imagen, un hombre junto a la cama, con la espalda vuelta hacia el objetivo. Estaba tan en primer plano que parecía una figura desenfocada, vagamente rabínica, con un sombrero y un abrigo negros. No había manera de saber con certeza quién era ese hombre, pero Max sí lo sabía, lo reconoció por la manera en que inclinaba la cabeza hacia atrás, la forma cuidadosa y casi rígida en que se inclinaba desde el grueso cuello. En una mano sostenía un hacha y en la otra un maletín de médico.

El motor del coche se detuvo con un silbido ronco y un leve traqueteo. Max encajó como pudo la fotografía de la mujer muerta en el marco y colocó encima el retrato de Mina. Dejó la fotografía, sin cristal, sobre la mesa y la miró durante una milésima de segundo, antes de darse cuenta, horrorizado, de que Mina estaba cabeza abajo. Alargó la mano hacia ella.

– ¡Vamos! -gritó Rudy-. Por favor, Max.

Estaba fuera de la ventana, de puntillas, y con la cabeza vuelta hacia el estudio.

Max empujó con el pie los cristales rotos debajo de la mecedora, brincó hacia la ventana y gritó. O al menos lo intentó, ya que le faltaba aire en los pulmones y su garganta no emitió sonido alguno.

Su padre estaba de pie detrás de Rudy y lo miraba por encima de la cabeza de éste. Rudy no vio que estaba allí hasta que le apoyó las manos en los hombros. Pero él no tenía ninguna dificultad para gritar y dio tal salto que pareció que iba a entrar de nuevo en el estudio.

Abraham miró en silencio a su hijo mayor y Max le devolvió la mirada con media cabeza fuera de la ventana y las manos en el alféizar.

– Si quieres -dijo su padre- puedo abrirte la puerta para que salgas. No queda tan teatral, pero sí es más cómodo.

– No -contestó Max-. No, gracias. Estaba… nosotros… un error. Lo siento.

– Un error es no saber cuál es la capital de Portugal en un examen de geografía. Esto es otra cosa. -Hizo una pausa e inclinó la cabeza con semblante inexpresivo. A continuación soltó a Rudy y se volvió abriendo una mano y señalando hacia el jardín en un gesto que parecía decir: «Sal por ahí»-. Hablaremos de eso otro día. Ahora, si no te importa, me gustaría que salieras de mi despacho.

Max se le quedó mirando. Nunca hasta entonces su padre había postergado el castigo físico -entrar sin permiso en su estudio merecería al menos unos buenos latigazos- y trataba de entender por qué lo hacía ahora. Su padre esperaba y Max salió por la ventana y aterrizó en un parterre. Rudy lo miraba con expresión interrogante, buscando alguna indicación sobre lo que debían hacer a continuación. Max alzó la vista en dirección a los establos -su estudio particular- y, despacio, se encaminó hacia allí. Su hermano pequeño echó a andar junto a él, temblando de pies a cabeza.

Antes de que lograran escapar, sin embargo, Max notó la mano de su padre en el hombro.

– Mis reglas son protegerte siempre, Maximilian -dijo-. ¿Ahora me dices quizá que no quieres que yo te proteja más? Cuando eras pequeño te tapé los ojos en el teatro cuando llegaban los sicarios a asesinar a Clarence en Ricardo. Pero cuando fuimos a ver Macbeth me apartaste la mano, querías ver. Ahora me parece que la historia se repite, ¿no?

Max no contestó. Al menos, su padre le había soltado.

Pero no habían caminado diez pasos cuando habló de nuevo:-Por cierto, casi me olvido. No os dije adónde iba, y tengo una noticia que os pondrá tristes a los dos. El señor Kutchner vino cuando estabais en el colegio gritando: «Doctor, doctor, deprisa, mi mujer». En cuanto la vi, ardiendo de fiebre, supe que tenía que ir al hospital, pero, ay, el granjero tardó demasiado en acudir a mí. Cuando la llevó hasta mi coche los intestinos se le salieron con un «plof». -Chasqueó la lengua simulando desagrado-. Llevaré vuestros trajes al tinte, el funeral será el viernes.

Arlene Kutchner no fue al colegio al día siguiente. De vuelta a casa, pasaron por delante de la suya, pero las persianas estaban echadas y el lugar tenía un aire demasiado silencioso. El funeral sería a la mañana siguiente, en el pueblo, y tal vez Arlene y su padre habían salido ya hacia allí, donde tenían familia. Cuando los chicos entraron en su propio jardín, el Ford estaba aparcado junto a la casa y las puertas que daban al sótano, abiertas.

Rudy hizo una señal en dirección al establo. Compartían un caballo, un viejo jamelgo llamado Arroz, y hoy le tocaba a Rudy limpiar el establo, así que Max se dirigió solo hacia la casa. Estaba junto a la mesa de la cocina cuando escuchó cerrarse desde fuera las puertas del sótano. Poco después su padre subió las escaleras y apareció en la puerta que daba al sótano.

– ¿Estás trabajando en algo ahí abajo? -preguntó Max.

Su padre lo miró de arriba abajo con ojos deliberadamente inexpresivos.

– Os lo desvelaré más tarde -dijo, y Max le vio sacar una llave de plata del bolsillo de su chaleco y usarla para cerrar la puerta del sótano. Nunca antes la había usado, y Max no sabía siquiera que existía tal llave.

Pasó el resto de la tarde agitado, mirando sin cesar la puerta del sótano, inquieto por la promesa de su padre: «Os lo desvelaré más tarde». No tuvo ocasión de comentarla con Rudy durante la cena, de especular sobre qué sería lo que les iba a desvelar, y tampoco pudieron hablar después, mientras hacían los deberes en la mesa de la cocina. Por lo general, su padre se retiraba temprano a su estudio, para estar solo, y no lo volvían a ver hasta la mañana siguiente. Pero esta noche parecía nervioso y no hacía más que entrar y salir de su despacho a por un vaso de agua, a limpiar sus gafas y, por último, para coger una lámpara. Ajustó la mecha de manera que hubiera sólo una tenue llama roja y después la colocó sobre la mesa, frente a Max.

– Chicos -dijo volviéndose hacia el sótano y descorriendo el cerrojo-. Bajad y esperadme. No toquéis nada.

Rudy, pálido como la cera, dirigió a Max una mirada horrorizada. No soportaba el sótano, con su techo bajo y su olor, las telarañas como velos de encaje en las esquinas. Cuando le tocaba hacer allí alguna tarea doméstica, siempre le suplicaba a su hermano que lo acompañara. Max abrió la boca para preguntar a su padre, pero éste ya había salido de la habitación y desaparecido en su estudio.

Max miró a Rudy, que temblaba y negaba con la cabeza sin decir palabra.

– No pasará nada -le prometió Max-. Yo te protegeré.

Rudy cogió la lámpara y dejó que Max bajara el primero por las escaleras. La luz anaranjada de la llama proyectaba sombras que se inclinaban y saltaban, como oscuras lenguas, en las paredes. Max bajó hasta el sótano y miró inseguro a su alrededor. A la izquierda de las escaleras había una mesa de trabajo sobre la que había un bulto cubierto con una lona blanca y mugrienta. Podían ser ladrillos apilados, o ropa, era difícil decirlo en aquella oscuridad y sin acercarse más. Max avanzó con lentitud y arrastrando los pies, hasta que estuvo cerca de la mesa, y una vez allí se detuvo, dándose cuenta de repente de lo que escondía la sábana.

– Tenemos que salir de aquí -gimió Rudy justo detrás de él. Max no se había dado cuenta de que estaba allí, pensaba que seguía en las escaleras-. Tenemos que salir de aquí ahora mismo.

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