Andrea Camilleri - La Forma Del Agua

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En una cálida noche siciliana, tras nadar un buen rato en las tranquilas aguas que se remansan a escasos metros de su casa a orillas del mar, Salvo Montalbano emerge de la oscuridad con las ideas más claras: la solución del caso le ronda las narices, así que sólo es cuestión de paciencia y método, para lo cual nada mejor que relajarse antes con algún manjar preparado por Adelina, su fiel asistenta. Si a los asiduos lectores de Andrea Camilleri esta escena les resultará familiar, los lectores no iniciados merecen una breve introducción: Salvo Montalbano tiene cuarenta y cinco años, conserva una novia en Génova y es comisario de policía del pequeño pueblo de Vigàta, en Sicilia, que si bien no se encuentra en ningún mapa de este mundo es más real que la vida misma. Fiel amigo de sus amigos, amante de la buena mesa y sabedor de que la tierra ha girado y girará muchas veces en torno al sol, Montalbano es el compendio vivo de las antiquísimas culturas mediterráneas.
Su calidad humana, unida a su infalible perspicacia, han hecho de su creador, Andrea Camilleri, uno de los autores más leídos de Europa. En esta ocasión, un conocido político y empresario aparece muerto semidesnudo en el interior de su coche en un arrabal donde reinan la prostitución y la droga. Todo apunta a que ha fallecido de un ataque al corazón después de haber mantenido relaciones íntimas con una persona desconocida. Sin embargo, el comisario Montalbano no se fía, y armado con su natural olfato para los comportamientos extraños, se propone descubrir la trama sexual y política que se esconde tras el presunto crimen.

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– Paso un momento por casa para ver cómo está mi crío -le dijo a su amigo-. Espérame, será sólo un minuto.

Sin aguardar la respuesta de Pino, Saro cruzó el portal de uno de aquellos rascacielos enanos de doce pisos como máximo, construidos aproximadamente en la misma época que la fábrica de productos químicos y devastados tan prematuramente como ésta, pero no abandonados. A los viajeros que llegaban por mar, Vigàta se les presentaba como una caricatura de Manhattan a escala reducida: puede que de ahí vengan esos nombres de calles.

Nenè, el crío, permanecía en vela. Por la noche dormía como mucho dos horas, y el resto del tiempo se lo pasaba con los ojos abiertos y sin llorar. ¿Dónde se había visto un chiquillo que no llorara jamás? Día tras día, lo consumía un extraño mal, sin remedio conocido, que los médicos de Vigàta eran incapaces de curar. Tendrían que haberlo llevado a un buen especialista de fuera, pero era muy caro. En cuanto sus ojos se cruzaron con los de su padre, Nenè se puso de mal humor y en su frente se dibujó una arruga. No sabía hablar, pero con aquel mudo reproche mortificaba a quien consideraba responsable de su situación.

– Está un poquito mejor, le está bajando la fiebre -le dijo Tana, su mujer, sólo para no disgustarlo.

El cielo se había despejado y ahora lucía un sol capaz de partir las piedras. Saro ya había vaciado diez veces su carretilla en el vertedero, abierto por iniciativa privada donde antaño se encontraba la salida posterior de la fábrica, y tenía la espalda hecha polvo. Al llegar a un tiro de piedra del sendero que bordeaba el muro de protección y que daba acceso a la carretera provincial, vio en el suelo algo que despedía un intenso brillo. Se agachó para verlo mejor. Era un colgante enorme en forma de corazón, cuajado de diamantes y con un brillante tremendo en el centro, que aún pendía de una cadena de oro macizo, rota en un eslabón. Su mano derecha salió disparada, se apoderó del collar y lo introdujo en su bolsillo. Saro tuvo la sensación de que la mano había actuado por su cuenta y riesgo, sin que el cerebro, todavía atontado por la sorpresa, le hubiera dicho nada. Se incorporó chorreando sudor y miró a su alrededor, pero no había ni un alma.

Pino, que había elegido el trozo de aprisco más cercano al arenal, de repente reparó en el morro de un coche que, a unos veinte metros de distancia, asomaba por un matorral más denso que los demás. Se detuvo perplejo; no era posible que alguien se hubiera demorado hasta aquella hora, las siete de la mañana, para follar con una puta. Se acercó cautelosamente, avanzando de puntillas y casi doblado por la mitad. Al llegar a la altura de los faros delanteros, enderezó de golpe la espalda. No ocurrió nada, nadie le dijo que se metiera en sus asuntos; el coche parecía estar vacío. Se acercó un poco más. En el asiento del copiloto vio la borrosa silueta de un hombre inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía aspecto de estar profundamente dormido, pero a Pino había algo que no le cuadraba. Se volvió, y empezó a dar voces, llamando a Saro. Éste llegó echando los bofes, con los ojos como platos.

– ¿Qué pasa? ¿Qué coño quieres? ¿Qué mosca te ha picado?

Pino percibió en las preguntas de su amigo un tono agresivo, pero lo atribuyó a la carrera que se había pegado para reunirse con él.

– Fíjate en eso.

Armándose de valor, Pino se acercó al lado del conductor, intentó abrir la portezuela sin conseguirlo, pues el coche tenía puesto el seguro. Con la ayuda de Saro, que ahora ya parecía un poco más tranquilo, trató de alcanzar la otra puerta, contra la cual se apoyaba parte del cuerpo del hombre, pero no pudo porque el coche, un impresionante BMW de color verde, estaba tan pegado al seto que no permitía que nadie se acercara por aquel lado. Sin embargo, asomándose y arañándose la piel con las zarzas, lograron ver el rostro del hombre. No dormía, tenía los ojos abiertos e inmóviles. Al darse cuenta de que la había palmada, Pino y Saro se quedaron helados del susto: no por la contemplación de la muerte, sino porque habían reconocido al muerto.

– Me noto como si estuviera en una sauna -dijo Saro, corriendo por la carretera provincial hacia una cabina telefónica-. Un chorro frío y un chorro caliente.

Una vez superada la parálisis inicial al reconocer la identidad del muerto, ambos se pusieron de acuerdo: antes de informar a los representantes de la ley, tenían que hacer otra llamada. Se sabían de memoria el número del honorable Cusumano, y Saro lo marcó, pero en el último momento Pino no permitió que diera ni un solo tono.

– Cuelga ahora mismo -dijo.

Saro lo hizo en una especie de acción refleja.

– ¿No quieres que le avisemos?

– Vamos a meditarlo un momento, hay que pensarlo muy bien, el caso es serio. Mira, tanto tú como yo sabemos que el honorable es una marioneta.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que es una marioneta en manos del ingeniero Luparello, quien de verdad es, mejor dicho, era todo. Muerto Luparello, Cusumano no es nadie; es una pura mierda.

– Entonces, ¿qué?

– Entonces nada.

Se encaminaron hacia Vigàta, pero, a los pocos pasos, Pino detuvo a Saro.

– Rizzo -dijo.

– Yo a ese no lo llamo, me da miedo, no lo conozco.

– Yo tampoco, pero lo llamaré de todos modos.

Pino consiguió el número a través del servicio de información. Eran casi las ocho menos cuarto, pero Rizzo contestó al primer tono.

– ¿El abogado Rizzo?

– Sí, soy yo.

– Perdone que lo moleste a estas horas, señor abogado… Hemos encontrado al ingeniero Luparello…, nos parece que está muerto.

Hubo una pausa. Luego, Rizzo habló.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

Pino se sorprendió. Esperaba cualquier cosa menos aquella respuesta.

– Pero ¿cómo? ¿Acaso no es usted… su mejor amigo? Nos hemos sentido en la obligación…

– Se lo agradezco. Pero ante todo es necesario que cumplan ustedes con su deber. Buenos días.

Saro había escuchado la conversación con la mejilla pegada a la de Pino. Ambos se miraron, perplejos. Era como si le hubieran dicho a Rizzo que habían encontrado un cadáver anónimo.

– Pero ¿qué coño es esto?, era amigo suyo, ¿no? -dijo repentinamente Saro.

– Vete tú a saber. A lo mejor, últimamente estaban peleados -replicó Pino.

– Y ahora ¿qué hacemos?

– Vamos a cumplir con nuestro deber, como ha dicho el abogado -contestó Pino.

Se dirigieron a la comisaría del pueblo. La idea de acudir a los carabineros ni se les pasó por la antesala del cerebro, pues los mandaba un teniente milanés. En cambio, el comisario era de Catania, se llamaba Salvo Montalbano y, cuando quería entender una cosa, la entendía.

Dos

– Otra vez.

– No -dijo Livia, sin dejar de mirarlo, con los ojos iluminados por la tensión amorosa.

– Por favor.

– No, he dicho que no.

«Me gusta que me fuercen un poquito», recordó que ella le había susurrado una vez al oído; entonces, presa de la excitación, trató de introducirle una rodilla entre los apretados muslos mientras le sujetaba fuertemente las muñecas y le abría los brazos como si estuviera crucificada.

Se miraron un momento con afanosa respiración y ella cedió de repente.

– Sí -dijo-. Sí. Ahora.

Justo en aquel momento, sonó el teléfono. Sin abrir tan siquiera los ojos, Montalbano alargó el brazo, pero no para coger el teléfono, sino más bien para asir los bordes fluctuantes del sueño que inexorablemente se estaba desvaneciendo.

– ¡Diga!

Estaba furioso con el inoportuno comunicante.

– Señor comisario, tenemos un cliente.

Reconoció la voz del sargento Fazio. El otro de igual graduación, Tortorella, aún estaba en el hospital por una grave herida en el vientre causada por la bala que le había disparado uno que quería hacerse pasar por mafioso, pero que, en realidad, era un cabrón de tres al cuarto. En su jerga, un cliente significaba un muerto del que se tenían que encargar.

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