Andrea Camilleri - Las Alas De La Esfinge

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja.
Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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* * *

Pero ¿cómo era posible que en el año 2006 a un alcalde todavía se le ocurriera dedicar una calle a Atilio Régulo? Misterios de la toponomástica. El número 30 correspondía a un maltrecho edificio de seis pisos sin ascensor, y como es natural, la viuda Bellini vivía en el sexto. Subieron despacio, pero aun así llegaron a la puerta sin resuello.

– ¿Quién es? -Voz de anciana.

– ¿La señora Bellini?

– Sí. ¿Qué quiere?

A Montalbano se le encendió una repentina luz: si le decía que era comisario, ella no abriría ni a cañonazos. En cambio, las ancianas siempre dejaban entrar en su casa a los estafadores.

– ¿Está usted jubilada, señora?

– Sí, cobro una miseria.

– Hemos venido a hacerle una propuesta interesante.

Fazio lo miró asombrado.

La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena. La señora Bellini los examinó con recelo mientras ellos procuraban adoptar el aire más angelical posible. Después la viuda decidió retirar la cadena.

– Pasen.

El apartamento estaba limpio, los viejos muebles de la salita estaban tan impecables que hasta brillaban. Los tres se sentaron con corrección. Montalbano lamentó no tener a mano una baraja de naipes.

– Toma notas -le ordenó a Fazio, y éste sacó un bloc y un bolígrafo del bolsillo-. Haz tú las preguntas -añadió.

A Fazio le brillaron los ojos de alegría. Las señas personales de la gente eran para él como la droga para un drogadicto.

– Nombre y apellido de soltera.

– Rosalia Mangione.

– Día, mes, año y lugar de nacimiento.

– Ocho de septiembre de mil novecientos treinta en Lampedusa. Pero…

– Díganos, señora -terció Montalbano.

– ¿Puedo saber quién les ha dicho mi nombre?

Montalbano se colgó en la cara una sonrisa toda dientes de gato Silvestre.

– Es Katia quien nos ha hablado de usted.

– Ah.

– ¿Está aquí? Nos gustaría saludarla.

– Ayer cuando volvió, Katia hizo la maleta, me pagó y se fue.

Montalbano y Fazio se levantaron simultáneamente.

– ¿Le dijo adónde iba? -preguntó el comisario.

– No.

– ¿El lunes por la noche Katia recibió una llamada de Rusia?

– No.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Katia no tiene móvil?

– Pues claro. Pero no es de esos con los que se puede hablar con cualquier país del mundo.

– ¿Usted tiene televisor?

– Sí… pero…

– Pero ¿qué?

– No suelo mirarla muy a menudo.

– No se preocupe. ¿Se ha enterado de lo de la chica encontrada muerta en el vertedero de basura?

– ¿La de la mariposa? Sí, señor.

– ¿Y Katia se enteró?

– Estaba conmigo cuando lo contaron en la televisión.

– Vamos -dijo Montalbano.

La vieja los siguió.

– ¿Y cuál es la propuesta?

– Esta tarde regresamos y se la hacemos -respondió Fazio.

* * *

Montalbano comprendió enseguida que de don Antonio no iban a sacar nada en claro.

Era un recio cincuentón musculoso y taciturno, con unas manos que parecían mazas de picar piedra. El comisario observó en un rincón de la sacristía un par de guantes de pugilismo colgados de la pared.

– ¿Practica el boxeo?

– De vez en cuando.

– Perdone, padre, pero ¿fue usted quien recomendó a la familia Palmisano a una chica llamada Katia Lissenko?

– Sí.

– ¿Y a usted, a su vez, quién se la indicó?

– No lo recuerdo.

– Intentaré echarle una mano. ¿Quizá la asociación La Buena Voluntad de monseñor Pisicchio?

– No mantengo relaciones ni con monseñor Pisicchio ni con su asociación.

¿No había cierto tono de desprecio en su voz? También debió de notarlo Fazio, el cual dirigió una rápida mirada al comisario.

– ¿De veras no lo recuerda?

– No.

– ¿Y no hay ninguna esperanza de que, haciendo un esfuerzo…?

– No. ¿Por qué la buscan? ¿Ha hecho algo malo?

– No -contestó Fazio.

– Sólo queremos interrogarla sobre ciertos hechos que ella conoce -puntualizó Montalbano.

– Comprendo.

Pero no preguntó cuáles eran los hechos. O no era curioso o conocía muy bien los hechos. Pero ¿acaso los curas no tienen que ser curiosos por deformación profesional?

– ¿Por qué vienen a buscarla aquí?

– Porque no ha vuelto a casa de los Palmisano y se fue a toda prisa de su domicilio. Prácticamente no se tienen noticias suyas. Por consiguiente, pensamos que como Katia ya recurrió a usted la primera vez para que la ayudara…

– Se han equivocado.

– Padre, tengo motivos para considerar que esa chica corre un grave peligro. Incluso corre el riesgo de perder la vida. De modo que cualquier información que…

– ¿Me creerá si le digo que no veo a Katia desde hace diez días?

– No.

El cura desvió significativamente la mirada hacia los guantes de boxeo.

– Si quiere desafiarme a un juicio de Dios a base de hostias, acepto -dijo el comisario, confiando en que el otro no le tomara la palabra.

En efecto, por primera vez don Antonio se rió.

– ¿Para que después usted me denuncie por resistencia a la autoridad y agresión a las fuerzas del orden? Mire, comisario, usted me cae bien. En su desgracia, Katia, que es una buena chica, ha tenido suerte. Desde que decidió no tener nada que ver con los de La Buena Voluntad, ha encontrado personas adecuadas que han sabido cómo ayudarla. Déjeme su número de teléfono. Si tengo noticias de Katia, se lo comunicaré.

Montalbano le anotó los números, incluso el de Marinella, y después preguntó:

– ¿Sabe por qué Katia ya no ha querido tener nada que ver con la asociación de monseñor Pisicchio?

– Sí.

– ¿Podría decírmelo?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque me fue revelado en confesión.

Emprendieron el camino de regreso.

– ¿Usía cree que el cura dará señales de vida?

– Creo que sí. Tras haber consultado con Katia. A quien probablemente, me juego los cojones, don Antonio se ha encargado de esconder en lugar seguro. Tal vez en su propia casa.

– ¿Pues entonces a usted le parece que, en resumidas cuentas, el viaje no ha sido inútil?

– Exacto. Creo sinceramente que hemos establecido un contacto indirecto con Katia.

– ¿Sabe qué hora es? Llegaremos a Vigàta sobre las tres y media.

En la trattoria de Enzo seguramente ya no encontraría nada que comer a esa hora.

– Si vuelven a pararnos los carabineros, llegaremos a las cinco. Y yo tengo apetito.

– Yo también -coincidió Fazio.

Montalbano vio un ramal con un letrero.

– Gira a la izquierda y vamos a Caltabellotta.

– ¿A hacer qué?

– Antes había un restaurante muy bueno.

Fazio tomó la carretera indicada.

A Montalbano lo asaltó un pasaje de una lección de historia y lo recitó con los ojos cerrados:

– «La paz de Caltabellotta, firmada el treinta y uno de agosto de mil trescientos dos, puso fin a la guerra de las Vísperas Sicilianas. Federico Segundo de Aragón fue reconocido como rey de Trinacria y se comprometió a contraer matrimonio con Leonor, hermana de Roberto de Anjou…»

Interrumpió sus palabras.

– ¿Y bien? -dijo Fazio-. ¿Cómo acabó la cosa?

– ¿Qué cosa?

– ¿Federico cumplió el compromiso? ¿Se casó con Leonor?

– Ya no me acuerdo.

* * *

«Hervir una coliflor en agua salada, sacarla poco cocida y trocearla. Echarla luego en una sartén donde se haya sofrito una cebollita cortada en tiritas. Aparte, freír un buen trozo de salchicha fresca, y en cuanto esté dorada, cortarla en rodajas de un centímetro como máximo, retirando la piel. Poner la coliflor y la salchicha con el aceite de la fritura, añadir unas cuantas patatas cortadas en finas rodajas transparentes, aceitunas negras troceadas, sal y especias. Mezclar bien los ingredientes. Con un poco de masa de pan fermentada, preparar un hojaldre en forma de disco y colocar en una tartera de borde alto, llenar con la mezcla de ingredientes, cubrir con otro disco de masa de pan y juntar bien los bordes. Untar la parte superior con manteca de cerdo e introducir la tartera en el horno muy caliente. Sacar en cuanto se dore (tardará una media hora).»

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