Elmore Leonard - Pronto

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Un buen día, los apostadores empezarían a preguntarse ¿Qué se habrá hecho de Harry Arno?, y se darían cuenta de que no sabían nada de él.
"Desaparecería, empezaría una nueva vida. Basta de presión. Basta de trabajar para gente a la que no respetaba. Una copita de vez en cuando. Tal vez incluso un cigarrillo al atardecer, contemplando la puesta de sol en la bahía. Joyce estaría con él. Bueno, a lo mejor. Como si no hubiera bastantes mujeres en el lugar al que se dirijía. Tal vez sería mejor que partiera él primero y se instalara. Luego, si le apetecía, ya la llamaría. Estaba esperando. Tenía dos pasaportes con nombres distintos por si acaso. Todo estaba claro; ningún problema.
Hasta aquella tarde en que Buck Torres le dijo que estaba metido en un buen follón".

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Raylan le explicó cómo funcionaba el centro: asistían a un curso de investigación criminal donde se daba especial importancia al entrenamiento físico; él era instructor de armas. Dijo que no era un descrédito estar allí, a la mayoría de los tipos les gustaba, pero ellos sabían que él prefería trabajar en la calle, en los casos de fugitivos, así que en cierto modo interpretaba su trabajo como un castigo.

– Sabían que había una cosa que podía hacer sin problema: disparar. Así que mi misión era enseñar el cuidado y uso de las armas de fuego básicas, como ese modelo calibre 45 que usted utilizó, diseñado hará cosa de un siglo para frenar a los fanáticos «moros» durante la Insurrección Filipina, y que también pudo con ellos.

Cuando Raylan dijo: «Eh, yo soy el único que habla», Harry Arno le respondió que «no, continúe, es interesante», muy ocupado en partir las patas de cangrejo y sumergirlas en mantequilla o en salsa de mostaza. Las patas asadas estaban riquísimas; aquí todo era bueno. Harry le recomendó de postre la tarta de lima.

– La academia no era muy dura -prosiguió Raylan-, pero si no te habituabas llegaba a ser estresante. Una vez uno de los aspirantes tiró la maleta por encima de la cerca y cuando trepaba por ella, le sorprendieron. Le preguntaron: «¿Qué hace?» Él respondió: «No aguanto más, me largo.» Le dijeron: «Vale, pero ¿por qué no sale por la puerta?» El tipo tenía la sensación de estar en la cárcel y de tener que escapar para salir de allí.

– Cuando usted estaba en la academia -le preguntó Harry Arno, mientras chupaba una pata-, ¿tenía la misma sensación?

– No, me gustaba -contestó Raylan-. Antes estaba en la marina, así que no me pillaba de nuevas, me refiero al entrenamiento físico. Sin embargo, tenía un compañero de cuarto (sonrió al recordar al tipo) que no podía esperar a irse. Se sentaba en la habitación mirando un mapa de los Estados Unidos que tenía pegado en la pared y me decía: «Por aquí me iré a casa, por esta carretera y por esta otra», mostrándome por dónde regresaría a San Luis, Missouri.

– ¿En serio?

Se veía que estaba interesado y disfrutaba con las anécdotas.

– Cuando volvía a darse la ocasión, el tipo me preguntaba qué pensaba de la ruta, otra distinta. Marcaba las carreteras con un lápiz de color trazando la línea más recta hasta el lugar al que quería ir, pero nunca elegía las interestatales, como si no fueran rutas directas. Tal vez la distancia sea mayor pero ¿no sería más rápido? Era como si tuviese que huir, utilizando caminos secundarios y atajos.

Harry se limpió los labios con la servilleta, la dejó sobre la mesa y dijo:

– ¿Me perdona un momento, Raylan?

Raylan se apoyó en los brazos de la silla, dispuesto a levantarse.

– Sólo voy al lavabo, enseguida vuelvo. -Ya se había levantado pero hizo una pausa para sonreír.

Raylan adivinó que Harry estaba recordando lo ocurrido en el aeropuerto de Atlanta y le devolvió la sonrisa.

– Me parece haber oído eso antes.

Harry levantó una mano, como cuando interrumpes a alguien para decir adiós, y se alejó entre las mesas -ahora estaban casi todas ocupadas- hacia el lavabo al otro lado del comedor.

Raylan pensó que cuando Harry volviera del lavabo le contaría algo más sobre el lector de mapas: cómo se acostaba cada noche bien temprano, alrededor de las ocho, en lugar de ir a la ciudad y tomarse unas cervezas. Raylan volvía sobre la medianoche y si no hacía ruido, su compañero de cuarto tampoco lo hacía al levantarse la mañana siguiente una hora antes. Pero, si por casualidad Raylan hacía algún ruido al llegar, chocaba contra la taquilla o tiraba alguna cosa al suelo, entonces el tipo repetía los mismos sonidos a la mañana siguiente.

Se lo contaría a Harry. También le contaría cosas de los tipos que conoció en la academia. Le preguntaría a Harry si le gustaba pescar y le explicaría que sólo llevaba en la delegación de Miami desde la primavera y que hasta ahora no había ido nunca a pescar. En la adolescencia pescaba barbos en lagos y arroyos contaminados donde casi no había peces; después, en su etapa de instructor en Glencoe, en el estado de Georgia, había ido a pescar al océano, a la isla Jekyll en el estrecho de San Andrés. Le preguntaría sobre la pesca en los cayos: quizá supiera algo.

Empezaba a preguntarse si Harry se había escurrido por la taza del water.

No le había mostrado a Harry las fotos de sus hijos, dos varones; Ricky, de nueve, y Randy, de tres y medio.

Si lo hacía tendría que decirle que su esposa, Winona, seguía en Brunswick con los dos chicos, pero no entraría en detalles a menos que Harry le preguntara por qué no estaban con él. ¿Cómo podría responderle en pocas palabras y no aburrirle con una historia demasiado larga? Bueno, verá, Winona ha pedido el divorcio; mientras yo venía a asumir mi puesto, ella se quedó para vender la casa a ver si podíamos conseguir los sesenta y siete quinientos que nos costó, y entonces se enamoró del agente inmobiliario que gestionaba la casa y que ni siquiera consiguió el precio que pedíamos: la vendió por sesenta y cinco quinientos, cobró la comisión y de paso se llevó a Winona. Yo la llamaba para saber cómo iba todo. «¿Hola, cariño, cómo estás?» «Bien.» Nunca me decía gran cosa hasta aquella vez en que me dijo: «Tengo una buena noticia -refiriéndose a la venta de la casa-, y otra que no te gustará mucho. Supongo que me las harás pasar canutas.» Winona siempre hablaba así, con ese tono de listilla. Si Harry quisiera escucharle… él también era divorciado y quizá podía aconsejarle sobre cómo aceptar lo que se le venía encima y no ir a buscar a aquel agente inmobiliario de Brunswick con un bate de béisbol en la mano. La cuestión era que no echaba en falta a Winona, a los chicos sí, pero no a Winona. Raylan dejó la servilleta sobre la mesa, se levantó y siguió el camino de Harry hasta el lavabo. Abrió la puerta y entró.

No estaba, no había nadie, las puertas de los retretes estaban entornadas y no se veían pies por debajo.

«Está por aquí -pensó Raylan-. Sólo se trata de una broma, quiere divertirse un poco a costa mía, nada más.»

No quería creer otra cosa.

Torres localizó a Joyce Patton la tarde del día siguiente y habló con ella en su apartamento, sin dejar de mirar alrededor del salón mientras le preguntaba:

– ¿Por qué no me dice a dónde fue? Nos evitará un montón de problemas.

Ella respondió que no tenía ni idea.

– Usted sabe que soy amigo suyo -añadió Torres-. No quiero verle convertido en un fugitivo, pero si ha abandonado la ciudad o no se presenta en el juicio, lo será.

Ella no dijo nada.

– Al menos no podrá salir del país. Tenemos su pasaporte.

Ella no perdía la compostura, de pie con los brazos cruzados esperando a que él terminara y se fuera; era una mujer guapa, con buen tipo.

– Le conocen en Joe’s Stone Crab -comentó Torres-, es cliente desde hace, ¿cuánto, veinte años? La camarera dijo que se marchó a las seis menos diez, cuando el local comenzaba a llenarse. Al cabo de unos minutos apareció el agente que cenaba con él buscándole. El aparcacoches nos dijo que el señor Arno salió y subió en su coche; Harry había ido al restaurante en el coche del policía, sin embargo fue su Eldorado el que se detuvo al otro lado de Biscayne en el momento exacto en que Harry cruzó la puerta. Atravesó la calle, subió, y el coche se marchó. El aparcacoches no vio al conductor.

– No sé nada de todo eso -afirmó Joyce.

Ella le miró a la cara, Torres pensó: «Parece haberse preparado para esto, como si supiera que iba a ocurrir.» Dijo:

– Una cosa está clara, no usó el coche para desplazarse. Supongo que tomó un avión, pero no quiso dejar su coche en el aeropuerto. -Esperó un momento-. Estamos comprobando todos los vuelos que salieron ayer. -Hizo otra pausa-. Como verá, pienso que usted le llevó al aeropuerto y después aparcó el coche en el lugar acostumbrado.

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