– ¿Y qué pasará si no quiero su protección? -Harry vio que el hombre le miraba intrigado y añadió-: Es sólo una cuestión teórica. Me preguntaba por mis derechos.
– ¿Nuestra presencia le inquieta?
No valía la pena seguir preguntando. Harry negó con la cabeza.
– Olvide la pregunta.
– Podemos mantenernos lejos de su vista, excepto… señor Arno, ¿quiere hacernos un gran favor? No salga de noche, ¿vale? Y si quiere ir a algún lugar durante el día deje que le llevemos nosotros.
– Es por mi bien, claro.
– Sí, señor.
– O para que no me largue.
– Esto es diferente a la vez anterior; si se salta la fianza se convierte en un fugitivo de la justicia. -Raylan lo dijo muy serio.
– No había pensado en ello.
Raylan se mostró satisfecho con la respuesta.
Joyce era la que le miraba ahora.
Una vez más Harry estaba junto a la ventana ante la que había pasado la mitad del día. Joyce le observaba desde la cocina. Acabó de secar los platos, y cruzó la habitación para ir a su lado y reconfortarle poniéndole una mano en el hombro.
– ¿Todavía está allí?
– En el parque comprándose un helado; le encantan los helados. ¿Te fijaste cuando dijo que era de un condado? La gente del sur suele decirlo; en Florida no tanto, me refiero a la gente del sur sur.
– He oído hablar del condado de Harlan -replicó Joyce-. ¿Quieres saber lo que pienso?
– Dímelo.
– No es tan tonto como tú quisieras.
– Me olvidé de que tú eres de aquella parte del país. Nashville, ¿no es así? En el sur siempre os ayudáis los unos a los otros.
– Nos fuimos de allí cuando yo tenía dos años, Harry.
– Sí, pero eso es algo para toda la vida. Mira cómo lame el helado.
Cuando no hablaban y había silencio en la habitación se escuchaban débiles sonidos desde el exterior, un coche arrancando, gritos. En la playa un fotógrafo y su equipo retrataban a una modelo de cuarenta y cinco kilos en albornoz, una chica de quince o dieciséis años. Ahora las modelos eran unas crías. Joyce haría tres catálogos para el invierno y estaba segura de que le encargarían posar con las prendas de aerobic en el catálogo de ropa interior sexy. Salía bien siempre que la dejaran llevar medias para disimular las venas y las imperfecciones; no le importaba que Harry los viera.
Salían juntos entre semana durante la temporada de fútbol, iban al cine, cenaban y algunas veces ella se quedaba a pasar la noche. Harry se ponía cachondo una vez al mes y siempre por la mañana. Cuando estaba a punto de dejar de beber, hacía cosa de unos años, se excitaba todas las mañanas, especialmente si tenía resaca. Años antes de aquello, ese ritmo era más normal; era cuando ella bailaba en topless y después Harry la llevaba a cenar. No parecía tener muy claro qué actitud adoptar con ella; o quizá le diera vergüenza que le vieran en público en su compañía, aunque era poco probable que nadie en la playa la reconociera porque los clubes en los que ella trabajaba estaban en Miami. Harry era mojigato, mientras que ella no consideraba que bailar con las tetas al aire, cuando lo hacía, fuera gran cosa. Ella le dijo una vez: «Esperas la tira de años para ver qué clase de tetas vas a tener. Después, cuando las tienes, da lo mismo la forma o el tamaño que tengan, te tienes que aguantar. Las mías están bien, no son nada extraordinario, y a mí me basta. Nunca pensé ni por un instante en agrandármelas, ni envidié a las chicas que las tienen grandes; no, gracias, no me gustaría tener que cargar con ese peso. Desde luego, a los tíos les encantan las tetas grandes.» Al menos a los tipos que frecuentaban los clubes de topless. Le preguntaban por qué llevaba gafas en las actuaciones y les contestaba que era para ver dónde pisaba y no caerse del escenario. Le contó a Harry que las gafas con montura de concha creaban un intercambio amistoso con el público: ahí estaba una chica tal cual era y eso les encantaba, se sentían más cercanos a ella. «Era como su vecinita.» Y Harry dijo: «O como la maestra con la que soñaban, preguntándose cómo sería desnuda.» Quizás había algo de eso. Él le preguntó si los individuos que dirigían los locales se la tiraban, y ella le contestó que no eran su tipo. Joy comenzaba el número con «Black Dog» de Led Zeppelin, y sus contorsiones al ritmo de los intrincados acordes de guitarra que punteaban las estrofas acaparaban rápidamente la atención del público. Se le movían las gafas y ella se las ponía otra vez en su sitio mientras bailaba. La idea era no parecer demasiado profesional. Cuando lo dejó, Harry dijo: «Bueno, ya no tendrás que hacerlo nunca más.» Ella le respondió que nunca había tenido que hacerlo, que le gustaba toda aquella atención. Harry opinaba que debía darle vergüenza de sí misma; él no lo comprendía, porque en su negocio la clave estaba precisamente en no llamar la atención. Dejaron de verse. Joyce trabajó como chica del coro en un buque de crucero que recorría el Caribe, se encargó de la coreografía durante un par de años y comenzó a trabajar de modelo para catálogos. Por aquel entonces, se le despertó el reloj biológico y se casó con un tipo que era agente inmobiliario. Él dijo que no le importaría tener un par de hijos más. «Pensé que iba a ser mamá», le comentó a Harry unos pocos años más tarde, cuando él volvió a entrar en su vida. «Hasta que aquellas dos crías que él ya tenía, que ni siquiera sabían lo que era un sujetador, le obligaron a elegir entre ellas o yo.» Harry dijo: «No tienes pasta de madre, nena.» Lo dijo como un cumplido. Iban al cine, a Wolfie’s, a Joe’s Stone Crab. Se llevaban a casa comida china… Todos aquellos años, curiosamente, ella siempre tuvo la sensación de que podía haber conseguido a alguien mejor que Harry Arno, veinticinco años mayor que ella. Aunque él nunca aprovechaba el descuento de los cines para la tercera edad.
– Te dispones a largarte, ¿no es así? -preguntó Joyce.
Él no respondió de inmediato; continuó mirando a través de la ventana. Cuando lo hizo contestó:
– Estoy dispuesto.
Ella le pasó la mano por la espalda una y otra vez.
– ¿Sabes a dónde irás?
– Desde luego. Quizá necesite tu ayuda al principio.
Esto sorprendió y asustó un poco a Joyce.
– ¿Qué querrás que haga?
– Ya te avisaré. -Pasó un minuto antes de que añadiera-. Creo que mañana será el día. ¿Para qué esperar más?
– Pero si te presentas en el juicio y encierran a Jimmy…
– No importa, siempre tendrá a alguien que se ocupe de mí.
– ¿Has hablado con él? Os conocéis desde hace tantos años…
– Tengo las maletas hechas y maté a uno de sus tipos. En lo que a él respecta le robé dinero, y no hay manera de convencerle de lo contrario.
– El FBI irá a por ti también, ¿no?
Harry le contestó sin dejar de mirar a través de la ventana.
– Lo dudo. Tendrán que justificar el gasto y no creo que puedan.
– ¿Puedo preguntarte a dónde vas?
Harry volvió la cabeza; ella le miraba a los ojos, de un azul claro brillante donde se reflejaba la luz que entraba por la ventana.
– Si soy el único que lo sabe, no me pasará nada. -Le acarició la cara, después le rozó la oreja y las puntas de los rizos-. Te diré una cosa que nunca le he dicho a nadie -añadió Harry, esta vez seguro de ello-. Hace veinte años que le robo a esa gente. No te imaginas la cantidad de dinero que tengo guardado.
Después de aquel percance en el aeropuerto de Atlanta en el que perdió a un testigo federal a su cargo, Raylan Givens fue destinado a la academia de Glencoe, Georgia, donde se formaba a los futuros agentes.
Le contó a Harry Arno, mientras cenaban en Joe’s Stone Crab, que el centro de entrenamiento estaba al sur de Savannah, hacia Brunswick, y que también preparaban allí a los aspirantes a agentes del Tesoro, de la ATF, de los servicios secretos y de la aduana.
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