Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Las palabras le salían, pero entrecortadas, como si acabara de sufrir una apoplejía. Musitó algo acerca de que sus libros rebatían la idea de «sufrimiento». Cada estado mental no era más que una nueva y diferente manera de ser, diferente de la nuestra solo en cuestión de grado.

– ¿Una persona que tiene amnesia o experimenta alucinaciones no sufre? -le preguntó el hombre con voz de periodista, dispuesto a instruirse.

Sin embargo, su tono tenía un brote de sarcasmo a punto de florecer.

– Bien, tomemos el ejemplo de las alucinaciones -dijo Weber, y describió el síndrome de Charles Bonnet, pacientes con una lesión de la senda visual que los dejaba por lo menos parcialmente ciegos y que a menudo experimentaban vívidas alucinaciones-. Conozco a una mujer que con frecuencia se ve rodeada de dibujos animados. Pero el síndrome de Bonnet es corriente. Millones de personas lo experimentan. Sí, en este caso hay sufrimiento. Sin embargo, a diario la conciencia básica conlleva sufrimiento. Es preciso que empecemos a considerar todas estas maneras de ser como continuas en vez de discontinuas. Cuantitativa más que cualitativamente diferentes de nosotros. Ellas son nosotros. Aspectos del mismo aparato.

La presentadora ladeó la cabeza y sonrió, una megadosis de atractivo escepticismo.

– ¿Quiere decir que todos estamos un poco mal de la cabeza?

Su compañero soltó una risa antiséptica. Aquello era la televisión.

Weber respondió que lo que estaba diciendo era que el pensamiento delirante es similar al pensamiento ordinario. Los cerebros, con todas sus variaciones, producen explicaciones razonables de las percepciones poco corrientes.

– ¿Es eso lo que le permite penetrar en estados mentales tan diferentes del suyo?

Como las peores trampas, aquella parecía inocente. Le estaban llevando hacia las acusaciones acerca de su obra que habían encontrado en Internet. ¿Le importan realmente sus pacientes o solo los utiliza con fines científicos? Buena controversia; mejor televisión. Weber notó la proximidad de la emboscada. Pero apenas podía ver, tenía la boca seca y llevaba días sin dormir. Empezó a hablar, unas frases que le parecían peculiares incluso antes de haberlas formado. Quería decir, sencillamente, que todo el mundo experimenta momentos pasajeros de delirio, como cuando contemplas la puesta de sol y, por un instante, te preguntas adónde va el sol. Tales momentos proporcionan a todo el mundo la capacidad de comprender los déficits mentales de otras personas. Daba la impresión de que estuviera confesando una demencia intermitente. Los dos presentadores sonrieron y le dieron las gracias por haber asistido al programa aquella mañana. Pasaron sin solución de continuidad a la noticia sobre un hombre de Brisbane al que, a través del techo del dormitorio, le había caído un fragmento de coral del tamaño de una pelota de criquet. Siguió una pausa comercial y los ayudantes se apresuraron a acompañar a Weber fuera del plato, su descalabro grabado para siempre y pronto visible en la Red, en cualquier momento, por cualquier persona, desde cualquier lugar de la tierra.

Telefoneó a Bob Cavanaugh desde el hotel.

– He pensado que querrías saberlo, antes de enterarte por otros medios. Esto no va bien. Es posible que haya algunos efectos adversos.

Tras el irritante retraso de la comunicación vía satélite, Cavanaugh solo pareció divertido.

– Estás en Australia, Gerald. ¿Quién va a enterarse?

* * *

¿Hasta qué punto Mark había cambiado? Este interrogante perseguía a Karin en aquel cálido verano, pasados ya dos tercios del año. Le evaluaba continuamente, comparándole con la imagen que tenía de él antes del accidente y que cambiaba a cada día que ella pasaba con el nuevo Mark. La percepción que tenía de su hermano era un término medio en constante movimiento, decantado a favor de la persona más reciente que estaba ante ella. Ya no confiaba en su memoria.

Desde luego, Mark era más lento. Antes del accidente, algo tan complejo como decidir qué hacer con la casa de su madre solo le había llevado veinte minutos. Ahora el mero acto de bajar las persianas era como resolver el conflicto de Oriente Próximo. El tiempo de todo un día solo le bastaba para sentarse y pensar en lo que era absolutamente necesario hacer al día siguiente, seguido por un pequeño y necesario período de descanso.

Era más olvidadizo. Podía verter un cuenco de cereal al lado del que había tomado a medias. Karin le decía varias veces a la semana que estaba incapacitado, pero él se negaba a creerlo. A ella sus confusiones verbales casi le parecían ingeniosas. «He de volver al trabajo -insistía-. Tengo que traer la banca a casa.» Al ver al presidente en las noticias, rezongaba: «No, otra vez no… ese señor Impuestos del Mal». *Se quejaba de su radio con reloj digital. «No puedo saber si son las diez a.m. o las diez FM.» Tal vez eso fuese todavía lo que los textos denominan «afasia». O tal vez Mark hiciera el tonto a propósito. Ella no podía recordar si antes había sido bromista.

Ahora tenía a menudo accesos de infantilismo; ella ya no podía negarlo. Sin embargo, antes del accidente se había pasado años insistiéndole en que se hiciera adulto. El país entero era juvenil. La época era infantil. Y cuando ella le veía al lado de Rupp y Cain, Mark no siempre salía perdiendo en la comparación.

Cualquier nimiedad desencadenaba su enojo. Pero también la cólera era un viejo rasgo suyo. En la escuela primaria, cuando la maestra de Mark le llamó cariñosamente «bicho raro» ante toda la clase por haberse traído el almuerzo en una bolsa de papel en lugar de en una fiambrera metálica como los demás, él la insultó, enfurecido y lloroso. Años después, cuando su padre se burló de él durante una discusión el día de Navidad, el chico de catorce años se levantó de la mesa, subió corriendo las escaleras mientras gritaba «Felices jodidas fiestas», asestó un puñetazo a la puerta de arce de la habitación y acabó en urgencias con tres huesos de la mano rotos. Y en una ocasión, cuando una histérica Joan Schluter trató de cortarle el pelo después de que Mark y Cappy se pelearan por su flequillo, el muchacho de diecisiete años estalló, la emprendió a patadas con el horno y amenazó con denunciar a sus padres por malos tratos.

A decir verdad, incluso el síndrome de Capgras tenía algún precedente. Durante tres años, antes de la pubertad, Mark había contado con el refinado señor Thurman, su amigo imaginario. El señor Thurman le confió a Mark el secreto de que había sido adoptado. Conocía a su verdadera familia, y le prometió que se la presentaría cuando fuese mayor. A veces el señor Thurman se mostraba condescendiente con Karin, diciendo que los dos eran expósitos, pero que estaban emparentados. Otras veces procedían de distintos orfanatos. En esas ocasiones Mark la consolaba e insistía en que serían mejores amigos cuando ella no tuviera que seguir con aquella falsa familia. Karin había detestado con todas sus fuerzas al señor Thurman, y a menudo había amenazado con asfixiarlo cuando Mark estuviera dormido.

El síndrome de Capgras también la estaba cambiando a ella. Luchaba contra el proceso de habituación a la enfermedad. Siguió teniéndola muy presente durante algún tiempo: la risa de Mark, extrañamente mecánica. Sus accesos de tristeza, meras afirmaciones de una realidad. Incluso su ira, mero y pintoresco ritual. Sin que viniera a cuento, se descolgaba con una declaración de amor por Barbara propia de un niño de siete años. Iba a pescar con sus amigos, remedaba el parloteo, se sentaba en la embarcación, caña en mano y maldiciendo su suerte, como el presentador robot de algún programa de pesca televisivo, atemorizado y nervioso, esforzándose por demostrar que seguía intacto en su interior. Durante algún tiempo ella fue consciente que el accidente los había separado y que toda su abnegada atención jamás volvería a unirlos. No había vuelta atrás, pues día tras día su propia memoria integrada demostraba cada vez más que mi hermano siempre ha sido así.

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