Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Los colores habituales de su jornada adoptaron un nuevo matiz, de manera muy parecida a un caso que cierta vez él había detallado. Solo conocía a Edward a través de la literatura médica, pero en Más vasto que el cielo Weber se apropió de Edward, y tal vez lo describió como si él lo hubiese descubierto. Edward era ciego parcial a los colores desde su nacimiento, como el diez por ciento de los hombres, muchos de los cuales jamás descubren su condición. La falta de receptores del color en los ojos de Edward le impedía distinguir los rojos y los verdes. La ceguera al color era en sí misma extraña: la inquietante posibilidad de que dos personas estuvieran en desacuerdo sobre la tonalidad exacta que tenía cualquier objeto determinado.

Pero la manera en que Edward veía los colores era aún más extraña. Como muchas menos personas, una entre decenas de millares, Edward era también sinestésico. Su sinestesia heredada había sido constante y estable durante toda su vida. En su caso tenía una forma típica: ver los números como colores. Para Edward los números y las tonalidades realmente se fusionaban, a la manera en que normalmente la suavidad se fusiona con la comodidad y la agudeza con el dolor. En su infancia se quejaba de que sus bloques de números estaban todos equivocados. Su madre le comprendía, porque también ella padecía la misma fusión de los cables.

Los aquejados por ese trastorno a menudo saboreaban las formas o sentían, en su epidermis, la textura de las palabras pronunciadas. No se trataba de simples asociaciones ni de vuelos de la fantasía poética. Para Weber la sinestesia había llegado a ser tan perdurable como el olor de las fresas o la frialdad del hielo: una función del hemisferio izquierdo, de algún modo enterrado debajo de la corteza, un cruce de señales que producía cada cerebro pero que solo unos pocos cerebros selectos presentaban a la conciencia, algo que no se había desprendido del todo en el curso de la evolución o tal vez la avanzadilla de exploradores de la siguiente fase mutante.

Edward, ciego al color y sinestésico al mismo tiempo, era un caso único. El aspecto, el sonido o la idea del número uno le hacía ver blanco. Los doses se bañaban en campos de azul. Cada número era un color, al modo en que la miel era dulce o el intervalo de una segunda menor era disonante. El problema surgía con los cincos y los nueves. Edward los llamaba «colores marcianos», tonalidades como ninguna que él hubiera visto jamás.

Al principio esta situación dejaba perplejos a los médicos. Tras varias pruebas se reveló la verdad: esos números eran rojo y verde. No el «rojo» y el «verde» que sus ojos veían y que su mente había aprendido a traducir, sino el rojo y el verde tal como aparecían en el cerebro de los ciegos al color, puras tonalidades mentales para las que Edward carecía de equivalentes visuales. Colores que sus ojos no podían detectar aparecían sin embargo en su corteza visual intacta, desencadenados por los números. Podía percibir los tonos gracias a la sinestesia, pero no podía verlos.

Años atrás Weber había relatado este caso, que concluía con unas pocas ideas sobre la habitación cerrada de la experiencia personal. En el mejor de los casos, los sentidos eran una metáfora. La neurociencia había resucitado a Demócrito: hablamos de amargo y dulce, de caliente y frío, pero no podemos hacer más que un pequeño y breve esbozo de las auténticas cualidades. Todo lo que podemos intercambiar son indicadores, morado, agudo, acre, de nuestras sensaciones privadas.

Pero años atrás esas ideas no habían sido para Weber más que escritura, sin aroma ni tono. Ahora las palabras volvían, ásperas y estrepitosas, surgiendo dondequiera que mirase: colores marcianos, tonalidades que sus ojos no podían ver, inundando su cerebro…

En agosto viajó a Sidney, invitado a una conferencia internacional sobre «Los orígenes de la conciencia humana». Había tenido sus problemas con los partidarios de la psicología evolutiva, una disciplina que tendía en exceso a explicarlo todo según módulos del pleistoceno, identificando características burdas y falsamente universales del comportamiento humano para explicar luego, con una tautología ex post facto, por qué fueron adaptaciones inevitables. ¿Por qué los machos son polígamos y las hembras monógamas? Todo se reducía a la economía relativa del esperma frente al óvulo. No era exactamente ciencia. Claro que tampoco podía decirse que lo fuera lo que él escribía.

Para Weber, gran parte de la conducta consciente no era tanto una adaptación como una exaptación. La pleitropía (un gen que da lugar a varios efectos no relacionados) complicaba los intentos de explicar las características por la selección independiente. Tenía serias dudas sobre la conveniencia de entrar en una sala llena de psicólogos evolutivos, pero la reunión le brindaba la oportunidad de dar una conferencia que no se habría atrevido a presentar en ningún otro lugar: una teoría sobre el motivo por el que los pacientes de agnosia digital (la incapacidad de nombrar el dedo que le tocaban o señalaban) a menudo también padecían discalculia, incapacidad matemática. No se esperaba que su conferencia aportara alguna novedad. Tan solo tenía que representar su papel, contar algunas buenas anécdotas y estrechar una infinidad de manos.

El vuelo desde Nueva York a Los Ángeles empezó mal, pues sus zapatos activaron los detectores de seguridad y le descubrieron un estuche con utensilios para el cuidado de las uñas que estúpidamente había metido en el equipaje de mano. Requirió cierto tiempo convencer a los guardianes de que era quien afirmaba ser. En Los Ángeles hizo transbordo al avión con destino a Sidney, que permaneció una hora ante la puerta de embarque antes de ser cancelado. El piloto culpó a una finísima resquebrajadura del grosor de un cabello en el parabrisas. Cuarenta personas en el avión: sin duda la resquebrajadura habría parecido mucho menor de haber sido cuatrocientas.

Weber desembarcó y se pasó ocho horas sentado en el aeropuerto de Los Ángeles, esperando a que le asignaran un nuevo vuelo. Cuando subió a bordo, había perdido por completo la noción del tiempo. En algún lugar en medio del Pacífico sufrió un ligero acceso de acúfenos con afectación de la vista. Cuando miraba a la izquierda, notaba un zumbido en los oídos, y cuando lo hacía a la derecha, el zumbido desaparecía. Pensó en cancelar su conferencia y regresar a Nueva York. El problema empeoró durante la cena y la película a bordo. Pero tras la película, merecedora de ser relegada al olvido, los síntomas se desvanecieron.

Era tan tarde cuando pasó por el control de pasaportes en Sidney, que hubo de ir directamente al lugar designado para las entrevistas, incluso antes de registrarse en el hotel. La primera entrevista se convirtió en un trivial perfil de personalidad. La segunda fue uno de esos desastres en los que el entrevistador desinformado quiso que Weber hablara de todo excepto de su trabajo. ¿Era cierto que la música clásica podía volver más inteligente a tu bebé? ¿Cuándo dispondríamos de fármacos para aumentar la cognición? Weber estaba tan afectado por el desfase horario que casi sufría alucinaciones. Oía que sus frases se volvían cada vez más largas y gramaticalmente incorrectas. Cuando el periodista australiano le preguntó si Norteamérica podía confiar de veras en salir vencedora en la guerra contra el terrorismo, su respuesta fue imprudente.

Aquella noche estaba demasiado cansado para poder dormir. El día siguiente era el de la conferencia. Deambuló por el cavernoso centro de convenciones, chocando con sillas y mesas de oficina. Todo el mundo le reconocía, pero la mayoría de los asistentes desviaban la vista cuando sus miradas se encontraban. Él, por su parte, reprimía el impulso de asignar un código de cinco dígitos del Manual diagnóstico y estadístico a todo el que se acercaba para estrecharle la mano. La multitud iba de una sala de conferencias a otra, susurrando y riendo, exhibiéndose, pavoneándose, desgranando alabanzas y sacando defectos, moviéndose como en rebaño, formando facciones, peleándose, maquinando derrocamientos. Weber vio a un hombre y una mujer de mediana edad que gritaron al verse, se abrazaron y se pusieron a charlar al unísono. Casi esperó ver cómo se despiojaban mutuamente y se comían los bichos. Los psicólogos evolutivos tenían por lo menos ese derecho. Criaturas más antiguas todavía nos habitaban, y jamás desaparecerían.

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