Ahora la conducta de Jess al teléfono era muy similar, solo que el Tetris había cedido el paso a las exploraciones del Hubble. Weber oía el sonido del ordenador en el otro extremo de la línea, la furtiva pulsación de las teclas. Debía de estar solicitando subvenciones o consultando online enormes bases de datos astronómicos. Jess permaneció algún tiempo en silencio. Finalmente, él le preguntó:
– ¿Qué tal va la búsqueda de planetas?
– Bien -respondió ella, y pulsó una tecla-. Tengo reserva para utilizar el telescopio Keck en agosto. Tratamos de complementar el método de velocidad radial con… No te interesa demasiado, ¿verdad?
– Claro que me interesa. ¿Aún no has encontrado alguno pequeño, cálido y con agua?
– No. Pero te prometo que podrás elegir entre media docena antes de que me concedan la plaza.
– ¿Has hecho todos los trámites necesarios para la promoción?
Ella suspiró.
– Claro que sí, papá.
Era una de las estrellas ascendentes entre los cosmólogos jóvenes, y él se preocupaba por su papeleo.
– ¿Qué tal funciona la nueva bomba de insulina?
– Oh, Dios mío. Me ha costado dos meses de salario, pero es la mejor inversión que he hecho en mi vida. Me ha cambiado la vida por completo. Me siento como una persona nueva.
– ¿De veras? Eso es fantástico. ¿Así que impide que te desplomes?
– No del todo. Zuul sigue manifestándose en mi interior de vez en cuando. Es un demonio pequeño y caprichoso. La semana pasada se presentó y se apoderó de mí en plena noche. La primera vez en mucho tiempo. Nos aterró a las dos.
«Di su nombre», deseó Weber en silencio. Pero Jess no lo hizo.
– Bueno, ¿y cómo está… Cleo?
– ¡Papá! -Parecía casi divertida. Él bendijo la pantalla llena de datos que desviaban su atención en el otro extremo de la línea-. ¿No te parece extraño que me preguntes por mi perra antes que por mi pareja?
– Bien -replicó él-. ¿Cómo está… tu pareja?
Profundo silencio desde California.
– Te has olvidado de su nombre, ¿verdad?
– Olvidado, no; digamos que se me ha extraviado momentáneamente. Pregúntame lo que quieras acerca de ella. Brookline, Massachusetts. Sagrada Cruz, Stanford, tesis sobre la aventura colonial francesa en el África subsahariana…
– Eso se llama «bloqueo», padre. Ocurre cuando te sientes inquieto o incómodo. Nunca te has acostumbrado, ¿verdad?
– ¿Acostumbrado a qué?
Una estúpida forma de ganar tiempo.
Jessica dejó de teclear. Estaba disfrutando de la situación.
– Ya lo sabes. Nunca te has acostumbrado a que tu hija se acueste con alguien del departamento de humanidades.
– Algunos de mis mejores amigos son humanistas.
– Nómbrame uno.
– Tu madre es humanista.
– Mi madre es la última de las santas paganas. Qué fuerza espiritual le has dado durante todos estos años…
– ¿Sabes, Jess? Está empezando a preocuparme de veras. Ya no se trata de nombres corrientes. Me sorprenden las anotaciones en mi agenda, de mi puño y letra.
– Recuerda lo que decías en uno de tus libros, papá. «Si te olvidas de dónde has dejado las llaves del coche, no te apures. Si te olvidas de qué son las llaves del coche, ve al médico.»
– ¿Eso he dicho?
Jess se echó a reír, con aquella risa suya, boba y alocada, de cuando tenía ocho años, que revelaba sus dientes salidos. Le llegó a lo más hondo.
– Además, si eso empeora, puedes conseguir los medicamentos más recientes y eficaces. Vosotros tenéis toda clase de cosas que aún no desveláis al público, ¿no es cierto? Memoria, concentración, rapidez, inteligencia: apuesto a que hay una píldora para todo. Me parece de lo más irritante que no probéis esas sustancias con vuestros seres queridos.
– Trátame bien -replicó él-. Nunca se sabe.
– Hablando de tu libro, Shawna me mostró una crítica de Harper's. -Shawna. No era de extrañar que no recordase su nombre-. ¿Sabes qué te digo? Al diablo con ese tipo -siguió diciendo su hija-. Es evidente que te tiene envidia, pura y simplemente. Yo no le daría mucha importancia.
Él se sintió un poco desconcertado. ¿Harper's? Se habían adelantado a la fecha de publicación. Sus editores debían de conocer la crítica desde hacía varios días. Nadie se la había mencionado.
– No lo haré -replicó.
– ¿Y pasarás un feliz día de cumpleaños? ¿Puedes hacer eso por mí?
– Claro que sí.
– Supongo que eso significa escribir una docena de páginas y descubrir un par de estados alterados de conciencia hasta ahora desconocidos. En otras personas, claro.
Weber se despidió de su hija, cerró el móvil y se lo metió en el bolsillo. Entonces se dirigió en bicicleta al centro comunal de Setauket, donde estaba la biblioteca Clark. Repasó rápidamente los titulares de los semanarios: bombas norteamericanas arrasan boda afgana. Reunión de urgencia de los altos cargos del Departamento de Seguridad. ¿Dónde había estado él cuando sucedía todo eso? Mientras pasaba las páginas del nuevo número de Harper's en su carpeta de duro plástico rojo, se sentía vagamente como un delincuente. Leer una crítica de su obra era obsceno. Como buscar su nombre en Google. Una sensación de ridículo le invadió al consultar el índice. Llevaba años escribiendo, con más éxito del que se había atrevido a imaginar. Escribía por la capacidad de penetración de la frase, para situar, en una extraña cadena, su verdad sorprendente. La manera en que el lector recibía sus relatos decía tanto sobre el relato del lector como sobre el relato en sí. De hecho, eso era realmente lo que sus libros exploraban: que no había un relato en sí. Ningún juicio final. Cualquier cosa que aquel crítico pudiera decir no era más que una parte de la red distribuida, señales que caían en cascada a través del frágil ecosistema. Solo le importaba lo que pensara su hija. La pareja de su hija. Shawna. Shawna. Habían leído la crítica, pero aún no habían visto el libro. Si Jess llegaba a abordar El país de la sorpresa (y él imaginaba que alguna vez lo haría), leería inevitablemente el libro que había creado aquella crítica en su mente. Era mejor conocer qué otros volúmenes flotaban ahora alrededor, surgidos del que él había escrito.
El título de la crítica saltó de la página, produciéndole una morbosa emoción: «Neurólogo en una cuba». El nombre del crítico no significaba nada para él. El artículo empezaba de una manera bastante respetuosa, pero al segundo párrafo se crispaba. Weber empezó a explorar, deteniéndose en los repudios evaluativos. La tesis, al final del segundo párrafo, era más condenatoria de lo que Jess le había dejado entrever:
En los últimos años, estimulada por el diagnóstico mediante la imagen y las nuevas tecnologías experimentales a nivel molecular, la investigación del cerebro ha dado un fenomenal salto adelante, cosa que no ha hecho el enfoque anecdótico, cada vez más exiguo, de Gerald Weber. En esta obra repite sus habituales y un tanto caricaturescos relatos, ocultándose tras una totalmente predecible aunque irrefutable petición de tolerancia hacia los diversos estados mentales, aunque sus relatos bordean la violación de la intimidad y la explotación de un espectáculo secundario… Ver cómo una personalidad tan respetada capitaliza una investigación a la que no reconoce y un sufrimiento que no siente resulta casi vergonzoso.
Weber siguió leyendo, desde citas fuera de contexto a burdas generalizaciones, desde errores de hecho hasta ataques ad hominem. ¿Cómo era posible que Jess se hubiera mostrado tan desapasionada al respecto? Según aquel artículo, su libro adolecía tanto de inexactitud científica como de periodismo irresponsable, el equivalente seudoempírico de la telerrealidad, y sacaba provecho de la moda imperante y del dolor. Se ocupaba de generalidades sin detalles, de hechos sin comprensión, de casos sin sentimiento individual.
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