La crítica del Times había aparecido poco antes de que partieran de Estados Unidos. Él la había leído durante el desayuno, mientras Sylvie le acuciaba para ir al aeropuerto.
– Llévatela -le dijo-. No pesa nada.
Él no quería llevársela. Iban a Italia. Las críticas no eran bien recibidas. Cuando llegaron a La Guardia, él la había reescrito mentalmente. Ya no podía decir lo que recordaba realmente de la reseña y lo que se inventaba. Sabía que frases enteras del Times procedían del artículo de Harper's. Sin duda cualquier lector que leyera ambas críticas vería el plagio.
Llamó a Cavanaugh desde el aeropuerto.
– No quería que te preocuparas por eso, Ger -le dijo su editor-. Estamos viviendo una época extraña en Norteamérica. Buscamos algo que atacar. El libro se vende bien. Y sabes que te espera un nuevo contrato, al margen de lo que suceda con esta obra.
Cuando llegaron a Roma, Weber estaba dispuesto a expatriarse. El enojo había cedido el paso a la duda: tal vez la crítica del Times no había sido copiada, sino que era tan solo una corroboración independiente. Esta idea le abatió tanto que perdió el deseo de hacer turismo. A la noche siguiente, en Siena, Sylvie y él discutieron. No fue una discusión, sino una pelea. Sylvie se estaba excediendo en su apoyo. Se negaba a aceptar ninguno de sus reparos.
– Podrían tener algo de razón -había observado Weber-. Según cómo se mire, podría considerarse que en estos libros utilizo las discapacidades del prójimo para obtener un provecho personal.
– Paparruchas. Has contado la situación de unas personas sobre las que no se cuenta nada. Has dejado que los normales sepan que la carpa es mucho más grande de lo que ellos creían. -Exactamente lo que él le decía que había estado haciendo durante todos aquellos años-. Estás cansado. Te afecta el desfase horario, ir de un lado a otro en un país extranjero. Es lógico que todo esto te altere un poco. Piensa que podría ser peor, que algún sicario de los Médicis podría apuñalarte por la espalda debido a tu arte. Vamos, hombre. Abbastanza. ¿Qué quieres hacer mañana?
Exactamente la pregunta que le preocupaba. Qué hacer mañana y pasado mañana. Otro libro de divulgación era inviable. Incluso la tarea de laboratorio le parecía poco sólida. Su equipo de investigación ya le trataba de un modo diferente; habían empezado a mostrarse impacientes con su estilo de baja tecnología campechanamente anecdótico, a evidenciar el imperioso deseo de una investigación más profunda, la atractiva especialidad del diagnóstico por la imagen que estaba poniendo al descubierto lo más recóndito del cerebro. Él no era más que un divulgador, y uno que, además, pertenecía al gremio de los explotadores.
Tras una semana de anhedonia, descubrió una sorprendente debilidad por los licores italianos con exóticas etiquetas del siglo XIX, como si fuera un nostálgico borrachín de segunda generación que regresara a la madre patria. No podía concentrarse en los edificios antiguos, ni siquiera en los de su amado estilo románico. A Sylvie no se le escapaba que su interés por las ciudades antiguas que visitaban era fingido, pero nunca se lo recriminaba. Siena, Florencia, San Gimignano: Weber hizo más de cien fotos, en su mayor parte de Sylvie ante lugares mundialmente célebres, docenas de ellas desde el mismo ángulo, como si tanto la mujer como los monumentos corrieran peligro de desaparición. Le estaba fastidiando las vacaciones, y se esforzaba por mostrarse animado. Pero al final la voluntariosa alegría de su marido hizo que ella se sentara en una polvorienta trattoria frente al Palazzo Pretorio de Prato y le sermoneara.
– Sé que te estás preparando para un suplicio cuando volvamos. Pero no hay ningún suplicio. No hay nadie contra quien luchar. No ha cambiado nada. Este libro es tan bueno como cualquier otro que hayas escrito. -Exactamente el peor de los temores que él tenía-. La gente lo leerá y hará lo que pueda con él, y escribirás otra cosa. ¡Por Dios! La mayoría de los escritores matarían por obtener la atención que estás recibiendo.
– No soy escritor -replicó él.
Pero tal vez, inadvertidamente, había abandonado también su profesión habitual.
De regreso en Roma, la última noche, él perdió el dominio de sí mismo. Estaban sentados en un café de la via Cavour. Ella le recordaba que aquella noche irían a tomar unas copas con una pareja flamenca que habían conocido.
– ¿Cuándo me dijiste eso?
– ¿Cuándo? -Ella suspiró-. Sordera al papel masculino. -Lo que otras esposas habrían llamado ensimismamiento- Vamos, querido. ¿Dónde estás?
Aunque sabía que era un error, él se lo dijo. No le había mencionado las críticas durante días.
– Me pregunto si realmente podrían ser acertadas.
Ella alzó las manos en el aire como una animadora ninja.
– ¡No sigas con eso! No están en lo cierto. No son más que trepadores profesionales.
La calma de su mujer le irritó. Empezó a decir cosas absurdas en fragmentos cada vez más incomprensibles. Finalmente se levantó de la mesa y se marchó. Idiota, necio: caminó al azar por la telaraña romana, mientras el sol se ponía y las serpenteantes calles le desorientaban. Regresó al hotel pasadas las once. La pareja flamenca se había ido mucho antes. Ni siquiera entonces ella le reprendió como se merecía. Se había casado con una mujer que, sencillamente, no comprendía el dramatismo. Aquella noche y en el vuelo de regreso al día siguiente, Sylvie le mostró la misma frialdad profesional con que trataba a los clientes más erráticos de Wayfinder.
Volvieron a casa intactos. Sylvie había tenido razón: no le esperaba ningún suplicio. Cavanaugh le llamó para darle cuenta de algunas críticas tranquilizadoras, cifras y ofertas de traducción. Pero Weber tenía que seguir con la promoción del libro hasta poco antes de que terminara el verano. Lecturas, entrevistas para la prensa, radio: más pruebas, si su equipo de investigación necesitaba alguna, de que un hombre no podía servir a dos amos.
Durante una lectura en la sala Cody's de Berkeley, un miembro del por lo demás respetable público le preguntó cómo reaccionaba a la insinuación de la prensa de que los relatos de sus casos clínicos personalizados violaban la ética profesional. La pregunta provocó un abucheo del público, pero con una emoción disimulada. Él vaciló al dar una respuesta que en otro tiempo habría sido automática: el cerebro no es una máquina ni un motor de coche ni un ordenador. Las descripciones puramente funcionales ocultan tanto como revelan. No es posible comprender el funcionamiento de un cerebro individual sin tener en cuenta la historia particular, las circunstancias, la personalidad: el conjunto de la persona, más allá de la suma de módulos locales y déficits localizados.
Un segundo oyente quiso saber si sus pacientes siempre le daban su plena aprobación. «Naturalmente», respondió él. Sí, pero, dados sus déficits, ¿comprendían siempre del todo lo que significaba esa aprobación? Weber dijo que la investigación cerebral había determinado que nadie podría jamás cuestionar a posteriori la comprensión de otro. Incluso mientras hablaba tenía la sensación de que se estaba incriminando. Hasta él mismo podía oír la flagrante contradicción.
Weber miró al público que estaba en pie a un lado de la abarrotada sala. Una atractiva mujer de mediana edad con un vestido de madrás sostenía una diminuta videocámara. Otros tenían grabadoras.
– Esto empieza a parecerse un poco al frenesí de los medios de comunicación *-comentó riendo.
La broma no llegaba en el momento oportuno. El público callaba, desconcertado. Por fin Weber cogió el ritmo y limitó los daños. Pero en la cola para que firmara ejemplares esperaron menos personas que la última vez que estuvo en la ciudad.
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