Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Una mañana de debates confirmó su impresión de que aquellos especialistas mostraban un respeto excesivo a un puñado de hábiles personas con dotes teatrales, algunas de las cuales no eran mayores que su hija. También esto era ciencia: las modas iban y venían; las teorías surgían y desaparecían por una serie de razones, no todas ellas científicas. Él no tenía más deseos de seguir el último grito que de mirar un partido de béisbol completo. Por una vez, pocas de las nuevas teorías podían ponerse a prueba. Pero era un campo susceptible de recibir subvenciones y con ciertas urgencias, y lo único que esperaban de él era que aportase al encuentro una nota entretenida. Algo que estaba al alcance de un cuentista caricaturesco.

A media tarde veía doble. Asistió a un prolongado coloquio sobre la fenomenología de la sinestesia. Escuchó una explicación sensoriomotora del origen de la lectura. Escuchó un acalorado debate entre cognitivistas y nuevos conductistas sobre la lesión orbitofrontal y los procesos emocionales. La única conferencia útil para él examinaba la neuroquímica del rasgo que realmente separaba a los seres humanos de las demás criaturas: el hastío.

Siguió una espantosa y multitudinaria cena durante la que sus compañeros de mesa, tres investigadores norteamericanos a los que conocía por su reputación, le echaron el cebo de las críticas negativas. ¿Era simple veleidad estadística o un cambio más significativo del gusto popular? Incluso la palabra «popular» parecía mordaz. Presionado, replicó: «Supongo que he disfrutado de la clase de atención que inevitablemente produce un contragolpe». Incluso mientras las pronunciaba, reparó en lo interesadas que eran estas palabras, unas palabras que ahora aquellos tres investigadores difundirían. Cuando él diera su charla, todos los asistentes a la conferencia se habrían enterado.

Uno de los organizadores del encuentro, un «psicoterapeuta holístico» de Washington, le presentó de una forma tan elogiosa que parecía una burla. Solo cuando Weber se colocó detrás del atril, en un momento en que Sidney insistía en que eran las ocho de la tarde, comprendió que la invitación podía haber sido una encerrona. Miró la pradera salpicada de rostros sonrientes y expectantes de una especie que cazaba en jaurías.

Detestaba las conferencias leídas. Normalmente hablaba a partir de un esquema, y lo hacía de una manera despreocupada y campechana. Pero aquella noche, al apartarse del guión, le invadió una sensación de vértigo. Se encontraba en lo alto de un gigantesco acantilado, azotado por el oleaje. Al fin y al cabo, ¿qué era la acrofobia, sino el deseo de saltar a medias reconocido? No se apartaba de la palabra impresa, pero bajo la luz de los focos y las jugarretas que le hacía su visión, se extraviaba una y otra vez. Mientras leía en voz alta, se dio cuenta de que lo hacía demasiado bajo. Se hallaba ante científicos, investigadores, y él les estaba haciendo unas descripciones de salón, les presentaba un material de sala de espera. Se esforzó por añadir unos detalles técnicos que se le escapaban incluso mientras los añadía.

La conferencia no fue un desastre total. Él las había sufrido peores. Pero no fue un discurso de apertura, no valía los honorarios que le pagaban. La mayoría de las preguntas que le hicieron estaban fuera de lugar. El grupo sentía pena por él al ver que ya estaba acabado. Alguien le preguntó si creía que el impulso narrativo podría haber precedido al lenguaje. La pregunta no tenía nada que ver con la charla que acababa de dar. En todo caso, parecía referirse a la acusación efectuada por el crítico de Harper's de que había desoído su verdadera vocación, de que, en lo más profundo de su ser, Gerald Weber era un fabulador.

Durante la recepción posterior no tuvo que sufrir más humillaciones. La penosa experiencia le había provocado un hambre voraz, pocas horas después de la cena, pero en la recepción no había más que Shiraz y grasientos cuadrados de arenque sobre galletas saladas. Todos los asistentes desarrollaron el síndrome de Klüver-Bucy: se metían cosas en la boca como bebés, se comportaban de una manera demasiado maníaca, intercambiándose sílabas maulladas y haciendo proposiciones a todo lo que se moviera.

No regresó al hotel hasta pasada la medianoche. No estaba seguro de poder telefonear a Sylvie. Ni siquiera era capaz de calcular la diferencia horaria. Yació despierto, pensando en las respuestas que debería haber dado y viendo las grietas del techo como sinapsis inmovilizadas. En algún momento, pasadas las tres de la madrugada, se le ocurrió pensar que él mismo podría ser un caso clínico detallado, la descripción de una personalidad realizada de una manera tan minuciosa que solo creía ser autónoma…

De noche, el cerebro se vuelve extraño a sí mismo. Él conocía la bioquímica precisa detrás del llamado «síndrome de exacerbación nocturna», la intensa exageración de los síntomas clínicos durante las horas de oscuridad. Pero conocer la bioquímica no la anulaba. Finalmente, debía de haberse dormido, porque se despertó de un sueño en el que la gente se lanzaba como proyectiles en una gran extensión de agua, de la que emergía como protoformas fundidas. El sueño: esa solución de compromiso para acomodar el tronco encefálico vestigial. Le despertó el sonido del teléfono, una llamada despertadora que no recordaba haber solicitado. Aún estaba oscuro. Disponía de treinta minutos para ducharse, desayunar y cruzar la ciudad hasta los estudios de televisión para aparecer en directo en un noticiario matinal. Cinco minutos de televisión a la hora del desayuno, algo que había hecho una docena de veces con anterioridad. Llegó a los estudios con la mente todavía en el hotel. Lo llevaron a la sección de maquillaje y lo empolvaron. Se quitó las gafas, y no por vanidad, sino porque bajo los focos del plato las gafas se convertían en espejos. Se encontró con el editor del programa, que le dio instrucciones utilizando notas fotocopiadas y páginas de Internet impresas. La crítica de Harper's asomaba entre las hojas. El editor parecía estar hablando de un libro escrito por otro.

Weber se sentó en el estrecho camerino, y miró un minúsculo monitor mientras el invitado que le precedía se esforzaba por parecer natural. Entonces llegó su turno. Le condujeron a un plato rodeado de elementos tecnológicos y con un reluciente mobiliario de sala de estar. Alrededor del sofá, una pequeña batería de cámaras avanzaba y retrocedía. Sin las gafas puestas, el mundo era para Weber como un cuadro de Monet. Le hicieron sentarse al lado del comentarista, quien miraba lo que parecía ser una mesita baja, pero que en realidad era un teleprompter. Junto a aquel hombre había una mujer: la esposa simbólica. La mujer le presentó, tergiversando varios datos. La primera pregunta surgió de ninguna parte.

– Gerald Weber. Ha escrito usted acerca de muchas personas que padecen numerosos trastornos extraordinarios. Personas convencidas de que lo caliente está frío y que lo negro es blanco. Personas que se creen capaces de ver cuando no es así. Personas para las que el tiempo se ha detenido. Personas con la creencia de que ciertas partes de su cuerpo pertenecen a otro. ¿Podría contarnos el caso más extraño con que se haya encontrado?

Un espectáculo de fenómenos de feria, desplegándose ante millones de ciudadanos que desayunaban con la tele encendida. Quería pedirle a aquella mujer que volviera a empezar. Los segundos transcurrían, cada uno de ellos tan inmenso, blanco y helado como Groenlandia. Él abría la boca para hablar y descubría que su lengua estaba pegada a la parte posterior de los incisivos. No podía salivar ni humedecerse la seca y paralizada oquedad de la garganta. Los telespectadores australianos debían de pensar que estaba chupando una tuerca de rueda de automóvil.

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