Karin acertó a oírle.
– ¿Principiante? ¿No te acuerdas de que siempre jugabas a esto con mamá, de pequeños?
Él se mofó de semejante idiotez.
– ¿Siempre jugaba? ¿Con mamá de pequeña?
– Ya sabes a qué me refiero. Usabais hojas de Sellos Verdes *sin ningún valor.
Mark alzó la cabeza de las cartas para reírse con sorna.
– Mi madre no jugaba al cribbage. Jugar a cartas era cosa del diablo.
– Eso fue más tarde, Mark. Cuando éramos pequeños, ella aún era adicta a las cartas. ¿No te acuerdas? Eh, préstame atención.
– Jugando a las cartas. Con mi madre. Mi madre de pequeña.
Tres meses… no, treinta años de frustración espesaron la atmósfera a su alrededor.
– ¡Por el amor de Dios! No seas tan tarugo.
Karin escuchó el eco, avergonzada de sí misma. Sus ojos buscaron los de Barbara, tratando de ofrecerle como excusa tácita un acceso de enajenación transitoria. Barbara miró a Mark, pero este se limitó a echar la cabeza atrás y soltar una risotada.
– Tarugo. ¿De dónde has sacado eso? Mi hermana también me llamaba así.
Nada le ponía nervioso mientras Barbara estuviese allí. Poco a poco, consiguió que volviera a leer. La enfermera se las ingenió para que eligiera un libro que se había negado a leer cuando tuvo que hacerlo como trabajo escolar en secundaria. Mi Antonia.
– Una historia muy sexy -le aseguró-. Trata de un muchacho campesino de Nebraska al que le pone cachondo una mujer mayor.
Logró leer cincuenta páginas, aunque invirtió en ello dos semanas. Sintiéndose traicionado, se enfrentó a Barbara.
– No trata en absoluto de lo que me has dicho, sino de inmigrantes, granjeros, sequía y mierda.
– Eso también -admitió ella.
Siguió leyendo, para no desbaratar el esfuerzo ya realizado, pese a la pérdida de tiempo. El final del libro le dejó confuso.
– ¿Quieres decir que él vuelve, cuando los dos están casados y ella tiene todos esos jodidos críos, solo para estar por ahí cerca? ¿Solo para ser su amigo o algo por el estilo? ¿Solo por lo que sucedió cuando eran pequeños?
Barbara asintió, los ojos velados. Mark tendió la mano para consolarla.
– El mejor libro anticuado que he leído jamás. Aunque no lo he entendido del todo.
Barbara le llevaba a dar largos paseos bajo el sol veraniego. Deambulaban, la boca seca y la piel sudorosa, el áspero julio amenazando con no terminar jamás, sin nada que hacer salvo aguantar y seguir paseando. Pasaban horas recorriendo los brillantes trigales, como inspectores del departamento de agricultura responsables de controlar la cosecha de la zona. En esos paseos les acompañaba la perra, Blackie Dos.
– Este chucho es casi tan bueno como el mío -afirmó Mark-. Solo un poco menos obediente.
De vez en cuando permitía que Karin fuera con ellos, si se mantenía callada.
Barbara podía escuchar la cháchara de Mark sobre coches construidos según las especificaciones del cliente mucho después de que Karin estuviera completamente aburrida.
– Nunca puedo dejar un coche tal como viene de serie -dijo Mark, y se embarcó en una amplia anatomía del vehículo que estaba construyendo en su cabeza: Rams, Bigfoots y Broncos ensamblados en un monstruo híbrido.
Karin, dejada de lado e invisible, cincuenta metros detrás de ellos, estudiaba la técnica de aquella mujer. Barbara absorbía y dirigía a Mark para hacerle hablar. Escuchaba, arrobada, al joven que recitaba listas de piezas de automóvil, y entonces alzaba un dedo, como de pasada: «¿Has oído? ¿Qué era ese sonido?». Sin que él se percatara, le hacía escuchar los coros de cigarras a los que no había prestado atención desde los quince años. Barbara Gillespie tenía una habilidad asombrosa, un aplomo que Karin podía diseccionar e incluso imitar durante breves períodos, pero que no podía confiar en poseer jamás. La entristecía ver en Barbara lo que ella finalmente quería ser cuando madurase. Pero no tenía más posibilidades de convertirse en Barbara de las que tenía una luciérnaga de convertirse en un faro gracias a su diligencia. El lugar que aquella mujer ocupaba ahora en la vida de su hermano era más importante que el suyo.
Mark podía hacer cualquier cosa por su muñeca Barbie. Un día, al atardecer, Karin los encontró sentados a la mesa de la cocina con las cabezas inclinadas sobre un libro de arte, con el mismo aspecto de Joan Schluter y el último pastor que tuvo examinando las Escrituras. El libro se titulaba Guía para ciegos: 100 artistas que nos dieron nuevos ojos. Algún volumen del estante secreto y sorprendente de Barbara. Karin se acercó a ellos por detrás, temerosa de que Mark pudiera enojarse y expulsarla. Pero él ni siquiera se percató de su presencia. Estaba hipnotizado por la pintura de Cézanne Casa y árboles. Los dedos de Barbara recorrían la imagen, hermanándose con los troncos. Mark contemplaba la página, siguiendo las marcas dejadas por la espátula. Luchaba con la imagen, un forcejeo que surgía de su interior. Karin vio enseguida qué era aquello con lo que se debatía: la vieja granja familiar, el refugio contra los años precarios de su infancia, la casa cuya hipoteca su padre trató de pagar fumigando campos en una antigua avioneta Grumman AgCat. Ella no pudo contenerse.
– Sabes dónde se encuentra eso, ¿verdad?
Mark se volvió hacia ella, como un oso sorprendido mientras busca algo de comer.
– No está en ninguna parte. -Señaló su cabeza con bruscos gestos-. Una puñetera fantasía, es ahí donde está.
Karin retrocedió, estremecida. Él podría haberse levantado para abofetearla de no ser porque Barbara le sujetaba el brazo. El contacto cerró un circuito, y él volvió a concentrarse en la lámina, mientras su enojo se desvanecía. Tomó el libro y pasó las páginas con el dedo índice, como si fuese un folioscopio, quinientos años de obras maestras de la pintura en cinco segundos.
– ¿Quién ha hecho todos estos cuadros? Quiero decir, ¡mira esto! ¿Cuándo empezaron a hacerlo? ¿Dónde he estado durante toda mi vida?
Transcurrieron unos minutos antes de que Karin dejara de temblar. Cierta vez, ocho años atrás, él le partió el labio de un revés cuando ella le llamó gilipollas indigno de confianza. Ahora podría hacerle auténtico daño, y sin saberlo siquiera. Se quedaría como estaba para siempre, incluso más trastornado de lo que estuvo su padre, incapaz de conservar empleos, mirando documentales sobre la naturaleza y hojeando libros de arte, reaccionando al más pequeño contratiempo con accesos de furia. Y luego se daría la vuelta, perplejo, como si no pudiera creer del todo lo que acababa de hacer.
Karin se sentía desgarrada: dependería de ella para siempre. Y seguiría fallándole, de la misma manera que no supo proteger a sus padres de sus propios y peores impulsos. Sus atenciones incluso empeoraban más a Mark. Ella necesitaba que él fuese de una manera que nunca volvería a ser, una manera que ella ya no estaba segura de que jamás hubiera sido. No tenía fuerzas para enfrentarse a su nueva y apabullante inocencia. Se sentó en una silla plegable. El arco de su propia vida ya no conducía a ninguna parte. Los años futuros se derrumbaban, enterrándola bajo su peso muerto. Entonces el contacto de unos dedos en su antebrazo la hicieron volver en sí.
Miró a Barbara, un rostro que parecía ecuánime ante cualquier conducta. La mujer retiró su mano del brazo de Karin y siguió guiando a Mark por las páginas del libro tranquilizador. Parecía conocer los nombres de todos los pintores, sin mirar siquiera los pies de las ilustraciones. ¿Prodigaba los mismos cuidados a todos sus pacientes a los que habían dado el alta? ¿Por qué había elegido a los Schluter? Karin no se atrevía a preguntárselo. Las visitas no podían durar mucho más. Pero allí estaba Barbara, sentada a la mesa de la cocina de Mark, haciéndole compañía en su ceguera.
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