Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Bonnie acudió nada más salir del trabajo en la Arcada de River Road, todavía con el sombrero de pionera y un vestido de algodón que le llegaba a los tobillos. Estaba a punto de entrar en el baño y cambiarse de ropa cuando Mark la detuvo.

– ¡Eh! ¿Por qué no te quedas así? Me gustas vestida de esta manera. -Señaló el corpiño de algodón estampado-. Ya nadie se viste así. Lo echo de menos.

Ella parecía un diorama de museo capaz de reír.

– ¿Qué quiere decir eso de que lo echas de menos?

– Ya sabes: los viejos tiempos, las cosas típicas de Norteamérica. Tiene su encanto. Me relaja.

A pesar de las obscenidades de que era objeto por parte de Rupp y Cain, Bonnie siguió con el disfraz y en la cocina se reunió con Karin, que llevaba pantalones cortos y el ombligo al aire, para preparar el improvisado festín. tejanos, camuflaje para cazar patos, camisetas con inscripciones y un falso sombrero de algodón estampado: dos siglos y cuarto de la historia de Norteamérica.

– ¿Dónde está tu amigo? -le preguntó Bonnie a Karin.

– ¿Qué amigo? -inquirió Mark desde el patio.

Karin sintió deseos de retorcer el cuello que emergía del algodón estampado con volantes.

– Está en casa. Es… -Movió la mano, señalando vagamente el sistema estereofónico, las masas corales de las marchas de Sousa-. Detesta los destiles militares. No soporta las explosiones.

– ¿Qué amigo? -Mark, al otro lado de la ventana, aplicó la cara a la tela metálica del mosquitero-. ¿De quién estáis hablando?

– ¿Te estás tirando a alguien? -le preguntó Rupp, con cortés interés.

Duane saboreó la inusual sensación de la primicia.

– No es nada nuevo, Gus. Se ha arrejuntado con Riegel. ¿En qué país habéis vivido, tíos?

– ¿Danny Riegel? ¿El chico de los pájaros? ¿Otra vez? -Rupp brindó por Karin con una lata de cerveza-. Eso no tiene precio. ¿Por qué no lo vi venir? Quiero decir, ¿vuelta a lo mismo? La migración anual.

Duane se rió disimuladamente.

– Ese tío salvará al planeta algún día.

– Más de lo que tú harás en toda tu vida por salvarlo -le reprendió Bonnie.

Karin observó a Mark a través del mosquitero de la cocina. Había vuelto a sentarse en el patio y se aplicaba un cubito de hielo a la frente. Trataba de ubicar el nombre, encajando el largo pasado en los cinco segundos de fugaz presente en que ahora habitaba. Alguien pretendía ser su hermana y vivía con un muchacho que, en otra vida, había sido su compañero inseparable y que también había estado liado con su verdadera hermana. Era imposible conjuntarlo. ¿Cuántas vidas tenía que explicarse uno en esta vida?

Durante la comida, los muchachos decidieron dónde atacaría primero Estados Unidos. Duane y Mark propusieron varios países, y Tommy calculó el grado de dificultad con que se invadiría cada uno de ellos. Bonnie -un daguerrotipo coloreado con un bistec de doscientos gramos en un plato de papel en equilibrio sobre una rodilla- escuchaba, como si fuese un discurso que tuviera que memorizar para su trabajo en la Arcada.

– ¿No te dan pena a veces esos extranjeros?

– Bueno… -dijo Rupp en tono dubitativo-. No es que sean unos ingenuos.

– El reverendo Billy dice que eso de Irak ya lo predice la Biblia -intervino Bonnie-. Ha de ocurrir algo así, antes del final.

Karin observó que cada bomba caída podría crear más terroristas.

– Cielos. -Mark sacudió la cabeza-. Eres incluso más traidora que mi hermana. ¡Empiezo a pensar que no tienes ninguna afiliación con el gobierno!

Cansados del Coro del Tabernáculo Mormón, lo sustituyeron por un rock country cristiano profundamente positivo. Grupos de vecinos, acampados alrededor de sus comidas al aire libre, se llamaban unos a otros, deseándose una buena fiesta. El sol se puso, aparecieron los insectos y los primeros e inseguros brotes de fuegos artificiales probaron la oscuridad. La primera celebración del Día de la Independencia desde los ataques, y los proyectiles coloreados que estallaban con indolencia daban una sensación de impotencia y desafío. Tommy Rupp lanzó una docena de «Cabezas de Terror Detonadoras» que había adquirido en un puesto junto a la carretera cerca de Plattsmouth: unas figuras coloreadas de Saddam Hussein y Bin Laden que ascendían silbando y estallaban en serpentinas de chispas.

Karin miró a su hermano a la luz de los fuegos de artificio. Dirigía los ojos al cielo, se estremecía a cada explosión y entonces se reía socarronamente de su propio estremecimiento. Su rostro pasaba del verde al azul y al rojo, y tenía la boca abierta, con la misma expresión de asombro de todos los habitantes de Farview ante aquellas andanadas de luz que ya no podían permitirse, pero de las que no podían prescindir. Le vio volver la cabeza, tratando de llamar la atención de sus amigos, buscando una confirmación que ninguno de ellos podía darle. Bajo un inmenso crisantemo que caía, se volvió y descubrió que ella le estaba mirando. Y breve como ese destello, como el encuentro de sus ojos, fue la levísima señal de parentesco que él emitió: «También tú estás perdida aquí, ¿verdad?».

* * *

La vida de Weber empezó a cambiar de dirección a fines de julio. Cuando unos chirridos quejumbrosos surgieron de un montón de ropa suya, pensó que se trataba de un animal. Primero los esfuerzos de Sylvie por expulsar del desván a una familia de mapaches, ahora una plaga de langostas en la vivienda. Solo la regularidad de los chirridos le recordó el teléfono móvil. Sacó el aparato escondido y se lo llevó a la oreja.

– ¿Diga?

– Hola, papá. Te llamo para desearte lo mejor en tu día.

– ¡Vaya, Jess! ¡Eres tú!

Su hija, en su aguilera astronómica del sur de California, le deseaba un feliz cumpleaños: cincuenta y seis. Fuera cual fuese el distanciamiento entre ellos, Jessica siempre observaba las formas. Cada Navidad viajaba al este y pasaba tres o cuatro días con la familia. Los días del padre y de la madre les enviaba chucherías, películas y música, vanos intentos de educar a sus padres en la cultura popular. Incluso se acordaba de su aniversario de boda, algo que jamás hacía ningún hijo que se preciara. Y los llamaba sin falta el día de su cumpleaños, por muy titubeante que se mostrara al hablarles.

– Pareces sorprendido. ¿No sabes que tienes identificador de llamadas en la pantalla?

– Vade retro. Además, ¿cómo sabes con qué teléfono te hablo?

– Eso ya es flatulencia cerebral, papá.

– Bueno, olvídalo. De todos modos, ¿cómo es que me llamas a este móvil?

Como de costumbre, estaba metiendo la pata.

– He pensado que te gustaría recibir una felicitación de cumpleaños por parte de tu hija.

– Supongo que aún no estoy acostumbrado a este tono de llamada.

– ¿No lo utilizas? ¿Lamentas que te lo consiguiera?

– Sí que lo uso, para llamar a tu madre cuando estoy de viaje.

– Si no te gusta, puedes devolverlo, papá.

– ¿Quién ha dicho que no me gusta?

– Dile a mamá que lo devuelva. Ella sabe manejarse en el mundo de las compras y las devoluciones.

– Me gusta. Es práctico.

– Muy bien. Escucha. Te lo digo ahora para que no te ofusques cuando llegue el momento. Estoy pensando en regalarte un reproductor de DVD por Navidad.

– ¿Qué tienen de malo las cintas?

Su hija se rió por lo bajo.

– Bueno, ¿cuántos cumples?

– Lo siento, pero he dejado de contarlos.

El mero sonido de sus voces hacía que retornaran uno a la treintena y la otra a sus trece años.

Jess nunca había sido una gran conversadora. Prefería los números. Pero le gustaba el teléfono, una tecnología indiscutiblemente limpia. En su adolescencia pasó por la obligatoria etapa telefónica: largas y casi silenciosas sesiones con su amiga Gayle mientras ella jugaba al Tetris y Gayle miraba la televisión por cable, un medio que los Weber habían conseguido eludir. Las chicas permanecían colgadas al aparato sin apenas hablar durante horas seguidas, tan solo puntuadas por la información que Jess daba de vez en cuando sobre sus altas puntuaciones o por los interrogantes sobre las sinopsis argumentales de Gayle: «¿La está besando? ¿Dónde? ¿Por qué?». Sylvie intervenía cada media hora, insistiendo: «A ver, chicas, o empezáis a hablar o colgáis».

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