El doctor Hayes se llevó los dedos índices a los labios.
– No hay nada más que resulte aconsejable. Recuerde que esto no es para nosotros, sino para su hermano.
Ella se puso en pie y estrechó la mano del neurólogo, diciéndose: «¿El hermano de quién?». En la recepción, confirmó el día y la hora de la cita de Mark con la doctora Tower.
* * *
Karin llegó a una tregua con Rupp y Cain. Fueran cuales fuesen los pecados que habían cometido contra su hermano, ella no podía permitirse ir a la guerra. No había nadie más a quien recurrir. Alguien tenía que echar una mano para cuidar de Mark, sobre todo por la noche, cuando el muchacho lo pasaba peor. Ella había perdido el derecho a ir y venir libremente. Una de aquellas noches difíciles, se ofreció voluntaria para quedarse en la habitación de los invitados. Su hermano la miró con una expresión tan feroz que ella, asustada, se apresuró a volver a casa de Daniel. Al día siguiente, Karin llamó a Tommy Rupp, el cerebro, a falta de un término mejor, del trío de amigos. Con Rupp podía tratar por teléfono. Lo que fuese, con tal de no tener que mirarle.
Él le mostró una amabilidad sorprendente, e improvisó un turno rotatorio para mantener a Mark continuamente vigilado. La perspectiva de cuidarle le satisfacía.
– Como en los viejos tiempos -le dijo-. No dudará un momento en aceptar que nos quedemos con él.
– Eso es lo que temo. Os pido por favor que no le deis ninguna droga. Ni se os ocurra, estando como está.
Tommy se rió entre dientes.
– ¿Que no le demos…? ¿Por quién nos tomas? No somos unos monstruos.
Según la actual teoría neurológica, todo el mundo es un monstruo.
El recuerdo humillante se interponía entre ellos, intacto. Años atrás, una noche a fines de septiembre, Karin y Rupp pasaron a mayores por pura diversión en el porche frontal de la casa familiar de ella, mientras Mark, Joan y Cappy Schluter dormían en el piso de arriba. Ella cursaba el último año de universidad, mientras que Rupp acababa de terminar el instituto. Fue casi como corromper a un menor. Y, desde luego, ella le corrompió aquella noche, arrancando al muchacho ahogados gritos de incredulidad que amenazaban con despertar a toda la casa y ocasionar la muerte de los dos. Ella no había llegado a dilucidar por qué inició aquel único intento de diversión. Curiosidad. Mera excitación: la peor de las posibles transgresiones. Tal vez arrastrar al amigo de su hermano detrás del columpio del porche, en una noche de septiembre seca, fresca y negra como boca de lobo, y realizar allí el acto animal le proporcionaba cierto poder. Tom Rupp ejercía una influencia poco natural sobre Mark. Incluso a los dieciocho años: demasiado impasible para mostrar el menor deseo. Participó pasivamente. No importaba, ella aportó la actividad necesaria. Solo después Karin comprendió hasta qué punto había dado poder al muchacho.
Pero él nunca se lo dijo a Mark. Ella lo habría sabido; Mark la habría rechazado nueve años atrás. Rupp jamás mencionó lo ocurrido. De buen grado habría aceptado repetirlo en cualquier momento, pero de ninguna manera se rebajaría a pedirlo. Ella percibía cómo él se lo planteaba en el modo en que merodeaba a su alrededor, la misma pregunta insistente cerniéndose detrás de su cabeza cada vez que su camino se cruzaba con el de Tom Rupp: «¿Aquella chica está todavía ahí?».
En aquel entonces el peligro la había atraído. Y, por lo que respectaba al peligro, Tom Rupp era la Gran Esperanza Blanca del equipo Bearcats del instituto de Kearney. A los trece años de edad, recorrió en autostop los doscientos kilómetros hasta Lincoln y se coló en el Farm Aid III, *de donde volvió con las huellas dactilares de John Mellencamp en una botella de ron Myers, cosa que dejó estupefactos a sus amigos. A los quince años, robó las cuatro banderas (municipal, estatal, nacional y de los POW-MIA), ** que ondeaban ante el Edificio Municipal de la calle Veintidós con las que decoró su habitación. Todo el mundo en la ciudad sabía quién se las había llevado excepto la policía. Había practicado lucha y, cuando estudiaba el segundo curso, antes de abandonar los deportes organizados por considerarlos «un campo de entrenamiento de gays en potencia», quedó quinto en la competición estatal en la categoría de setenta kilos. Mark -que durante años se había esforzado por hacerse un nombre como defensa de fútbol americano y, aunque daba el callo, era torpe y tenía un rendimiento mediocre- secundó aliviado a su amigo.
Rupp adiestró a Mark, citando de una manera inquietante a los clásicos de los que se alimentaba en un régimen estricto y autodidacta. «¡Guárdate de los buenos y los justos! De buen grado crucifican a quienes idean su propia virtud. Odian a los solitarios.» Mark no siempre le entendía, pero nunca dejaba de admirar la dicción de su amigo.
En el último curso eligieron a Duane Cain como su adlátere multiuso. Cain ya se había ganado una sentencia de dieciocho meses suspendida por creerse la primera persona a la que se le ocurría una manera infalible de defraudar a una compañía de seguros. Los tres se hicieron inseparables. Dedicaban semanas a reconstruir cualquier motor de combustión interna que permaneciera quieto el tiempo suficiente para que ellos lo despedazaran. Estaban en guerra perpetua con las demás camarillas de la escuela. Duane los dirigía en ataques nocturnos que conllevaban ese antiguo gesto de desprecio de los norteamericanos nativos, dejando una caliente y enroscada tarjeta de visita bien visible en el jardín ante la fachada del enemigo.
Se matricularon juntos en la Universidad de Nebraska en Kearney. Rupp terminó la carrera en cuatro años, mientras que Mark y Duane cursaron cuatro años entre los dos. Rupp aprovechó una «oportunidad en telecomunicaciones» en Omaha y abandonó a Duane y Mark, que se dedicaron a trabajar como operarios de una empresa de mudanzas y a leer contadores del gas. Ocho meses después, Rupp estaba de regreso en la ciudad, sin dar explicaciones pero con un plan a largo plazo para promover los destinos profesionales de los tres. Consiguió trabajo en la planta envasadora de Lexington, donde estuvo primero en la sección que realizaba las operaciones posteriores al envasado y entonces pasó al matadero, con un aumento de tres dólares más por hora. En cuanto tuvo cierta veteranía, consiguió empleos para sus dos amigos. Duane se unió al fabuloso y ya experto Rupp en el matadero, pero Mark no podía soportar aquella carnicería, y no digamos el olor, así que se alegró de que le destinaran a mantenimiento y reparación de la maquinaria, y en tres años ahorró el dinero suficiente para el pago inicial de la Homestar.
Tommy Rupp era el único del trío con ambiciones. La Guardia Nacional de Nebraska le ofreció unos ingresos complementarios y hasta le prometió aportar las tres cuartas partes de la matrícula si reanudaba sus estudios. Y todo ello por una sola semana de trabajo al mes. Una tarea que no requería ningún esfuerzo mental. Intentó que sus amigos hicieran lo mismo. Un buen sueldo y un servicio patriótico en el que estaban integrados ambos sexos: el mejor trato legal que cualquiera brindaría a unos tipos como ellos. Pero Duane y Mark prefirieron esperar a ver.
Rupp se alistó en julio de 2001 como MOS 63B: *mecánico de vehículos ligeros, que, en cualquier caso, era lo que le encantaba hacer durante los fines de semana. El 167 de Caballería. Trataron de gasearlo durante el adiestramiento básico, y tenía el recuerdo de la cinta de vídeo conmemorativa para demostrarlo: saliendo de la cámara de gas donde se hacían las pruebas, reptando fuera de la habitación herméticamente cerrada y llena de clorobenzalmalononitrilo donde a él y a otros veinticinco reclutas se les había ordenado que se quitaran las máscaras antigás. Duane Cain echó un vistazo a la cinta (Rupp el Hombre de Hierro arrodillándose en el suelo, ahogándose y vomitando) y llegó a la conclusión de que el servicio nacional no figuraba en su futuro previsible. El vídeo también asustó a Mark. Nunca le había hecho ninguna gracia la inhalación de gases tóxicos.
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