Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Llegó septiembre, y más tarde los ataques. Junto con el resto del mundo, el trío estuvo pendiente de la locura reproducida interminablemente, a cámara lenta, cinemática. Desde las Llanuras Centrales, Nueva York era una columna de humo negro en el lejano horizonte. Las tropas estaban protegiendo el puente Golden Gate. Comenzó a aparecer ántrax en los azucareros de la nación. Empezaron a caer las bombas en Afganistán. Un locutor de televisión de Omaha declaró: «Es la hora de la venganza», y a lo largo del río el asentimiento fue glacial y unánime.

Rupp lo consideraba mera defensa propia. Pronto empezó a dar una explicación que repetiría a menudo, la de que Estados Unidos no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que cualquier comando fanático que soñara con setenta y dos vírgenes extendiera el virus de la viruela por el país mientras dormía. Los terroristas no iban a detenerse hasta que todo el mundo fuera como ellos. Duane se inquietó por el futuro de Tommy. Pero Rupp se mostraba filosófico. La libertad no era gratis. Además, el ejército no tenía ningún objetivo contra el que enviar a la Guardia.

En invierno Estados Unidos empezó a atacar objetivos en todas partes. El tiempo de servicio de Rupp aumentó, y a varios de sus compañeros los enviaron a Fort Riley, en Kansas. El 3 de febrero, poco después de que el presidente pronunciara su discurso sobre el estado de la Unión, en el que manifestó su decisión de perseguir al enemigo, y de que Washington perdiera el rastro de Bin Laden, Mark le dijo a Rupp que había cambiado de idea. Quería alistarse, a pesar del clorobenzalmalononitrilo. Rupp recibió la noticia con el alborozo de un distribuidor de venta directa que tiene derecho a una tajada. Juntos se encaminaron al centro de reclutamiento, y Mark entregó su solicitud. MOS 63G: reparador de sistemas de combustible y eléctricos. No estaba seguro de aprobar el examen, pero supuso que no sería más difícil que el que había hecho en la planta envasadora. Firmó una declaración de intenciones, y lo celebró con Rupp disparando proyectiles del calibre 22 contra latas colocadas sobre los postes de un vallado en el campo durante un par de horas. Aquella noche llamó a Karin y habló con ella arrastrando las palabras. Se lo contó todo. Parecía diferente, su voz sonaba más ufana y más serena de lo que ella le había oído en mucho tiempo. Como si ya fuese un soldado. Un orgullo para el país.

Ella le pidió que no siguiera adelante. Mark se rió de sus temores.

– ¿Quién va a proteger tu estilo de vida, si no soy yo? Ojalá me hubiera alistado antes. Está tan claro… Puedo hacerlo. ¿Recuerdas a nuestros padres? -Ella respondió que sí-. Los dos murieron convencidos de que era un vago. Tú no crees eso, ¿verdad?

Él se había alistado por ella. Karin le dijo que lo dejara, que se amparase en la cláusula de rescisión antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas. Pero al oírse a sí misma destruyendo el único intento de Mark para adquirir autoestima, se echó atrás. Y tal vez él tuviera razón. Quizá también ella tenía que pagar por el privilegio. Dos semanas después, estaba boca abajo dentro de su camioneta volcada, en la cuneta de una carretera helada, y su etapa de servicio patriótico había terminado.

Karin se puso en contacto con los oficiales de reclutamiento de la Guardia mientras Mark estaba ingresado todavía en el Buen Samaritano. Intentó librar a Mark por completo de su compromiso, pero todo lo que pudo conseguir fue una exención temporal por motivos médicos, sometida a revisión. Una incertidumbre más cernida sobre su cabeza. Al cabo de cierto tiempo, la idea de la seguridad le parecía un puñetazo a traición. La Guardia reclamaría a Mark, si lo consideraban apto para el servicio. Entretanto, Rupp se entrenaba por todos ellos. Duane le prestó su apoyo moral poniéndose una camiseta con la inscripción «Los marines buscan algunas mujeres buenas», junto con la imagen estampada ilustrativa.

Pero Duane sí ayudó a Rupp y Bonnie a proteger la Homestar. Karin observaba, desde tan cerca como Mark le permitía. Mark disfrutaba de la compañía, nunca se preguntaba por qué su celebración de la vuelta a casa se prolongaba durante semanas. Mientras los invitados siguieran allí y el frigorífico estuviera siempre lleno, parecía dispuesto a vivir al día y no pensar en el mañana.

Karin se mantenía al margen y apelaba al peculiar sentido del deber de Rupp.

– ¿Le vigilarás cuando fume? Lleva meses sin hacerlo. Me aterra que se olvide de lo que está haciendo e incendie la casa.

– Vamos, relájate. Salvo por unas pocas teorías extrañas, Mark ha vuelto a la normalidad.

Ella no podía discutir. Ya no sabía qué significaba la normalidad.

– ¿Puedes tener cuidado con la cerveza por lo menos?

– ¿Esto? Este líquido no puede hacer daño a nadie. Es bajo en hidratos de carbono.

De noche, cuando iba en coche a la casa de su hermano, las luces siempre estaban encendidas. Eso significaba ruidosos festivales cinematográficos de artes marciales seguidos de orgías de videojuegos que se prolongaban durante toda la noche. Ahora ella los toleraba. Incluso el demencial juego NASCAR no podía ser peor que la terapia cognitiva para hacer que Mark volviera a la vida. La pantalla era ahora el único lugar donde él podía ser feliz. Pero el juego también lo enloquecía. Antes del accidente, sus pulgares habían sido más rápidos que sus ojos. Ahora recordaba todo lo que en otro tiempo podía hacer, pero no la manera de hacerlo, y eso le enfurecía. En esas ocasiones ella agradecía la presencia de Rupp y Cain. Nadie más podía protegerla de los arranques de ira de su hermano. Ahora que había sanado físicamente, podría destrozarla sin percatarse siquiera. Ella era un agente del gobierno, un robot. Podría decapitarla en un instante en busca de los cables. Un solo acceso de furia confusa, y su vida habría terminado.

Cain y Rupp contenían la ira de Mark. Habían aprendido a tratarlo: dejaban que estallara, y entonces volvían a poner el mando del juego en sus manos. Esto se había convertido en un hábito que formaba parte de la fiesta.

El Día de la Independencia todos se reunieron para contemplar los fuegos artificiales. Los chicos empezaron temprano: llenaron de cerveza helada un barril de petróleo y asaron sobre la fogata encendida en un hoyo un cuarto de ternera. Cuando llegó Karin, estaban escuchando al Coro del Tabernáculo Mormón que cantaba letras patrióticas sobre la base musical de marchas de Sousa. Las ondas sonoras la golpearon cuando bajó del coche una vez aparcado. Duane estaba tratando de domeñar una máquina de hacer helado, razonando con el rebelde mecanismo. Mark se reía de él, con más naturalidad de la que había mostrado al reírse desde el accidente.

– Tu máquina tiene diarrea.

– Esta cabrona no va a poder conmigo. Y luego arreglaré la platina. Enséñame una máquina que no pueda reparar. Creo que es un problema de polaridad. ¿Estás familiarizado con esa clase de problemas?

El espectáculo divertía tanto a Mark que ni siquiera protestó al ver a Karin.

– ¡Mira quién ha venido! Está bien… también tú eres una ciudadana. Un bonito detalle, por cierto. El Cuatro de Julio siempre ha sido la fiesta favorita de mi hermana. Dediquémosle esta a ella, dondequiera que esté. A ella y a todos los norteamericanos desaparecidos.

Ella no había tenido nada bueno que decir acerca de la festividad desde los diez años. Pero tal vez él se refiriese a aquella Karin infantil. Aquellos dos niños, los ojos centelleantes, llenos de temor y emoción cuando su padre hacía detonar los fuegos de artificio ilegales en la zona norte de la finca.

– Tiene que estar en el extranjero -dijo Mark con el semblante ensombrecido-. En el extranjero o en la cárcel. Si estuviera en Estados Unidos, habría tenido noticias de ella. Precisamente hoy… Creedme, tal vez haya cosas de su vida que yo desconocía.

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