Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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El doctor Hayes firmó el alta, y Dedham Glen dejó a Mark Schluter en manos del único familiar que le reconocía, aunque él no le correspondiera. Barbara preguntó si podía ser de ayuda.

– Muchísimas gracias -respondió Karin-. Creo que tenemos resuelta la mudanza. Lo que me preocupa es la próxima semana, y la siguiente. ¿Qué debo hacer, Barbara? La compañía aseguradora no cubrirá una atención a domicilio prolongada, y voy a tener que empezar a trabajar.

– Yo seguiré aquí. Él tendrá que acudir a las citas regulares con el terapeuta cognitivo, y cuando lo haga podré ir a ver cómo sigue y qué necesita, si eso sirve de ayuda.

– ¿Cómo? Ya nos has dado demasiado. Jamás podría devolverte…

La cuidadora irradiaba una extraña serenidad. Su mano sobre el hombro de Karin transmitía una absoluta certeza.

– Todo saldrá bien. Nadie se queda sin recompensa, de una manera o de otra. Veamos qué tal van las cosas.

Karin le pidió a Bonnie Travis que la ayudara en el traslado de Mark a casa. Mark recorrió el centro sanitario, despidiéndose de sus compañeros internos.

– ¿Lo veis? -les dijo-. No es una sentencia de muerte. Finalmente os dejarán libres. Si no lo hacen, llamadme y vendré a sacaros.

Pero cuando Karin detuvo el coche, él se negó a subir. Permaneció en el bordillo, rodeado de su equipaje. Ya no llevaba gorro, y su cabello era un fino pelaje. Su rostro se ensombreció al recordar.

– Quieres salirte de la carretera con este cacharro japonés, conmigo dentro. ¿Es ese el plan? ¿Quieres terminar lo que tenía que haber ocurrido desde el principio?

– Sube al coche, Mark. Si quisiera hacerte daño, ¿arriesgaría mi vida?

– Eh, vosotros, ¿habéis oído eso? ¿Habéis oído lo que ha dicho esta mujer?

– Mark, por favor. No te va a pasar nada. Anda, sube al coche.

– Déjame conducir. Subiré si me dejas conducir. ¿Veis? No me da las llaves. Siempre he llevado a mi hermana en coche a todas partes. Cuando estamos juntos, ella nunca conduce.

– Ven conmigo -le dijo Bonnie.

Él reflexionó sobre el ofrecimiento.

– Eso podría estar bien -respondió-, pero esta mujer tiene que esperar aquí diez minutos después de que nos marchemos. No quiero que intente hacer alguna trastada.

Flotaba en el aire un denso olor a estiércol y pesticida. Los campos (soja apelmazada, maíz hasta la altura de la espinilla, pastos punteados de vacas resignadas a su destino) ondulaban en todas direcciones. Cuando Karin llegó a la casa prefabricada, Mark estaba en los escalones de la entrada, la cabeza en el regazo de Bonnie, llorando. La joven le acariciaba la pelusa de la cabeza, esforzándose por consolarle. Al ver aproximarse a Karin, Mark se puso en pie y le habló a gritos.

– Dime qué está pasando aquí. Primero la camioneta, luego mi hermana. Ahora se han llevado mi casa.

Alzó los codos mientras el resto del cuerpo se le encogía. Estiró el cuello en tres direcciones, como si el próximo ataque pudiera venir de cualquier parte. Ella giró la cabeza y vio, a través del parpadeo de los ojos de su hermano, que el familiar barrio se había vuelto extraño. Se volvió hacia el joven que estaba sentado y arañaba los escalones de hormigón. Él la miraba fijamente, buscando a alguien, la que ella había sido pero ya no era. La única que podía ayudarle. Sintió que la desgarraba la necesidad que su hermano tenía de ella, algo peor que su propia impotencia.

Ambas mujeres le consolaron durante largo rato. Señalaron las calles, las casas, el arce sacarino que él había plantado en la extensión de césped, el boquete en la pared izquierda del garaje que él hiciera ocho meses atrás. Karin rogó por que alguno de los vecinos saliera a saludarles. Pero todos los seres vivos se ocultaban ante aquella epidemia.

Karin pensó en la posibilidad de meterlo de nuevo en el coche de Bonnie y llevarlo de regreso a Dedham Glen. Pero gradualmente los gemidos de Mark cedieron paso a una risita de asombro.

– Han hecho un trabajo increíble. Lo han reproducido todo casi exactamente igual. ¡Cielos! ¿Cuánto habrá costado esto? Es como una película de presupuesto millonario sobre mi vida. La historia de Harry Truman.

Por fin entró en la casa. Se detuvo cerca de Bonnie en la sala y volvió la cabeza a uno y otro lado, sorprendido y chascando la lengua.

– Mi padre me decía que montaron el alunizaje en un hangar insonorizado al sur de California. Siempre pensé que estaba loco.

Karin dio un resoplido.

– Estaba loco, Mark. ¿Recuerdas su creencia de que la armada podía reordenar cuánticamente las moléculas de un buque de guerra para volverlo invisible?

Mark la miró con fijeza.

– ¿Cómo sabes que no pueden hacer eso?

Interrogó a Bonnie con los ojos, pero ella se encogió de hombros. Miró de nuevo la imagen a tamaño natural de su hogar, meneando la cabeza con incredulidad.

Karin se sentó en el falso sofá, sintiéndose profundamente desanimada. Aquella niebla nunca se disiparía. Pronto su hermano estaría en lo cierto: las vidas de los dos serían una copia de sí mismas. Mientras Bonnie sacaba el equipaje del maletero, Karin trató de recuperarse. Acompañó a Mark en un recorrido por la casa. Le mostró la rotura en el ángulo del espejo del botiquín. Rebuscó en el armario ropero, donde le esperaban los pantalones cortos veraniegos y las camisetas con inscripciones estampadas. Abrió el cajón lleno de fotos sueltas, incluidas docenas en las que aparecían los dos juntos. Le indicó el revistero, con los tres nuevos números atrasados de Truckin' Magazine.

Ninguno de aquellos objetos llamó la atención de Mark, cuyos ojos solo se fijaron en el nuevo póster. Se le ensombreció el rostro.

– Este no es el póster que puse aquí.

Karin dejó escapar un gemido.

– De acuerdo. Déjame que te lo explique.

– Eso no es mío. Jamás pondría mis manos encima en algo con ese aspecto. Es el peor modelaje que he visto en mi vida.

Karin parpadeó antes de darse cuenta de que se refería a la camioneta.

– La culpa es mía, Mark. Rompí el tuyo por accidente y lo sustituí por este.

Él se detuvo y la miró con los ojos entrecerrados.

– Exactamente la misma clase de idioteces que hacía mi hermana.

Por un momento, ella no pudo respirar. Le tendió los brazos, vacilante pero desesperada.

– ¡Oh, Mark! ¡Mark! Perdóname si algo que he dicho o hecho…

– Pero mi hermana habría tenido suficiente buen juicio para no sustituir una Chevy Cameo de 1957 por una mierda de Mazda de 1990.

Ella no pudo contenerse. Las lágrimas silenciosas, detenidas en las mejillas, le dejaron tan perplejo que le tocó la frente con una mano. Este gesto emocionó a Karin más que cualquier otra cosa desde que él recuperase el habla. Se rehízo, ahogó el llanto con risas y borró el embarazoso momento agitando la mano en un gesto de rechazo.

– Escucha, Mark. Tengo que confesarte algo. Nunca he tenido tantos conocimientos sobre camionetas como probablemente te hice creer.

– Eso es lo que estoy diciendo, pero gracias por admitirlo. Simplifica un poco la vida.

Mark siguió recorriendo la casa, señalando cada posavasos para los botellines de cerveza que habían cambiado de sitio desde la noche del accidente. Iba chascando la lengua al caminar, sacudía la cabeza y repetía: «No, no, no. Esta casa no es mi Homestar».

Bonnie entró las bolsas de lona y empezó a seguirle.

– Arreglaremos las cosas, Marker. Lo pondremos todo tal como te gusta.

Karin se sentó en la cama y se sujetó la cabeza con las manos mientras escuchaba cómo Mark repudiaba su casa adquirida por catálogo. Pero la precisión con que él recordaba los más pequeños detalles le daba una esperanza prohibida. Ella misma ya no podía reconocer su propio piso, en aquellos viajes rápidos que hacía a South Sioux City para preparar su venta.

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