Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– ¿Book TV? -preguntó Karin- ¿Cómo te has enterado de eso?

La auxiliar se encogió de hombros.

– Pura casualidad.

– ¿Te estabas esperando algo de esto? -insistió Karin-. ¿O acaso él te dijo…?

Barbara se ruborizó.

– Resulta que suelo ver ese programa por cable. Una mala y vieja costumbre. Solo veo unos pocos programas de televisión: aquellos en los que no hay explosiones y los que no me indican cuándo debo reírme.

Mark lanzó la pala de ping-pong al aire y a punto estuvo de atraparla cuando cayó.

– El Alienista en la caja tonta. No podemos perdérnoslo, ¿verdad?

Al día siguiente, los tres se apretujaron alrededor del aparato en la habitación de Mark. Karin se mordía las cutículas, incluso antes de que hubieran presentado al invitado. Era humillante ver actuar ante las cámaras a alguien a quien conocías personalmente. Barbara también estaba inquieta. Charló más durante los seis minutos de la presentación de Gerald Weber que en el mes y medio que llevaba cuidando de Mark. Finalmente Karin tuvo que hacerla callar.

Solo Mark se lo estaba pasando bien.

– El favorito del equipo local pisa la base del bateador en el momento más crítico del partido. El público está nervioso. Esperan el home-run. -Pero cuando el doctor Weber por Fin se encaminó al estrado, ante el reducido público del plato de televisión, Mark exclamó-: ¿Qué demonios pasa? ¿Es esto alguna clase de broma? -Las dos mujeres trataron de calmarle. Él se puso en pie, la personificación de la rectitud-. ¿Qué clase de engaño es este? ¿Ese hombre es el loquero? Ni por asomo.

Bajo las luces del plató, distorsionado por la emisión televisiva y la tensión de aparecer en público, el hombre había cambiado realmente. Karin miró a Barbara, la cual le devolvió la mirada, sus espesas cejas fruncidas. Ahora el cabello de Weber estaba espectacularmente extendido sobre la rala coronilla, y la barba había sido cardada, bien trabajada, casi al estilo francés. El traje oscuro había desaparecido y en su lugar había una camisa de color burdeos que parecía de seda. En la pantalla daba la sensación de ser más alto, y sus hombros se ensanchaban, casi combativos. Cuando empezó a leer, la prosa brotó de sus labios con cadencias del Antiguo Testamento. Las mismas palabras eran tan juiciosas, sintonizaban tan bien con los sutiles matices de la naturaleza humana, que parecían haber sido escritas por alguien ya muerto. Aquel era el auténtico Gerald Weber, que, por misteriosas razones, durante su breve estancia en Nebraska se había ocultado bajo un contenedor de trigo vacío.

El indignado Mark se movía en la habitación, trazando pequeños círculos.

– ¿Quién se supone que es este tipo? ¿El telepredicador Billy Graham o alguien por el estilo? -Karin asentía como una de esas muñecas cuya cabeza se balancea ligeramente. Barbara no podía apartar los ojos de la imagen que hablaba-. Alguien está tomando el pelo a ese público del estudio. Ninguno de ellos ha visto al auténtico loquero, en persona y de cerca. ¡Y nadie sabe nada de nosotros para poder preguntarnos!

Karin borró a Mark de su mente y escuchó. Weber leía:

La conciencia funciona contándonos una historia, que es completa, continua y estable. Cada borrador revisado afirma ser el original. Y por ello, cuando una enfermedad o un accidente provoca en nosotros una interrupción, a menudo somos los últimos en saberlo.

Las palabras del hombre penetraron en la mente de Karin y volvieron a seducirla.

– Tienes razón -le dijo a Mark-. Tienes toda la razón. Nadie había visto al auténtico Weber, ni el público del estudio neoyorquino ni ellos tres.

Mark dejó de dar vueltas para fijar en ella una mirada inquisitiva.

– ¿Qué diablos sabes tú? Probablemente has tenido algo que ver con esto. Tú fuiste quien lo trajo aquí. Tal vez ese sea el auténtico loquero y el que tú hiciste pasar por él fuera un impostor.

Barbara se levantó para masajearle los hombros. Él se quedó inmóvil, como un gatito al que acarician entre los ojos. Con una expresión de placidez, Mark se recostó en el asiento y miró la pantalla. «Somos más bien como arrecifes de coral -estaba leyendo el doctor Weber-. Unos ecosistemas complejos pero frágiles…» Los tres contemplaron la actuación del desconocido con camisa de seda. Weber contó un relato de una mujer de cuarenta años llamada Maria que padecía el llamado síndrome de Anton.

Me senté a conversar con ella, en su casa de Hartford impecablemente amueblada. Era una mujer dinámica y atractiva, que se había dedicado con éxito a la abogacía durante muchos años. Parecía feliz e incólume en todos los aspectos, salvo por el hecho de que estaba convencida de que podía ver. Cuando le sugerí que tal vez estuviera ciega, ella se rió de tal absurdo y se esforzó por desmentirme. Lo intentó con un vigor y una habilidad notables, haciendo largas y detalladas descripciones de lo que sucedía en aquel momento al otro lado de su ventana. Estas escenas tenían gran coherencia y detalle; simplemente ella no se daba cuenta de que las imágenes no le llegaban a través de los ojos…

La lectura no duró más de quince minutos, pero ese tiempo se les hizo eterno a los tres mientras Weber terminaba el pasaje y recibía unos corteses aplausos. Entonces comenzaron las preguntas. Un respetuoso estudiante se interesó por la diferencia entre la literatura científica y la literatura dirigida a un público generalista. Una jubilada mencionó el escándalo de la sanidad nacional. Entonces alguien preguntó si Weber sentía algún reparo por la posibilidad de violar la intimidad de los sujetos.

Las cámaras captaron la sorpresa del escritor, el cual respondió con vacilación:

– Espero que eso no ocurra. Existen unos protocolos. Siempre oculto los nombres y a menudo los detalles biográficos, cuando no son importantes. En ocasiones el historial de un caso se combina con dos o más, a fin de exponer los rasgos más destacables.

– ¿Quiere usted decir que son ficticios? -inquirió otro. Weber se detuvo a pensar y la cámara se movió, inquieta. Karin se mordió de nuevo las cutículas y Barbara se sentó erguida, una perfecta estatuilla.

Mark fue el primero en hablar, y expresó el sentir general.

– Esto es un desastre. ¿Cambiamos de canal?

* * *

La noche que Weber regresó al este desde las desiertas llanuras, no dejó de pensar en Sylvie. Era finales de junio, pero en Setauket hacía fresco, el aire era cortante, un clima más propio de un otoño dorado en la costa norte que de comienzos del verano. Weber recogió su vehículo en el aparcamiento de LaGuardia para vehículos estacionados durante largo tiempo y escuchó los cuartetos para piano de Brahms durante todo el trayecto por la absurdamente congestionada autopista de Long Island. Mientras conducía imaginó a su esposa, los cambios de su rostro a lo largo de treinta años. Recordó el día, cuando llevaban más o menos una década casados, en que le preguntó, sorprendido:

– ¿El cabello se te vuelve más liso a medida que nos hacemos mayores?

– ¿De qué me estás hablando? ¿El cabello? Antes me hacía la permanente. ¿No lo sabías? Ah, los científicos.

– Bueno, si no lo ves en un escáner, no te fías.

Ella le respondió con un golpecito en el blando abdomen.

Pero la noche de su regreso de Nebraska, lo notó. Su mujer… Tal vez fuese porque se había vestido con tanta elegancia. Aquella misma noche tenían que ir a una fiesta para recaudar fondos en Huntington. Algún centro de reinserción social patrocinado por Wayfinders, la organización de Sylvie. Esta ya estaba vestida cuando él llegó a casa.

– ¡Gerald! Por fin estás aquí. Empezaba a ponerme nerviosa. Deberías haberme llamado, haberme dicho que venías.

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