– ¿Llamarte? Estaba en el coche, cariño.
Ella emitió una risa cargada de benevolencia.
– ¿No sabías que ese telefonillo que llevas encima funciona mientras te mueves? Ese es uno de sus argumentos de venta. No importa. Me alegro de que el Director de la Gira te haya traído a casa sano y salvo.
Sylvie llevaba una blusa de seda italiana, una prenda nueva, de un tímido lila claro, el color de los primeros brotes. Del cuello todavía liso le pendía una delgada madeja de perlas de agua dulce, y lucía dos minúsculas conchas en los lóbulos de las orejas. ¿Quién era aquella mujer?
– ¡Anda, no te quedes ahí! Todo tipo de filántropos han pagado para verte con traje de etiqueta.
Aquella noche él la desvistió, por primera vez en varios años. Entonces la contempló pausadamente.
– Hmmm… -dijo ella, también dispuesta a la acción, aunque un poco avergonzada por ambos. Se rió mientras él la tocaba-. Hmmm… ¿A qué viene esto así, de repente? ¿Es que le echan algo al agua allá en Nebraska?
Retozaron el uno con el otro, sin que les quedase nada que aprender. Luego ella yació a su lado, todavía con la respiración entrecortada, cogiéndole la mano como si estuvieran cortejando. Fue la primera en recobrar el habla.
– Como dirían los conductistas: «Claramente, eso ha sido estupendo para ti. ¿Ha sido bueno para mí?».
Él tuvo que soltar un bufido, se tendió sobre la problemática espalda y se miró la colina del abdomen.
– Supongo que ha sido por no haberlo hecho en tanto tiempo. Lo siento, cariño. No soy el hombre que fui.
Ella se puso de lado y le restregó el hombro, el que se lesionó diez años atrás, mediada la cuarentena, y que nunca se le había arreglado del todo.
– Me gusta esta parte de la vida -dijo ella-. Más lenta, más plena. Me gusta que no estemos continuamente haciendo el amor. -Hablar así era típico de Sylvie. Quería decir: «Que no lo hagamos casi nunca»-. Eso hace que la experiencia… de alguna manera, cuando ha pasado suficiente tiempo para redescubrir… sea más nueva.
– Inventiva. Absolutamente inspirada. «Redescubrir.» La mayoría de la gente ve las nueve décimas partes del vaso vacías. Mi mujer lo ve con la décima parte llena.
– Por eso te casaste conmigo.
– ¡Ah! Pero cuando me casé contigo…
Ella rezongó:
– El vaso rebosaba una décima parte por el borde.
Él se dio la vuelta, apoyándose en el hombro dolorido, y la miró, alarmado.
– ¿De veras? ¿Hacíamos entonces el amor con tanta frecuencia?
Ella emitió una risa vacilante, como vehículos sobre topes tendidos en la calzada. Hundió la cara en la almohada, regocijada y enrojecida.
– Tal vez sea esta la primera vez en la historia que alguien formula esa pregunta con inquietud.
Él vio en su semblante la idea que acababa de cruzar por su mente antes de que pudiera expresarla.
– El carácter implacable del matrimonio.
Weber se rió entre dientes. El viejo eufemismo de los dos, extraído de una saga familiar clásica que se habían leído mutuamente cuando asistían a cursos avanzados en la escuela graduada, después de su licenciatura. Luego, después de Jess, se divertían entre ellos llamándolo «sexualidad». Una utilización burlona del término clínico. Durante los preliminares: «¿Tienes alguna propensión hacia la sexualidad?». Y luego: «Eso ha sido sexualidad de alta categoría». Neuropsicología en la versión hogareña.
Aquella noche, su mirada lo encontró entre los pliegues de las sábanas, profundamente complacida ante su posesión preferida, segura por su conocimiento a fondo, constantemente renovado, de aquel hombre.
– Alguien me quiere -canturreó con un recio tonillo de contralto, medio apagado por la almohada-. ¿Quién será?
Se quedó dormida en unos minutos. El yació en la oscuridad, escuchando sus ronquidos, que al cabo de un rato, por primera vez desde que los oía, pasaron de ser un ruido áspero e inanimado, como el crujido de la cama, al siseo de un animal, algo atrapado pero preservado en el cuerpo, vestigial, algo que la atracción de la luna liberaba a través del sueño.
Con una tirada de cien mil ejemplares y unas críticas previas a la publicación buenas en general, El país de la sorpresa salió al encuentro de un público lector ávido de conocer al extraño que habita en nuestro interior. Aquella obra era la culminación de una segunda y larga carrera, una que Weber nunca había esperado emprender. No había dicho nada a nadie excepto a Cavanaugh y Sylvie, pero ese libro sería su última incursión de tales características. Su próxima obra, si se le concedía el tiempo para escribirla, iría dirigida a un público muy diferente.
Detestaba la promoción, la obligación de actuar en público. Hasta entonces había podido compaginarlo con el trabajo, gracias a sus eficientes colegas y a los estudiantes graduados, llenos de motivación, que le sustituían en el laboratorio durante su ausencia. Pero no podía restar más tiempo a la investigación, ahora que la investigación cerebral había dejado de ser una actividad marginal. La tecnología del escáner y los fármacos estaban abriendo el profundo misterio de la mente. En la década transcurrida desde la publicación del primer libro de Weber se habían obtenido más conocimientos sobre la última frontera que en los cinco mil años anteriores. Objetivos inimaginables cuando Weber comenzó a escribir El país de la sorpresa se exponían ahora en las más acreditadas conferencias profesionales. Distinguidos investigadores se atrevían a hablar de la posibilidad de crear un modelo mecánico de la memoria y encontrar las estructuras detrás de los qualia, incluso elaborar una completa descripción funcional de la conciencia. Ninguna antología popular que Weber fuese capaz de compilar podría compararse con semejantes tesoros.
El arte de la reflexión sobre historiales clínicos pertenecía al tiempo de ocio, pero de alguna manera se había metido por medio y convertido en su principal tarea. Era demasiado pronto para eso. Ramón y Cajal, el Cronos del panteón de Weber, decía que los problemas científicos nunca se agotan; los científicos, sí. Weber aún no se sentía agotado. Lo mejor aún estaba por llegar.
Sin embargo, había interrumpido el trabajo para viajar a las Llanuras Centrales, a miles de kilómetros de distancia, y entrevistar al paciente de Capgras. Era cierto que su actual proyecto de laboratorio concernía a la orquestación en el hemisferio izquierdo de los sistemas de creencias y la alteración de los recuerdos para que encajen en ellas. Pero todo cuanto había aprendido al conversar con aquel paciente de Nebraska era anecdótico en el mejor de los casos. Pocos días después de su regreso a Stony Brook empezaba a ver el viaje como la última de una larga serie de exploraciones que ahora cederían el paso a una investigación más sistemática y sólida.
Pero en cierto modo no le gustaba la dirección hacia la que se encaminaba el conocimiento. La rápida convergencia de la neurociencia alrededor de ciertas suposiciones funcionalistas empezaba a hacer que Weber se distanciara. Su campo de estudio estaba sucumbiendo bajo uno de esos antiguos impulsos sobre los que debería verter luz: la mentalidad gregaria. A medida que la neurociencia disfrutaba de un creciente poder instrumental, los pensamientos de Weber se alejaban perversamente de los mapas cognitivos y los mecanismos deterministas al nivel de las neuronas, hacia procesos psicológicos emergentes, de nivel superior, que, en sus días malos, casi podían sonar a élan vital. Pero en la eterna división entre mente y cerebro, psicología y neurología, necesidades y neurotransmisores, símbolos y cambio sináptico, el único engaño consistía en pensar que los dos dominios podían seguir separados durante mucho más tiempo.
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