Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Cuando estudiaba en el instituto Chaminade de Dayton, Weber había iniciado su vida intelectual como freudiano empedernido (el cerebro como una tubería hidráulica de la espectacular planta depuradora de la mente), cualquier cosa que pudiera confundir a sus religiosos profesores. En la escuela graduada se dedicó a hostigar a los freudianos, aunque trató de evitar los peores excesos conductistas. Cuando estalló la contrarrevolución cognitiva, su pequeña faceta regida por el condicionamiento operante se refrenó y quiso insistir en que aquello «seguía sin explicarlo todo». Como clínico tuvo que someterse al azote farmacológico. Sin embargo, experimentaba una verdadera tristeza, la tristeza de la consumación, al escuchar a un sujeto que llevaba años debatiéndose con la ansiedad, la culpa suicida y el fanatismo religioso y que, tras haber ajustado con éxito sus dosis de doxepina, le decía: «Doctor, no estoy seguro de qué era lo que me inquietaba tanto durante todo ese tiempo».

Weber sabía cómo funcionaba aquello. A lo largo de la historia, se había comparado al cerebro con el nivel más elevado de tecnología vigente: máquina de vapor, centralita telefónica, ordenador. Ahora, cuando él se aproximaba a su propio cenit profesional, el cerebro se convertía en Internet, una red distribuida, más de doscientos módulos integrados aunque independientes, modificándose mutuamente en su diálogo con otros módulos que se modifican mutuamente. Algunos de los enmarañados subsistemas de Weber se contentaron con este modelo; otros querían más. Ahora que la teoría modular ejercía un gran ascendiente sobre la mayor parte del pensamiento acerca del cerebro, Weber volvía a sus orígenes. Ahora, en la que seguramente sería la última etapa de su desarrollo intelectual, confiaba en que, en los últimos y firmes desarrollos de la neurociencia, hallaría unos procesos parecidos a los de la psicología más antigua y arraigada: represión, sublimación, rechazo, transferencia. Los encontraría en algún nivel por encima del módulo.

En una palabra, ahora Weber empezaba a pensar que tal vez había viajado a Nebraska y estudiado el caso de Mark Schluter para demostrar, por lo menos a sí mismo, que incluso aunque el síndrome de Capgras fuese del todo comprensible en términos modulares, como un problema de lesiones y conexiones interrumpidas entre regiones de una red distribuida, seguía manifestándose en procesos psicodinámicos: la reacción individual, la historia personal, la represión, la sublimación y la realización del deseo, que no podían reducirse por completo a fenómenos de bajo nivel. Tal vez la teoría estaba a punto de describir el cerebro, pero la teoría por sí sola aún no podía agotar este cerebro, presionado por los hechos y frenético por sobrevivir: Mark Schluter y su hermana impostora. El libro que esperaba a que Weber lo escribiera, tras la gira promocional de su último libro.

* * *

Llevaron a Mark a casa: no había ningún otro lugar adonde llevarlo. Cuando el célebre neurocientífico se marchó, tras ofrecer su única y simple recomendación, el doctor Hayes no pudo seguir manteniendo a Mark bajo observación en Dedham Glen. Karin se opuso a esa decisión con uñas y dientes. Mark, por su parte, estaba más que dispuesto a irse.

Antes de que él pudiera trasladarse a su casa prefabricada, ella tenía que mudarse. Había habitado durante meses en la vivienda modular, cuidando de la perra y encargándose de las tareas cotidianas. Se había deshecho del material de contrabando de Mark y había combatido a la flora y la fauna invasoras. Ahora tenía que borrar toda evidencia de que había ocupado el campamento.

– ¿Adónde irás? -le preguntó Daniel.

Estaban tendidos uno al lado del otro, boca arriba, sobre el futón en el desnudo suelo de roble. Eran las seis de la mañana de un miércoles, avanzado el mes de junio. En las últimas semanas, ella había pasado más noches en la celda monacal de aquel hombre. Había tomado posesión de su cocina y encendido cigarrillos en el baño, haciendo correr el agua mientras fumaba y expulsando el humo al aire cómplice a través de la ventana abierta. Pero nunca había conservado ni siquiera un par de calcetines de repuesto en el cajón vacío que él le había destinado.

Se volvió de costado, para que él pudiera besuquearla. De ese modo era más fácil hablar. Ella lo hizo con una voz incorpórea.

– No sé… no puedo permitirme dos alquileres. Ni siquiera puedo permitirme uno. Yo… he puesto en venta mi vivienda en South Sioux. No quería decírtelo. No quería… ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cuánto tiempo más puedo…? Vuelta a empezar, después de todo lo que he conseguido… Pero no puedo abandonarle. Ya sabes cómo es ahora. Sabes lo que ocurriría si lo dejara solo.

– No estaría solo.

Se volvió hacia él y le miró a la luz creciente del amanecer. ¿De qué lado estás?

– Si lo dejo en manos de sus amigos, no llegará vivo a fin de año. Le pegarán un tiro en algún accidente de caza. Se lo llevarán de nuevo a hacer carreras.

– Otros podemos echar una mano para vigilarle. Yo estoy aquí.

Karin se inclinó hacia él y lo abrazó.

– Oh, Daniel. No acabo de entenderte. ¿Por qué eres tan bueno? ¿Qué ganas con esto?

Él le puso la mano en la cadera y la acarició, como podría acariciar a un cervato recién nacido.

– No tengo afán de lucro.

Ella deslizó los dedos por su cuello. Daniel era como las aves. Una vez se le enseñaba la ruta, no se apartaba de ella y regresaba, mientras hubiera todavía un lugar, siempre regresaba a casa.

– Entre tú y él me estáis rompiendo el corazón.

Intercambiaron miradas, pero ninguno fue más allá. Él se limitó a hacer un gesto de asentimiento que era totalmente ambiguo.

– Pequeños pasos -dijo.

Ella agachó la cabeza, su cabellera cobriza.

– No sé qué significa eso.

– Es muy sencillo. Puedes estar aquí. Puedes quedarte aquí, conmigo.

No podría haberlo expuesto mejor. Ni una concesión ni una orden. Tan solo una afirmación, la mejor posibilidad para los dos.

– Pequeños pasos -replicó ella. Solo durante un breve período, solo hasta que Mark…-. ¿No te molestará si…?

En el rostro de Daniel se reflejó el dolor que sentía. ¿Había hecho alguna vez ella algo que le molestara? Sacudió la cabeza, su buena voluntad venciendo al recuerdo.

– Si no me lo acabas echando tú en cara…

– No será mucho tiempo -le prometió ella-. No hay mucho más que yo pueda hacer. O se recupera pronto o…

Se interrumpió al ver la expresión de Daniel. Su intención había sido asegurarle que no invadiría su territorio, pero al pronunciar las palabras le habían sonado como una bofetada.

Se inclinó de nuevo hacia él, sus miembros formando una frágil maraña, la primera vez en varios años que permanecían juntos en plena luz del día. Ella lo notaba en la yacija que era el pecho masculino, lo saboreaba en la dicha de su boca fruncida. A fin de enderezar lo errado, él podía perdonárselo todo. Todo excepto la seguridad y la ocultación.

Karin abandonó la casa prefabricada, borrando sus huellas. Daniel, el experto rastreador que podía permanecer inmóvil y desaparecer en el aire, la ayudó. Ella había restaurado el caos de Mark, devolviéndolo al estado que recordaba. Diseminó los discos compactos. Compró otro póster de una chica para sustituir al que había destrozado: una rubia con vestido de algodón a cuadros ligeramente desgarrado, sujetando en sus grasientas manos una gran llave inglesa y cernida sobre una camioneta roja como la sangre. No tenía ni idea de qué hacer con Blackie. Pensó en llevarse la perra al piso de Daniel, por lo menos hasta que observaran cómo estaba Mark una vez en casa. En su estado actual, tal vez atacaría a la perra, la echaría de casa o le administraría laxantes a granel. A Daniel no le importaría que otro ser vivo compartiera su refugio. Pero Karin no podía hacerle eso a la perra.

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