Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Regresó al edificio, cuyo vestíbulo parecía la línea de partida de una carrera de sillas de ruedas. Weber se acercó al mostrador y preguntó por Barbara Gillespie. La aceleración de su pulso revelaba una vaga sensación de culpabilidad. La recepcionista llamó a Barbara por megafonía. La mujer se presentó y, al ver a Weber, pareció inquieta. En sus ojos había aquella expresión de alerta verde: márchate ya. Trató de adoptar una actitud desenfadada.

– Vaya, si está aquí la autoridad médica.

Él descubrió que deseaba responder con otra broma, así que no lo hizo.

– He estado hablando con el departamento de neurología del Buen Samaritano.

– ¿Ah, sí?

Su tono se volvió profesional de inmediato. De alguna manera sabía lo que Weber andaba buscando.

– Han aceptado someterle a TCC, y quisiera pedirle su ayuda. Usted tiene una relación tan buena con Mark… Es evidente que él la adora.

Ella se mostró cauta.

– ¿TCC?

– Perdone. Terapia cognitiva conductual. -Era extraño que ella no lo supiese-. ¿Le interesaría?

Barbara sonrió a pesar de sí misma.

– Algunos días, sí, desde luego.

Él se rió discretamente.

– Estoy de acuerdo con usted. Con frecuencia, yo…

Ella asintió. Le entendía a la primera sin necesidad de que le diera explicaciones. Él volvió a pensar en lo absurda que era su categoría laboral. Sin embargo, ella era excepcional en su trabajo. ¿Quién era él para promoverla más allá de su vocación? Hubo un momento de nerviosismo compartido, ambos buscando el detalle final y olvidado. Pero ese detalle no existía, y él no iba a inventarlo.

– Bien, entonces, gracias y cuídese -le dijo ella.

Las palabras eran irremediablemente del Medio Oeste, pero su voz era tan de la costa…

Él se apresuró a decirle:

– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Ha leído, por casualidad, algo mío?

Ella miró a su alrededor, en busca de apoyo.

– Vaya. ¿Es esto un examen?

Weber retrocedió.

– Por supuesto que no.

– Porque si lo es, primero tendría que estudiar.

Él se excusó con un gesto de la mano, musitó su agradecimiento y se encaminó a la salida. Imaginó la mirada de ella fija en su espalda mientras se alejaba, y tuvo una sensación que no solía experimentar, la de que había echado algo a perder. La náusea de la mañana le siguió a lo largo del camino.

Flanqueado por las dos mujeres, Mark estaba sentado en el banco como un rey celestial en su trono, mientras unos cuantos pacientes de rehabilitación, cuidadores y visitantes deambulaban por aquel Olimpo en tierras bajas. Una guirnalda de dientes de león, un cetro de álamo: así lo recordaría Weber. Durante la breve ausencia de este, Mark había vuelto a cambiar. La amargura de la traición había desaparecido. Alzó la varilla e impartió su bendición a Weber.

– Que Dios te acompañe, viajero. Te enviamos una vez más a tu infatigable búsqueda de nuevos planetas.

Weber se detuvo en seco.

– ¿Cómo diablos…? Qué extraña coincidencia.

– Las coincidencias no existen -dijo Bonnie, sus palabras un halo.

– No existen más que las coincidencias -replicó Karin.

Mark soltó una risita.

– ¿Qué quiere decir? Espere, espere… -Imitó la voz de barítono cargada de autoridad de Weber-. Quiero decir: ¿a qué se refiere?

– Mi hija es astrónoma, y ese es su trabajo. Busca nuevos planetas.

– Pero, hombre, si eso ya me lo había contado.

Esta constatación agitó más a Weber que la coincidencia imaginada. La noche de insomnio, el aire caliente y pegajoso habían dado al traste con su concentración y dispersado su memoria. Era preciso que se marchara de allí. Durante las tres semanas siguientes tenía que pronunciar dos conferencias de apertura, y luego le esperaba un viaje a Italia con su mujer antes del comienzo de curso en otoño.

Karin le acompañó al aparcamiento. Su decepción se había agudizado hasta convertirse en una estoica desesperación.

– Supongo que esperaba demasiado. Cuando me habló de lo sorprendente que es el cerebro… -Agitó los dedos ante su cara-. Lo sé. No estoy diciendo… ¿Puede decirme una cosa? No lo suavice.

Weber se preparó para encajar lo que fuese.

– Él debe de odiarme de veras, ¿no es cierto? Ha de tener un profundo resentimiento para desarrollar esto. Para elegirme a mí. Cada noche, en la cama, trato de imaginar qué le hice para que necesite eliminarme así. No puedo recordar nada que merezca esto. ¿Solo estoy reprimiendo…?

Cometió la estupidez de volver a tomarla del brazo, como lo había hecho tres días antes, cuando recorrieron por primera vez aquel camino.

– No se trata de usted. Lo más probable es que haya una lesión… -Justo lo contrario de lo que había discutido con el doctor Hayes. Ocultaba la dinámica que más le interesaba-. Ya hemos hablado de esto. Es un síntoma del síndrome de Capgras. El sujeto solo es incapaz de identificar a las personas más próximas a él.

Ella soltó un acre bufido.

– ¿Ve solo un doble en el ser querido?

– Algo por el estilo.

– Entonces es un fenómeno psicológico.

Una corazonada enervante en boca de otra persona.

– Créame, no es que la haya elegido a usted.

– Sí que me ha elegido. Ahora acepta a Rupp.

– No me refiero a Rupp, sino a su perra.

Ella se liberó de su brazo, dispuesta a sentirse herida. Entonces se ablandó de una manera que Weber nunca le había visto.

– Sí. Tiene usted razón. Y quiere a Blackie más que a cualquier otro ser vivo.

Cuando llegaron al bordillo, Weber hizo ademán de estrecharle la mano. Embargada por un tardío sentimiento de culpa, ella le abrazó. Él lo soportó, inmóvil.

– Si hay algún cambio, hágamelo saber -le pidió.

– Y si no lo hay, también se lo diré -le prometió ella, y se alejó.

Weber volvió a despertarse temprano, de nuevo presa del pánico. El techo de una habitación desconocida apareció a unos pocos centímetros de su cara. Aspiró aire, pero sus pulmones no se expandían. Aún no eran las dos y media de la madrugada. A las tres y cuarto seguía preguntándose por qué había olvidado que le había hablado a Mark acerca de Jess. Se debatió contra el impulso de levantarse y escuchar las cintas de las sesiones. A las cuatro se tomó el pulso y pensó que podría tratarse de algo serio. Como no podía seguir tendido, se levantó, se duchó y se vistió, hizo el equipaje, pagó la cuenta en recepción y, con varias horas de adelanto, condujo el coche alquilado en dirección este, hacia el aeropuerto de Lincoln, por la autopista interestatal recta como el filo de una navaja.

Cuando el avión sobrevolaba Ohio, se recuperó. Miró por la ventanilla, a una Columbus cubierta de nubes, e imaginó hitos invisibles bajo la manta de retazos. Lugares de un tercio de siglo atrás: el campus esparcido y sin centro. El deteriorado barrio estudiantil donde él y Sylvie vivieron en un bungalow. El centro de Columbus, el Scioto, el salto en el tiempo del Barrio Alemán, Short North, con su gran librería de ocasión, adonde llevó a Sylvie en su primera cita. Aún conservaba en la memoria el plano íntegro, más nítido incluso con los ojos cerrados.

Sobre las rugosas colinas de Pensilvania, su interludio en Nebraska empezó a parecerle un simple déficit transitorio. Cuando aterrizó en La Guardia, volvía a ser el de siempre. Su Passat le esperaba en el aparcamiento para vehículos estacionados durante largo tiempo. La irritante locura compartida de la autopista de Long Island nunca le había parecido más familiar ni más hermosa. Y, al final, el familiar anonimato del hogar.

TERCERA PARTE

DIOS ME HA CONDUCIDO A TI

Cierta vez, en una maceta de mi sala de estar, observé los esfuerzos de un ratón de campo por construir un campo recordado. En el transcurso del tiempo, he visto repetido este episodio de mil maneras diferentes, y como he pasado una gran parte de mi vida a la sombra de un árbol inexistente, creo que tengo derecho a hablar en nombre del ratón de campo.

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