La camarera le trajo el desayuno.
– Has dicho tostadas de trigo, ¿verdad, querido? -El asintió. Que Weber recordara, no habían mencionado las tostadas. Le sirvió más café y miró hacia la mesa de los granjeros. Entonces se volvió hacia él e, inclinándose, le dijo-: ¿Eres el científico de Nueva York? ¿El que ha venido para examinar a Mark Schluter?
Weber se ruborizó.
– En efecto. ¿Cómo…?
– Ojalá pudiera decir que tengo poderes psíquicos. -Trazó unas espirales con las cafeteras cerca de sus orejas-. Mi sobrina es amiga de los chicos. Ella me enseñó un libro tuyo y me dijo que andabas por aquí. Todos pensamos que lo ocurrido a Mark es una tragedia. Pero algunos dicen que, de no haber sido ese accidente concreto, habría sido otro muy parecido. Según Bonnie, estos días Mark está bastante diferente. No es que antes no fuese, digamos diferente.
– Sí, el golpe ha sido brutal, pero el cerebro es un órgano sorprendente. Te asombraría la capacidad de recuperación que tiene.
– Eso es lo que siempre trato de decirle a mi marido.
Weber recordó algo de improviso. Experimentó la emoción de desenterrar algo demasiado pequeño para que mereciera ser recordado.
– Tu sobrina… ¿Es delgada, de tez clara? ¿Cabello largo y liso que le llega por debajo de los hombros? ¿Se confecciona ella misma sus prendas de vestir?
La camarera ladeó una cadera e inclinó la cabeza.
– Estoy muy segura de que todavía no te ha visto…
Él trazó unas espirales con las manos junto a su cabeza.
– Poderes psíquicos.
– De acuerdo -dijo ella-. Me has convencido. Compraré tu dichoso libro.
Se acercó a los hombres sentados en torno a la mesa central y les llenó las tazas de café. Flirtearon con la camarera de una manera escandalosa, bromeando acerca de su par de calientes e insondables cafeteras. Los mismos chistes que se hacían en los restaurantes de Long Island, unos chistes que Weber había dejado de oír mucho tiempo atrás en su región natal. La camarera se inclinó hacia el grupo y hablaron en voz baja. Seguramente de él. La especie extraña.
Al regresar se detuvo ante su mesa y movió con gesto triunfal los recipientes de café.
– Estuviste mirando fotos suyas en Pioneer Pizza. Ese individuo de ahí -señaló con el recipiente de descafeinado-, no diré «caballero», tiene una hija que trabaja en ese local y te atendió.
Weber se llevó una mano a la frente.
– Vaya, parece conocerme todo el mundo.
– Una ciudad demasiado pequeña para ti, ¿verdad? Todo el mundo es pariente de alguien. ¿Retiro este plato, cariño? ¿O aún estás en ello?
– No, no. Creo que ya he comido bastante.
En cuanto la camarera se hubo marchado, el temor atenazó de nuevo a Weber. Era un error tomar café después de una noche como la que había pasado. Ya no lo tomaba nunca con cafeína. Sylvie le había mantenido limpio durante cerca de dos años. También comer salchichas era un burdo error de cálculo. Cuatro días en Nebraska, cuatro días lejos del laboratorio, el despacho, la mesa de trabajo. Consultó su reloj; aún era demasiado pronto para llamar al este. Pero llamaba tan raramente al móvil de Bob Cavanaugh que se había ganado el derecho a abusar ahora de él.
Su editor se le adelantó, exclamando «¡Gerald!» antes de que él hubiera dicho nada, y Weber se quedó pasmado. El identificador de llamadas: una de las tecnologías realmente diabólicas del mundo. El receptor no tenía que saber quién le llamaba antes de que este se lo hiciera saber. El mismo teléfono móvil de Weber tenía un dispositivo de identificación incorporado a la pantalla. Pero él siempre apartaba los ojos. Cavanaugh parecía complacido.
– ¡Sé por qué me llamas!
Estas palabras se deslizaron por la espina dorsal de Weber.
– ¿De veras?
– ¿Aún no los has visto? Te los adjunté ayer al correo electrónico.
– ¿Si he visto qué? Estoy fuera. En Nebraska. No he…
– Dios te asista. ¿Qué pasa, es que ahí aún se comunican con señales de humo?
– No, estoy seguro de que ellos… Es que no tengo…
– ¿Por qué susurras, Gerald?
– Verás, estoy en un lugar público.
Echó un vistazo a su alrededor. Nadie en el restaurante le miraba. No tenían necesidad de hacerlo.
– ¡Gerald Weber! -exclamó Bob, afectuoso pero implacable-. No me llamarás a esta hora para preguntarme cómo van las cosas, ¿verdad?
– Bueno, no del todo, no. Yo solo…
– Es una pendiente resbaladiza, Gerald. Tres libros más y me pedirás las cifras de ventas. Me alegro de presenciar tu descenso a la humanidad. Bien, puedes estar tranquilo. Ha iniciado su andadura con muy buen pie.
– ¿Con muy buen pie? ¿Es la criatura en cuestión un bípedo?
– Ah, humor de biología… La crítica de Kirkus es un poco tibia, pero la de Booklist es inmejorable. Espera. Estoy en el tren. La copié en el portátil. Te leeré lo más destacable.
Weber le escuchó. Aquello no podía ser. Él no podía estar preocupado por el libro. El país de la sorpresa era lo más brillante que jamás había escrito. Consistía en la reconstrucción de una docena de historiales clínicos de unos pacientes que sufrían lo que Weber cuidadosamente evitaba llamar daños cerebrales. La enfermedad o el accidente habían cambiado tan profundamente a cada uno de aquellos doce sujetos, que ponían en tela de juicio la solidez del yo. No éramos un todo continuo e indivisible, sino centenares de subsistemas independientes, en cada uno de los cuales se producían cambios suficientes para desintegrar la confederación provisional en nuevos países irreconocibles. ¿Quién podía discrepar de eso?
Mientras escuchaba la crítica, Weber era un archipiélago. Cavanaugh dejó de leer. Weber tenía que responder algo.
– ¿Tú estás satisfecho con la reseña? -le preguntó a su editor.
– ¿Yo? Me parece estupenda. Vamos a usarla en la publicidad.
Weber asintió a alguien que se encontraba a medio continente de distancia.
– ¿Qué es lo que no le gustó a Kirkus?
Nuevo silencio en el otro extremo de la línea. Cavanaugh afinaba sus dotes diplomáticas.
– Considera que los casos presentados son demasiado anecdóticos. Demasiada filosofía y pocas persecuciones de coches. Puede que hayan empleado la palabra «solemne».
– Solemne ¿en qué sentido?
– Mira, Gerald, yo no me preocuparía por eso. Ya nadie va a descubrir quién eres. Te has convertido en un gran blanco, y se obtienen más puntos por derribarte que por alabarte. Eso no va a suponer ningún contratiempo para nosotros.
– ¿Tienes el artículo a mano?
Cavanaugh exhaló un suspiro y, cuando tuvo el archivo en pantalla, se lo leyó a Weber.
– Eso es lo que han escrito, masoquista. Ahora olvídalo. Que les den mucho a esos palurdos. Bueno, ¿qué estás haciendo en Nebraska? Espero que sea algo relacionado con el nuevo proyecto.
Weber hizo una mueca.
– Vamos, Bob, ya me conoces. Todo es el nuevo proyecto.
– ¿Estás examinando a alguien?
– Un joven, víctima de un accidente, que cree que su hermana es una impostora.
– Es curioso. Eso es lo que mi hermana piensa de mí.
Weber respondió con la risa oportuna.
– Todos representamos el papel de nosotros mismos.
– ¿Es esto para la nueva obra? Creía que íbamos a publicar un libro sobre la memoria.
– Precisamente por eso es tan interesante. Su hermana coincide con todo lo que él recuerda de ella, pero está dispuesto a descartar la memoria en favor de la reacción visceral. Toda la evidencia recordada no le llega a la suela del zapato a una simple corazonada.
– Delirante. ¿Cuál es el pronóstico?
– Tendrás que comprar el libro, Robert. Veinticinco pavos, en tu librería preferida.
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