Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– ¡No me toques! ¿Eres tú quien me ha llamado? ¿No me has torturado lo suficiente? ¿Tenías que fingir que ella estaba aquí? ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con ella?

Ambos hermanos gritaron. Weber se dio la vuelta mientras el ruido se expandía por el pasillo, llegaba a Barbara Gillespie y confirmaba que ella tenía razón. A Weber se le había ido el experimento de las manos, pero los resultados eran exclusivamente suyos.

Aquella noche le contó a Sylvie lo ocurrido durante la jornada. Le habló de Mark y sus amigos jugando a carreras de coches, como si no tuviera ninguna importancia. Le contó que Karin se había puesto fuera de sí al verlos, que Mark había actuado de una manera muy extraña durante las pruebas, y sus explicaciones de cada fallo. Le dijo que se había entusiasmado al oír la voz de su hermana, pero que luego había gritado y chillado al verla. Weber no mencionó que la auxiliar de enfermería le había acusado a medias de falta de ética.

Por cada anécdota que le contaba a Sylvie, ella replicaba con una de las suyas. Pero a la mañana siguiente Weber sentía como si se hubiera inventado todas las de ella.

* * *

Weber había trabajado con varios pacientes que no podían reconocer los miembros de su propio cuerpo. Asomatognosia: una afección que aparecía con una frecuencia sorprendente, casi siempre cuando apoplejías en el hemisferio derecho paralizaban el lado izquierdo de la víctima. En su obra, había combinado a varias personas afectadas bajo el nombre de Mary H. Una mujer de sesenta años, la primera de las Mary, afirmaba que su inutilizado brazo la estaba «fastidiando».

¿Fastidiando en qué sentido?

– Bueno, no sé de quién es. Y eso me parece alarmante, doctor.

¿Podría ser suyo?

– Imposible, doctor. ¿No cree que conocería mi propia mano?

Él le pidió que resiguiera el miembro hasta el hombro con la mano derecha. Todo estaba conectado. Entonces, ¿de quién es esta mano?

– ¿No podría ser suya, doctor?

Pero está conectada a usted.

– Usted es médico, y sabe que no siempre podemos creer en lo que vemos.

Otras Mary posteriores daban nombres a sus miembros. Una anciana llamaba al suyo «la Dama de Hierro». Un conductor de ambulancia cincuentón llamaba al suyo «señor Mono Flojo». Dotaban de personalidades a sus brazos, de historias completas. Les hablaban, discutían con ellos, hasta trataban de alimentarlos. «Vamos, señor Mono Flojo. Ya sabe que tiene hambre.»

Lo hacían todo excepto poseerlos. Una mujer dijo que su padre le dejó su brazo al morir.

– Ojalá no lo hubiera hecho. Continuamente me cae encima. Me cae sobre el pecho, cuando estoy durmiendo. ¿Por qué quiso que tuviera esto? Es una carga terrible.

Un mecánico de cuarenta y ocho años le dijo a Weber que el brazo paralizado al lado del suyo en la cama era de su esposa.

– Ahora está en el hospital. Ha sufrido una apoplejía y ha perdido el control del brazo, así que… aquí está. Supongo que se lo estoy cuidando.

Si ese es el brazo de ella, ¿dónde está el suyo?, le preguntó Weber.

– ¡Pues aquí está, claro!

¿No puede levantar su brazo?

– Lo estoy levantando, doctor.

¿Puede aplaudir?

El brazo bueno y solitario se agitó en el aire.

¿Está aplaudiendo?

– Sí.

No oigo nada, ¿y usted?

– Bueno, suena bajo, de acuerdo. Pero eso se debe a que no hay mucho por lo que aplaudir.

El neurólogo Feinberg lo llamaba «confabulación personal». Una historia para conectar el yo cambiante a los hechos sin sentido. En este caso la razón no estaba afectada; la lógica seguía funcionando en cualquier tema excepto en ese. Solo el mapa del cuerpo, la sensación que uno tiene de él, se había fracturado. Y la lógica no desdeñaba redistribuir sus propias partes indiscutibles para lograr de nuevo un verdadero sentido de integridad. Tendido en su habitación de motel a las dos de la madrugada, Weber casi podía notarlo en los miembros que iba enumerando: una única y sólida ficción siempre vence a la verdad de nuestra dispersión.

* * *

Se despertó agitado, de un sueño en el que su trabajo había fracasado estrepitosamente. Todavía estaba hipnopómpico. Pulso elevado y piel húmeda. Un frío latido martilleaba por debajo de su esternón. En Nueva York había sucedido algo y tenía que arreglarlo. En el sueño había estado a punto de nombrarlo. Algo que estropeaba todo lo que había hecho en las dos últimas décadas. Algún cambio en el clima, el viento que se volvía contra él, revelando lo evidente, todas las pruebas de las que él era el último en percatarse. Y por un momento, antes de recobrar del todo la conciencia, recordó haber experimentado el mismo temor de baja intensidad de las noches anteriores.

El espectral resplandor rojo del reloj indicaba las cuatro y diez de la madrugada. Las comidas irregulares y un entorno extraño, que provocaban un descenso de la glucosa en la sangre, adormecían la corteza prefrontal, unos antiguos ciclos fisiológicos relacionados con la rotación de la tierra: el mismo flujo químico detrás de cualquier noche oscura del alma. Weber cerró de nuevo los ojos e intentó reducir la velocidad del pulso y despejar la mente de las desaforadas imaginaciones nocturnas. Se esforzó por situarse y acomodarse en la corriente de su respiración, pero seguía volviendo sin cesar a una serie de nebulosas acusaciones. Hasta las cuatro y media no pudo nombrar lo que sentía: vergüenza.

Nunca le había costado dormir cuando lo deseaba. A Sylvie le maravillaba. «Debes de tener la conciencia de un niño de coro.» En cuanto a ella, se pasaba la noche en blanco incluso por cosas como llegar cinco minutos tarde a la cita con el dentista. La única época de insomnio de Weber tuvo lugar en los primeros meses en la facultad de medicina, tras haberse trasladado de Columbus a Cambridge. Años después, cuando abandonó la práctica clínica, pasó varias noches difíciles. Hubo luego otra semana sin descanso, cuando Jessica les reveló a los dos el secreto que había guardado durante tanto tiempo. Él había tenido la culpa: cada vez que había bromeado con su hija acerca de los chicos, admirando la indolencia y el desinterés que mostraba hacia ellos, la iba destrozando poco a poco.

En ciertas épocas (el primer año en su nuevo laboratorio de Stony Brook; la aparición repentina de su vocación de escritor) no había necesitado dormir en absoluto. Trabajaba hasta después de medianoche, y se levantaba al cabo de una o dos horas con nuevas ideas. Y la misma Sylvie que se maravillaba de que pudiera dormirse solo unos pocos segundos después de haber apoyado la cabeza en la almohada, se quedaba asombrada de su capacidad de pasar una noche tras otra sin dormir apenas. «Un camello, eso es lo que eres. Un camello de conciencia.»

Ahora ella no le habría reconocido. Yacía inmóvil y trataba de vaciarse. «El descanso es tan bueno como el sueño», decía siempre su madre, medio siglo atrás. ¿Demostraban alguna vez los investigadores la falsedad de la sabiduría popular? Pero incluso el descanso le estaba negado. A las cinco y media, los ochenta minutos más largos que había vivido en muchos años, se dio por vencido. Se vistió en la oscuridad y bajó al vestíbulo, desierto salvo por la joven hispana que, detrás del mostrador de recepción, le susurró buenos días y le dijo que el café no estaría disponible hasta al cabo de media hora. Weber, avergonzado por su intempestiva aparición, le indicó que no se preocupara con un gesto de la mano. La chica estaba leyendo un libro de texto universitario: química orgánica.

Empezaba a amanecer. Weber distinguía formas en la luz añil, pero todavía no colores. La calle se veía hermosa, fresca, aletargada. Cruzó la calzada asfaltada hacia la hilera de locales comerciales. Una sola camioneta husmeaba en la estación de servicio Mobil al otro lado de la calle. El oído de Weber se ajustó, sintonizando con la total cacofonía. La sinfonía del amanecer: pitidos y abucheos, silbidos burlones, chirridos, deslizamientos tonales, arpegios y escalas. A aquella hora corría poco riesgo de que lo detuvieran por vagabundeo. Se detuvo en el extremo del aparcamiento del MotoRest, cerró los ojos velados y escuchó.

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