Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Mark hizo una mueca. Aspiró aire y lo retuvo durante quince segundos mientras se tocaba la cicatriz de la traqueotomía.

– El psiquiatra es usted, ¿no? Tiene que explicarme esta cabronada.

Weber echó mano de su experiencia profesional.

– Podríamos hacer unos test que nos ayudarían a descubrir lo que ocurrió.

No era exactamente una mentira. Había visto cosas más raras. Como expectativa esperanzadora cumplía bastantes requisitos.

Trabajaron durante mucho rato. Mark se encorvó sobre los test, aferrando el bolígrafo con tanta tenacidad como había asido el mando de control. Pese a lo mucho que le costaba concentrarse, logró completar la mayor parte de las tareas. Mostraba cierto deterioro cognitivo. Su madurez emocional estaba por debajo de la media, pero no mucho más, supuso Weber, que la de los otros participantes en la confrontación de la mañana. En ese aspecto, hoy día todos los habitantes de Norteamérica habrían puntuado por debajo de la media. Evidenciaba ciertos síntomas de depresión, pero a Weber le habría sorprendido que no fuese así. En el verano de 2002, estar al borde de la depresión era una señal indicadora de reacción adecuada.

Otros test sacaron a relucir una paranoia. Hasta mediados de la década de 1970, muchos expertos sostenían que el síndrome de Capgras era el producto secundario de un estado paranoico. En un cuarto de siglo se había invertido la relación de causa y efecto. A fines de los años noventa, Ellis y Young sugirieron que los pacientes que perdían la respuesta afectiva hacia las personas conocidas se convertirían, con toda probabilidad, en paranoicas. Siempre sucedía lo mismo con las ideas: remóntate lo suficiente, y verás que las nubes en movimiento causan el viento. Si Weber vivía para verlas, unas inversiones más desatinadas estaban en camino. Llegaría el día en que la última relación de causa y efecto desaparecería en bosques de redes enmarañadas.

Pero era indiscutible que el Capgras y la paranoia se correlacionaban. Por ello no fue sorprendente que las puntuaciones de Mark mostraran unas suaves tendencias paranoicas. Lo que los test de Weber no podían determinar era qué clase de horror mantenían a raya los destellos de manía persecutoria y de payasadas.

A Mark le maravillaba la cháchara profesional de Weber.

– ¡Fantástico! Si pudiera hablar como usted, no habría día que no echara un polvo.

Se puso a imitar la jerga psiquiátrica, y lo hizo de una manera lo bastante convincente para sacarse un buen sueldo en algún lugar de la Costa Oeste.

– Voy a leerte un relato, y quiero que lo repitas -le dijo Weber. Tomó el texto estándar y lo leyó a un ritmo normal-. «Hace mucho tiempo, un campesino cayó enfermo. Fue al médico del pueblo, pero no logró curarle. El médico le dijo: "Solo la mirada de alguien feliz hará que seas feliz de nuevo". Así pues, el campesino recorrió el pueblo en busca de alguien feliz, pero no encontró a nadie. Se fue a casa. Pero antes de que llegara a su granja, vio un ciervo de aspecto feliz que corría por las colinas, y empezó a sentirse un poco mejor.» Ahora repítemelo.

– Como quiera -gruñó Mark-. Bueno, tenemos a un tipo que se quedó hecho polvo y tuvo una depresión. Fue al hospital, pero nadie podía ayudarle. Le dijeron que fuese en busca de alguien más feliz que él, así que fue al centro de la ciudad, pero no pudo encontrar a nadie. Entonces se fue a casa. Pero por el camino vio a ese animal y pensó: «Este bicho es más feliz que yo». Fin.

Se encogió de hombros, esperando su puntuación y despreciándola al mismo tiempo.

Aquella tarde, durante una pausa de los test, Mark preguntó:

– ¿Usted también está montado?

La grabadora aún estaba en marcha. Weber se lo tomó con desenfado. La criatura a la que estaba cazando se había relajado en un lugar soleado, frente a él.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿También le han construido a base de piezas?

El sencillo tono de voz, la tranquila actitud corporal: podría estar saludando a un vecino por encima de la valla. Amablemente cortés, pero situado al borde del abismo insondable.

– ¿Crees que no soy humano?

– «No sabría decírtelo» -le imitó Mark-. «¿Tú qué crees?» -Sus ojos se volvieron hacia algo que se movía detrás de Weber-. ¡Eh! ¡Muñeca Barbie!

Weber se volvió, sorprendido. Barbara Gillespie estaba a su lado, vestida con un traje sastre de color ocre apropiado para ir a una entrevista de trabajo. Le saludó disimuladamente en una fracción de segundo antes de dirigirse a Mark.

– ¡Señor S.! Tiene que someterse a un cambio de aceite completo.

Mark dirigió a Weber una mirada llena de júbilo canalla.

– No se preocupe. No es tan interesante como suena ni mucho menos.

Barbara miró a Weber.

– ¿Vuelvo más tarde? ¿Necesitan más tiempo?

La tácita alianza hizo que Weber se sintiera nervioso.

– A decir verdad, habíamos terminado.

Ella le miró de soslayo, casi un interrogante. Se volvió hacia Mark y señaló el baño.

– ¡Ya has oído al doctor!

Mark se puso en pie. Cruzó rápidamente la puerta del baño, pero al cabo de un instante salió.

– Creo que voy a necesitar ayuda.

– Bien pensado, cariño. Pero esta vez déjate puesta la toalla, ¿de acuerdo?

– ¡Me ha llamado cariño! La ha oído, loquero, ¿no es cierto? ¿Testificará ante el tribunal?

Cuando la puerta volvió a cerrarse, Barbara se volvió hacia Weber y le sostuvo la mirada: de nuevo la conexión que le hacía sentirse incómodo.

– ¿Podría tomar nota de que su impulso sexual no parece afectado?

Weber se tocó el lóbulo de la oreja.

– Perdóneme por hacerle la pregunta más trivial del mundo. ¿Nos hemos visto antes?

– ¿Quiere decir antes de un par de días atrás?

Él no sonrió. Había llegado a una edad en la que toda persona que encontraba en su camino encajaba en una de las treinta y seis plantillas fisiognómicas disponibles. El número de personas a las que había visto una sola vez en su vida alcanzaba unas proporciones apabullantes. Alrededor de los cincuenta años había cruzado el umbral tras el que cada persona nueva a la que conocía le recordaba a otra. El problema se exacerbaba cuando completos desconocidos le saludaban con familiaridad. Podía cruzarse con alguien en los pasillos del centro médico universitario y, seis meses después, verle en unas galerías comerciales, abrumado por la sensación de que esa persona tenía alguna clase de relación profesional con él. Las praderas vírgenes de Nebraska eran un paraíso, después de los campos minados de Long Island y Manhattan. Sin embargo, había dispuesto de dos días para situar a aquella mujer y aún no lo había conseguido.

Barbara procuró no sonreír.

– Si nos hubiésemos visto antes, lo recordaría.

De modo que sabía quién era él, tal vez incluso le había leído. ¿Por qué una auxiliar de un centro asistencial habría de leer esa clase de libros? La intolerancia que reflejaba su propia pregunta era inexcusable, sobre todo para un hombre que en cierta ocasión dedicó todo un capítulo a los errores categoriales y los prejuicios que asedian al sistema de circuitos humanos. La miró fijamente, atraído por la incertidumbre que despertaba en él aquella mujer.

– ¿Cuánto tiempo lleva en Dedham Glen?

Ella miró al techo y simuló hacer un cómico cálculo.

– Ya llevo aquí una buena temporada.

– ¿Dónde estuvo antes?

Era absurdo que tratara de alcanzar la luna lanzando unas pocas piedras dispersas en la oscuridad.

– En Oklahoma City.

Frío, cada vez más frío.

– ¿Hacía el mismo trabajo?

– Parecido. Allí en un gran centro público.

– ¿Qué la trajo a Nebraska?

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