* * *
A la tercera mañana se personó en Dedham Glen. Necesitaba más psicometría, hacer pruebas en busca de unas tendencias al delirio más claras. Encontró el lugar con facilidad. Pese a la maraña del valle fluvial, la ciudad era una hoja de papel de gráfica. Dos días en aquella cuadrícula perfecta y, siempre que uno no tuviera lesiones que afectaran a la orientación espacial, podría encontrar cualquier lugar.
Tres niños gigantes estaban sentados en el suelo alrededor del televisor de Mark. Este, con su gorro de lana puesto, se encontraba entre un tejón con uniforme de presidiario y un hombre de pecho como un barril, con gorro de caza y chándal. Weber los reconoció por las fotografías de Karin.
En la pantalla, una carretera a través de un ondulante paisaje marrón se extendía desde el horizonte. Las luces traseras de unos coches de chasis bajo avanzaban serpenteando por el asfalto. Los tres jóvenes sentados sufrían sacudidas a la vez que las luces traseras, a la manera en que lo hacía a veces Jessica, que era diabética, en la fase intermedia del shock insulínico. Las imágenes parecían de cine casero, una carrera automovilística real filmada con cámara manual y con una vibrante banda sonora tecno a un volumen excesivo. Entonces Weber vio los cables. Cada miembro del trío estaba unido por un cordón umbilical a una consola de juego. La carrera, en parte película normal y en parte dibujos animados, derivaba a medias de los cerebros del trío.
Los cables le recordaban a Weber sus tiempos de licenciado, en el ocaso del conductismo: viejos experimentos de laboratorio con palomas y monos, criaturas a las que habían enseñado a no querer nada más que apretar botones y mover palancas durante todo el día, fusionándose con la máquina hasta que caían exhaustos. Los tres hombres se habían convertido en la música sinuosa, la carretera serpenteante y el rugido del motor, pero no mostraban señales de que fueran a desfallecer de un momento a otro. Los cambios en la pantalla producían cambios en la fisiología, que volvían a reflejarse en el mundo de la pantalla.
La cinta de la carretera viró con brusquedad a la derecha y flotó antes de caer. Los automóviles se alzaron, el morro en el aire. Entonces se oyó el crujido del acero cuando el chasis volvió a entrar en contacto con el suelo, y los tres cuerpos absorbieron el impacto. Los motores chirriaron, ahogándose en el firme. El ruido era como de olas rompientes mientras los conductores metían marchas superiores. Unas motas visibles más adelante, en la pendiente, fueron agrandándose hasta convertirse en otros vehículos a toda velocidad, a los que los coches en primer plano trataban de adelantar. Era imposible saber dónde tenía lugar la carrera. Algún lugar desierto. Algún estado rural con más vacas que personas, a medio camino entre la pradera y el desierto. Unas pocas urbanizaciones de casas exactamente iguales, estaciones de servicio, galerías comerciales… el montaje escenográfico del juego electrónico, que podría ser el interior de Norteamérica. Llovió durante unos segundos. Entonces la lluvia se convirtió en aguanieve y esta en nieve. La luz del día cedió el paso a la oscuridad. Al cabo de un momento se alzó la noche, mientras la carrera proseguía unas decenas de kilómetros más por la imaginaria carretera.
Fuera cual fuese la lesión que padecía Mark Schluter, sus pulgares y la conexión de los mismos seguían intactos. Los recientes estudios de un colega de Weber indicaban que enormes zonas de la corteza motora de los niños enganchados a los juegos electrónicos se volcaban en los pulgares, y que muchos ejemplares de la emergente especie Homo ludens favorecían ahora los pulgares en detrimento de los dedos índices. El control de mando del juego había consumado por fin uno de los tres grandes saltos de la evolución de los primates.
Los tres jóvenes sentados en el suelo se tocaban mutuamente con los codos, y sus cuerpos eran extensiones de los coches que pilotaban. Apareció una zona abierta donde la carretera dejaba de culebrear y avanzaba recta entre colinas arenosas hacia una línea de meta ya visible. Los corredores aceleraron, empujándose unos a otros para conseguir una mejor posición. Llegaron a una última curva a la derecha. Uno de los coches derrapó hacia la cuneta y coleó. El conductor compensó en exceso el desvío y, al volver al centro de la carretera, chocó con los vehículos de sus compañeros. Los tres coches quedaron trabados y se elevaron en un espectacular tirabuzón. Se desplomaron sobre una hilera de vehículos más lentos que estaban llegando a la meta. Uno de los coches salió rebotado y se estrelló contra la tribuna llena de gente. La pantalla se convirtió en una mancha brillante. La gente huía en todas direcciones, como termitas que evacuaran su nido incendiado. El coche estalló con una llamarada oleaginosa. Se elevó un grito que trazó un arco en el aire y cayó al suelo convertido en risa. De entre las llamas salió el conductor con traje ignífugo, chamuscado del casco a las botas, y se puso a bailar como un loco.
– Hostia puta -dijo el gañán con aspecto de tejón- Eso es lo que yo llamo un gran final, Gus.
– Joder, es increíble -confirmó el del pecho como un tonel-. La bola de fuego más grande que he visto jamás.
Pero el tercer conductor, el único al que Weber había ido a ver, se limitó a decir monótonamente:
– Esperad. Dadme ese cacharro. Una vez más.
Ahora que los motores estaban en silencio, el tejón alzó la vista y vio a Weber en el umbral. Codeó ligeramente a Mark.
– Tenemos compañía, Gus.
Mark se dio la vuelta, los ojos brillantes y asustados al mismo tiempo. Al ver a Weber, resopló.
– No es compañía. Es el Alienista. Un hombre famoso, mucho más famoso de lo que cree la mayoría de la gente.
– ¿Quiere jugar un poco? -le ofreció el que llevaba el gorro de caza-. De todos modos, ya estábamos terminando.
Weber se metió la mano en el bolsillo y encendió la grabadora.
– Adelante -replicó-. Dad otra vuelta. Yo me quedaré aquí sentado, pensando en mis cosas.
– ¡Eh! Qué manera de comportarme. ¿Dónde están mis modales? -Mark se puso en pie y presentó orgullosamente a sus amigos-. Aquí tiene a Duane Cain, loquero, y ese de ahí… -Señaló al tejón-. Eh, Gus. ¿Quieres decirme otra vez quién diablos eres? -El tejón hizo un gesto obsceno con un dedo. Mark se echó a reír, una risa que era como el ruido de una bombona de gas que se vaciara-. Lo que tú digas. Este es Tommy Rupp. Uno de los mejores conductores del mundo.
Duane Cain soltó una risotada.
– ¿Conductores? Golfistas, si acaso.
Weber observó al trío que maniobraba para situarse de nuevo en la línea de salida. La primera vez que vio una de aquellas cajas tenía treinta y cuatro años. Había ido en busca de Jessica, entonces de siete años, a casa de una amiga. Vio a las chicas ante la pantalla y las regañó. «¿Qué clase de niñas sois, viendo la televisión cuando hace un día tan estupendo?»
La pregunta hizo que las pequeñas lanzaran burlones aullidos. Respondieron en tono despectivo que aquello no era televisión. En realidad, se trataba de una mesa de ping-pong lobotomizada y puesta de lado. Él contempló la escena fascinado. No el juego, sino a las niñas. El juego era ruidoso, monótono y repetitivo. Pero las dos chicas habían emprendido el vuelo, se encontraban en algún lugar del profundo espacio simbólico.
– ¿Por qué esto es mejor que el verdadero ping-pong? -le preguntó a la pequeña Jess.
Quería conocer de veras la respuesta. El mismo interrogante que le acosaba en su trabajo. ¿Qué peculiaridad tenía la especie que salvaba el símbolo y descartaba la cosa que representaba?
Su hija de siete años suspiró.
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