Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Weber se acarició la barba.

– Claro que puedes confiar -le dijo, y guardó silencio.

– Además -le suplicó con un hilo de voz-, ¿no resulta más científico aceptar la explicación más verosímil?

Aquella noche, en el MotoRest, las palabras de Sylvie por teléfono fueron como bálsamo para sus heridas.

– ¡Ah! Conozco esa voz. Espera… no me lo digas. Eres el hombre que antes vivía aquí.

Él no podía recordar nada de lo que quería decirle. No importaba. Ella estaba cebada con sus propios relatos.

– Tu brillante hija Jessica acaba de obtener una beca de la Nacional Science Foundation para jóvenes investigadores. Parece ser que este año todavía pueden destinar fondos a la búsqueda de planetas. -Mencionó una suma considerable-. En California tendrán que darle un puesto permanente, solo por el botín que ella está consiguiendo.

Jess, su Jess. ¡Mi hija! ¡Mis ducados!

Sylvie le habló de la larga aventura del día, sus intentos de atrapar a una familia de mapaches que tenían habituales reuniones de club del libro en el desván de los Weber. Se proponía capturarlos vivos y llevarlos en coche dando vueltas durante mucho tiempo y a plena luz del día, para aturdidos antes de abandonarlos detrás de unas galerías comerciales en el pueblecito de Centereach.

– Bueno, ¿qué has aprendido hoy de tu paciente con problemas de identificación? -le preguntó finalmente.

Él se recostó en la cama de motel, cerró los ojos y mantuvo contra la mejilla el teléfono que parecía un calzador.

– Hay una fina hojita de papel de plata colocada entre ese joven y la disolución. Basta con mirarle para que todo cuanto creo saber sobre la conciencia se volatilice.

La conversación cambió de rumbo. Weber tuvo dificultades en saber por dónde quería ir. Preguntó por el tiempo que hacía en Chickadee Way, por el aspecto que presentaba el lugar.

– La bahía Conscience estaba espléndida, cariño. El agua parecía cristal, como el tiempo inmovilizado.

– Me lo imagino -replicó él.

La aguja habría saltado.

Trabajó hasta altas horas en sus notas. Un frío húmedo de junio, que se burlaba de la imagen que él tenía de las Grandes Llanuras, saturaba la habitación. No encontró la manera de cerrar el aire acondicionado o de abrir una ventana. Se tendió en la cama, iluminado por el resplandor ámbar del reloj digital, entregado a una evaluación de sí mismo. Llegó la medianoche y pasaron las horas, y sus ojos no se cerraban. Él había visto antes la nota. Karin Schluter la fotocopió y la guardó en la gruesa carpeta que le había enseñado el primer día. Ahora, totalmente insomne, trató de decidir si había mentido al decir que no la conocía, o si tan solo se había olvidado.

* * *

Había visto cómo es la auténtica ceguera a los rostros, y en el caso de Mark no se trataba de eso. En todos sus libros aparecía cierto grado de agnosia: ceguera a los objetos, ceguera a los lugares, ceguera a la edad o la expresión o la mirada. Había escrito acerca de personas que no podían distinguir los alimentos, los coches o las monedas, aunque una parte de sus cerebros aún podía interactuar con aquellos objetos que les desconcertaban. Había contado la historia de Martha T., entusiasta de la ornitología, que de la noche a la mañana perdió la capacidad de distinguir un abadejo de un carpintero de pechuga roja, y sin embargo aún podía describir con detalle en qué se diferenciaban las aves. En varias ocasiones había descrito en sus obras la prosopagnosia. El cerebro se adaptaba sin cesar a las enfermedades realmente vertiginosas.

En El país de la sorpresa aparecía Joseph S. A los veintipocos años un atracador le hirió en la cabeza con una pistola de pequeño calibre, dañando una reducida zona de la región inferotemporal derecha, la circunvolución fusiforme. Perdió la capacidad de reconocer a sus conocidos, amigos, familiares, seres queridos y celebridades. Podía pasar por el lado de cualquiera sin reconocerlo, por muy recientemente que se hubieran encontrado. Incluso le resultaba difícil reconocer su imagen reflejada en el espejo.

– Sé que son rostros -le dijo Joseph S. a Weber-. Puedo ver las diferencias en cada facción, pero no se distinguen. No significan nada para mí. Piense en las hojas de un arce enorme. Ponga dos cualesquiera una al lado de la otra y verá lo diferentes que son. Pero mire el árbol y trate de nombrar las hojas.

Nada que ver con la memoria: Joseph podía hacer con cierto detalle descripciones precisas de los rasgos que sus amigos deberían tener, pero era incapaz de reconocer esos rasgos cuando los veía reunidos en un rostro.

A pesar de su grave lesión, John S. se doctoró en matemáticas y emprendió una carrera universitaria coronada por el éxito. En las pruebas para determinar el cociente intelectual, puntuó por encima de lo establecido como máximo, sobre todo en razonamiento espacial, navegación, memoria y rotación mental. Le describió a Weber sus complejos sistemas compensatorios: indicaciones de la voz, la indumentaria, el tipo corporal y las minúsculas proporciones entre la separación de los ojos, la longitud de la nariz y el grosor de los labios. «Me he vuelto lo bastante rápido para engañar a mucha gente.»

Tan solo los rostros: nada más le creaba problemas. De hecho, tenía más destreza que la mayoría para percibir pequeñas diferencias en objetos casi idénticos, guijarros, calcetines, ovejas. Pero sobrevivir en la sociedad dependía de la posibilidad de realizar constantemente unos asombrosos cálculos faciales como si fuesen un juego de niños. Joseph S. vivía como un espía detrás de las líneas enemigas, realizando por medio de complicadas operaciones matemáticas y algoritmos lo que todos los demás hacían con la facilidad con que respiraban. Cada momento en público exigía estar totalmente alerta. El paciente creía que el problema contribuyó a la ruptura de su primer matrimonio. Su mujer no soportaba que tuviera que estudiarla a fondo a fin de distinguirla entre otras personas. «A punto estuvo de costarme también mi matrimonio actual.» Una tarde, vio en el campus a su segunda esposa y la abrazó. Solo que no era su esposa. No era nadie a quien conociera. Weber escribió:

Lo que consideramos un único y sencillo proceso es en realidad una larga cadena de montaje. La visión requiere una cuidadosa coordinación entre treinta y dos o más módulos cerebrales independientes. Reconocer un rostro necesita por lo menos una docena… Estamos programados para identificar rostros. Dos galletas Oreo y una zanahoria pueden hacer que un niño aúlle o se ría. Ahora bien, las numerosas y delicadas conexiones entre los módulos pueden romperse por varios lugares distintos…

Según las zonas dañadas, una persona podría perder su capacidad de distinguir el sexo, la edad, la expresión emocional de un rostro o hacia dónde dirige este su atención. Weber mencionaba a un paciente que era totalmente incapaz de decidir lo atractiva que parecía una cara determinada. En su propio laboratorio, reunió datos según los cuales algunos pacientes con ceguera a los rostros en realidad cotejaban caras sin que su mente consciente lo supiera.

Pocas eran las semanas en las que no recibía cartas de ansiosos lectores que se debatían con una u otra forma atenuada de incapacidad de reconocer a viejos conocidos. A algunos les consolaba la demoledora premisa de Weber: la de una simple peculiaridad neurológica que revelaba que todo el mundo padecía alguna forma de prosopagnosia. Incluso el reconocimiento normal falla cuando la cara observada está boca abajo.

Mark Schluter no era ciego a los rostros, sino todo lo contrario: veía diferencias inexistentes. A quienes más se parecía Mark era a las personas que Weber había conocido y para las que cada cambio de expresión podía dar origen a un nuevo y distinto individuo. Esa pesadilla se proyectó en el interior de los párpados cerrados de Weber poco antes de dormirse, mientras miraba el millón de hojas de un árbol que se alzaba por encima de él, cada hoja una vida con la que alguna vez tuvo contacto, un momento en una vida, incluso un aspecto emocional particular de ese momento aislado, cada mirada un objeto independiente que identificar, único y multiplicándose en miles de millones, más allá de la capacidad humana de simplificar por medio de nombres…

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