Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Mire, no puedo perder ese empleo. Es lo mejor que me ha ocurrido desde que murió mi padre. Me necesitan para que mantenga en funcionamiento esas tolvas. He de ponerme en contacto con el jefe lo antes posible.

– Veré lo que puedo averiguar -le dijo Weber.

La aguja se agitó de nuevo ante la foto de la auxiliar de enfermería que se ocupaba de Mark.

– ¡La muñeca Barbie! Bueno, de acuerdo, ya sé que esta señora Gillespie tiene prácticamente su edad, pero sigue siendo una maravilla. A veces creo que es la única persona que ha sobrevivido a la invasión de los androides.

También reaccionó a la foto de Bonnie Travis. De hecho, al observar el medidor mientras Mark examinaba la foto, Weber descubrió algo que Karin Schluter no había mencionado.

Mark asintió al ver la foto de Cattle Call. La aguja no indicó que Mark asociara a aquel grupo con la inquietud de su última noche indemne.

– Estos tipos están bien. No tienen nivel para tocar en Omaha ni nada de eso, pero sentido musical no les falta, y hasta un poco de sonido High Lonesome, dos cosas que no son fáciles de combinar, créame. Si quiere, le llevaré a escucharlos.

– Podría ser interesante -respondió Weber.

Cuando Mark vio la foto de sus padres, apareció en la pantalla otra línea recta. Mark se metió la mano no conectada bajo el gorro de lana y se rascó la cabeza.

– Sé qué es lo que quiere que le diga. Este se parece a Harrison Ford y Finge ser mi padre. Esta… es la idea que alguien tuvo de mi madre en un buen día. Pero la verdad es que se parecen como un huevo a una castaña. Espere un momento. -Recogió el montón de fotos y las estrujó-. ¿De dónde las ha sacado?

Había sido una estupidez no preverla, pero la pregunta cogió desprevenido a Weber. Revisó velozmente todas las mentiras posibles. Entonces apoyó la cara en el puño, miró a Mark a los ojos y no dijo nada.

Las teorías se agolparon en la mente de Mark, y se puso frenético.

– ¿Se las ha dado ella? ¿No se da cuenta de lo que está ocurriendo? Creía que era usted un famoso prodigio intelectual de la Costa Este. Ella les roba estas buenas fotos a mis amigos. Entonces contrata a actores que se parecen un poco a mi familia. Hace unas cuantas fotos. ¡Y ya está! De repente, tengo toda una nueva historia. Y, como nadie conoce la verdadera, tengo que cargar con ella.

Golpeó la foto de sus padres con el dorso de la mano. Arrojó el rimero de fotos sobre la mesa, entre ellos, y se quitó de los dedos las pinzas de los electrodos.

Weber recogió la foto del padre de Mark Schluter.

– ¿Podrías decirme qué es exactamente en lo que no parece…?

Mark le arrebató la foto de las manos. La rompió por la mitad, casi decapitando a su padre, y tendió los fragmentos a Weber.

– Un regalo para la señorita Espacio Profundo… -Se oyó un grito ahogado procedente del pasillo. Mark se apresuró a levantarse-. ¡Eh! Si quieres espiarme, ven aquí…

Se dirigió a la puerta, dispuesto a ir en su busca. Karin entró bruscamente en la estancia.

Pasó rozando a su hermano y recogió los trozos de fotografía.

– Pero ¿qué crees que estás haciendo, destrozando así a tu propio padre? -Le amenazó con los fragmentos-. ¿Cuántas fotos como esta crees que tenemos?

Su actitud hizo que él se detuviera en seco. La pura cólera de Karin le desconcertaba. Permaneció quieto, dócil, mientras ella encajaba los pedazos y evaluaba los daños.

– Se pueden pegar con cinta adhesiva -dijo por fin. Miró furibunda a su hermano, sacudiendo la cabeza-. ¿Por qué haces esto?

Se sentó en la cama, temblorosa. Mark se sentó también, sumiso ante algo demasiado grande para su comprensión. Weber se limitaba a observar. En eso consistía su trabajo, en observar e informar. A lo largo de veinte años se había labrado toda una reputación al exponer la inadecuación de la teoría neuronal frente a su gran humilladora, la observación.

– ¿Qué sientes en este momento? -preguntó.

– ¡Ira! -gritó Karin, antes de darse cuenta de que la pregunta no era para ella.

Cuando Mark habló, lo hizo en un tono mecánico.

– ¿Por qué le interesa saberlo? -Echó la cabeza atrás-. Usted no lo comprende. Viene de Nueva York, donde cada quisque es Dios o algo por el estilo. Aquí la gente… Mire, mi hermana es rara, pero es la única aliada que tengo. Solos ella y yo contra todo el mundo. ¿Esta mujer? -Señaló a Karin y soltó un bufido-. Ya ha visto que ha intentado atacarme. -Se sentó en la mesa de las pruebas y se echó a llorar-. ¿Dónde está? La echo de menos. Quisiera verla de nuevo, aunque solo fuera durante cinco segundos. Temo que pueda haberle ocurrido algo.

Karin Schluter sollozó también. Alzó las palmas y dio un par de pasos hacia la puerta, pero se detuvo y volvió a sentarse. La cinta de la grabadora giraba. En algún rincón de su mente, Weber estaba ya escribiendo aquella extraña escena. Mark jugueteaba con el medidor de la reacción galvánica de la piel y dirigía miradas aterradas a su alrededor. Entonces, como electrificado por la corriente, cerró el puño y se irguió.

– Escuche. Acabo de tener una idea. ¿Podemos intentar algo? ¿Podría usted…?

Mark tendió a Weber las pinzas de los electrodos. El doctor pensó en negarse, tan afablemente como le fuera posible, pero en dos décadas de investigación nadie había rechazado jamás sus pruebas. Sonriente, se fijó los contactos en las yemas de los dedos.

– Dispara cuando quieras.

Mark Schluter deslizó la pelvis hacia delante. Sus miembros se movían como las aspas de un molinillo de hojalata. De un bolsillo de los tejanos extrajo un papel arrugado. Al verlo, su hermana gimió de nuevo. Mark observó el medidor. Desdobló el papel y se lo tendió a Weber. Con una caligrafía frenética, defectuosa, casi ilegible, alguien había garabateado:

No soy nadie,

pero esta noche en la carretera North Line

DIOS me ha conducido a ti

para que puedas vivir

y traer de vuelta a alguien más.

– ¡Mire! -exclamó Mark-. Se ha movido. La aguja ha saltado. Ha subido hasta aquí. ¿Qué significa esto? Dígame qué significa.

– Tendrás que calibrarlo -respondió Weber.

– ¿Había visto antes esta nota? -Mark mantenía la mirada fija en el medidor-. ¿Sabe quién la ha escrito?

Weber sacudió la cabeza.

– No. -Una pura y extraña curiosidad.

– ¡Ha vuelto a moverse! No me joda, hombre. De lo que estamos hablando aquí es de mi vida.

– Lo siento. Ojalá pudiera decírtelo, pero no sé nada de ello.

Incluso a él mismo le sonaban a falsas estas palabras.

Indignado, Mark le hizo una seña para que se quitara las pinzas de los dedos. Señaló hacia la cama.

– Conéctela a ella.

Karin se puso en pie, agitando ambas manos.

– Te he dicho cien veces todo lo que sé de esa nota, Mark.

Él no cejó hasta que ella estuvo sentada y con las pinzas de los electrodos en los dedos. Entonces le lanzó una andanada de preguntas. ¿Quién ha escrito esto? ¿Quién lo encontró? ¿Qué significa? ¿Qué tengo que hacer con esto? Karin respondió a cada acusación con creciente impaciencia.

– ¡No ha pasado nada! -exclamó Mark-. ¿Significa esto que está diciendo la verdad?

Significaba que la conductancia de su piel se mantenía invariable.

– No significa nada -dijo Weber-. Tienes que calibrarlo.

Por la tarde, antes de marcharse, Weber se lo planteó a Mark.

– Hay un síndrome llamado Capgras. Es muy infrecuente que suceda, pero a veces, cuando el cerebro sufre una lesión, uno pierde la capacidad de reconocer…

Le interrumpió un grito primigenio.

– Joder, doctor, no empiece con eso. Es lo mismo que dice el médico del hospital. Pero él está conchabado. Esa mujer debe de mamársela o algo así. -Miró fijamente a Weber, con un ruego en los ojos-. Creía que podía confiar en usted, loquero.

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