Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Mucho tiempo atrás, Weber había iniciado esa extensa retirada del mundo que los hombres ambiciosos comienzan alrededor de los cuarenta años. Todo lo que quería hacer era trabajar. Sus viejas aficiones -la guitarra, la caja de pinturas, la raqueta de tenis, los cuadernos de poemas- las almacenó en rincones de aquella casa demasiado grande, en espera del día en que pudiera rescatarlas. Ahora únicamente la vela le procuraba una satisfacción constante, y eso solo como una plataforma para llevar a cabo una mayor reflexión cognitiva. Debía esforzarse por permanecer sentado para ver largometrajes. Temía las periódicas invitaciones a cenar, aunque, a decir verdad, en general disfrutaba una vez que la velada estaba en marcha, y los anfitriones siempre podían contar con él para que hiciera una o dos demostraciones de singular pirotecnia verbal. Historias de la cripta, los llamaba Sylvie: relatos que demostraban a los invitados reunidos que nada de lo que creían ver o sentir era necesariamente cierto.

No había perdido la capacidad de gozar de los placeres mundanos. Un paseo alrededor de la presa del molino aún le complacía en cualquier estación, aunque ahora utilizaba esos paseos más para refrescar los pensamientos estancados que para contemplar los patos o los árboles. Aún se permitía lo que Sylvie llamaba incursiones: constantes y sencillos tentempiés, una debilidad por los dulces que tenía desde la infancia. Su esposa se enamoró de él cuando, a los veintiún años, le declaró que el intenso metabolismo de la glucosa era esencial para el esfuerzo mental sostenido. Cuando doblaba esa edad y su cuerpo empezó a experimentar unos cambios tan profundos que ya no lo reconocía, hizo un breve esfuerzo por reducir aquel cotidiano placer antes de aceptar aquella extraña y nueva figura como la suya.

Aún disfrutaba de la fundamental compañía de su esposa. Él y Sylvie todavía se tocaban sin cesar. Acicalamiento simiesco, lo llamaban. Se rozaban constantemente las manos mientras leían juntos, se hacían masajes en los hombros mientras fregaban los platos. «¿Sabes lo que eres? -le acusaba ella, pellizcándole-. Nada más que un viejo y sucio fetichista del manoseo del cuello.» Él se limitaba a responder con gruñidos de felicidad.

A intervalos cada vez más espaciados que ninguno de los dos se molestaba en calcular, aún tenían relaciones sexuales. Por irregular que fuese, la persistencia del deseo les sorprendía a los dos. El año anterior, en su trigésimo aniversario, él calculó el número de clímax que había compartido con la pequeña Sylvie Bolan desde su primera incursión en la litera superior de la residencia estudiantil de ella en Columbus. Uno cada tres días, por término medio, durante un tercio de siglo. Cuatro mil detonaciones, unidos por las caderas. Las noches de éxtasis animal siempre les divertían, cuando volvían en sí, cuando regresaban al azoramiento de la conversación. Encorvada contra su costado, riendo un poco, Sylvie decía: «Ha sido precioso. Gracias, cariño», antes de dirigirse con pasos silenciosos al baño para lavarse. Una persona podía aullar y gritar abandonándose al placer solo un número limitado de veces. El tiempo no te avejentaba; la memoria, sí.

Sí, la lentitud del cuerpo, los neurotransmisores del placer gradualmente agotados, los habían enfriado. Pero también había otra cosa: acabas pareciéndote a quien amas. Él y la esposa de su edad se parecían ahora tanto que no podía existir la extrañeza del deseo entre ellos. Ninguna, salvo la impenetrable a la que él se había entregado. El país de la sorpresa perpetua. El cerebro desnudo. El enigma básico a punto de ser resuelto.

Esperaba a Karin Schluter bajo un ruido machacón. Por encima de su cabeza, alguien aullaba de dolor, acompañado de música tecno, rogando que le practicaran la eutanasia. Un antro de comidas, una larga cola de chicos con tejanos retro, desteñidos con ácido, entre los que destacaba Weber, pues aunque había prescindido de la chaqueta y la corbata, llevaba unos pantalones caqui y un chaleco de punto. Karin reprimió la risa al acercarse a él.

– ¿No tiene calor con eso?

– Mi termostato está un poco bajo.

– Eso he observado -bromeó ella-. ¿Se debe a tanta ciencia?

Karin había elegido un local en el campus de la universidad llamado Pioneer Pizza. Su nerviosismo del día anterior se había serenado. Jugueteaba menos con el cabello. Sonrió a la bandada de estudiantes que les rodeaban, mientras la camarera los iba acomodando.

– Estudié aquí, en la época en que esto era todavía la Universidad Estatal de Kearney.

– ¿Cuándo fue eso?

Ella se ruborizó.

– Diez años. Doce.

– No es posible.

Esas palabras sonaron ridículas en sus labios. A Sylvie le habrían producido un ataque de hilaridad. Karin se limitó a sonreír.

– Aquellos fueron días salvajes. Estaba demasiado cerca de casa para mi gusto, pero aun así… Mis amigos y yo fuimos los únicos, entre Berkeley y el Mississippi, que protestamos contra la guerra del Golfo. Aquella panda de jóvenes republicanos se ensañaron con mi novio de entonces solo porque llevaba una insignia que decía: «¡Sangre por petróleo no!». ¡Lo ataron y le pusieron un lazo amarillo!

Su júbilo se esfumó con tanta rapidez como había aparecido. Miró a su alrededor con una expresión de culpabilidad en los ojos.

– ¿Qué me dice de su hermano?

– ¿Se refiere a los estudios? A Mark más o menos tuvieron que darle un diploma honorario en la escuela secundaria. No me interprete mal. No es idiota. -Hizo una mueca al reparar en que hablaba en presente-. Siempre fue muy pillo. Sabía lo que quería un profesor y podía determinar el mínimo imprescindible necesario para aprobar los exámenes. No es que hiciera falta ser un genio para engañar al profesorado del instituto de Kearney. Pero Mark solo quería arreglar camionetas y gandulear con los video-juegos. Podía pasarse encorvado sobre un nuevo juego veinticuatro horas sin levantarse siquiera para hacer pipí. Yo le decía que debería conseguir un puesto como probador de juegos.

– ¿Cómo se ganó la vida después de graduarse?

– Bueno, «ganarse la vida…». Estuvo en una hamburguesería hasta que papá lo echó de casa. Luego trabajó en el almacén de accesorios Napa y vivió como un indio durante mucho tiempo. Su amigo Tom Rupp le consiguió un empleo en la planta de la IBP en Lexington.

– ¿La IBP?

Ella arrugó la nariz, sorprendida de su ignorancia.

– Infierno Bovino Procesado…

– ¿Infierno…?

Ella se ruborizó. Se puso tres dedos en los labios y sopló en ellos.

– Bueno, la I se refiere a Iowa. Aunque ya se sabe: Iowa, infierno. La diferencia es inapreciable.

– ¿Trabajaba Mark en un matadero?

– No es un matarife de vacas ni nada por el estilo. Ese es Rupp. Markie repara la maquinaria. -Bajó los ojos de nuevo-. Supongo que debería decir «reparaba». -Alzó la cabeza y le miró. Sus ojos tenían el color de centavos oxidados-. No volverá a trabajar pronto, ¿verdad?

Weber sacudió la cabeza.

– En el transcurso de los años he aprendido a no hacer predicciones. Lo que necesitamos, como sucede con casi todo, es paciencia y un cauto optimismo.

– Sí -replicó ella-. Lo estoy intentando.

– Dígame qué hace usted. -Ella pareció desconcertada, y le miró sin comprender-. Me refiero a su trabajo.

– ¡Ah, eso! -Se mesó el flequillo con la mano derecha-. Trabajo en el departamento de atención al cliente… -Se interrumpió, sorprendida de sí misma-. De hecho, ahora estoy esperando nuevas propuestas de trabajo.

– ¿Sus jefes la han despedido? ¿Debido a esto?

Bajo la mesa, la rodilla de Karin se movía como una máquina de coser.

– No tenía alternativa. Era preciso que estuviera aquí. Mi hermano es lo primero. Solo nos tenemos el uno al otro, ¿sabe? -Weber hizo un gesto de asentimiento. Ella se deshizo en explicaciones-: Dispongo de unos ahorrillos. Mi madre tenía un seguro de vida y nos dejó cierta suma. Estoy haciendo lo correcto. Podré empezar de nuevo, cuando él…

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