Este déficit iba más allá de la visión. Neil no podía ver que no veía. La mitad del mapa donde almacenaba el espacio había desaparecido. Weber probó con un sencillo experimento, una escena que dramatizó en Más vasto que el cielo. Sostuvo un espejo perpendicular al hombro derecho de Neil y pidió a este que mirase en ángulo al espejo. La zona situada a la izquierda de Neil aparecía ahora a su derecha. Weber sostuvo un amuleto de plata sobre el hombro izquierdo del enfermo y le pidió a este que lo cogiera. Fue como si le hubiese pedido que zarpara con un rumbo que no aparecía en la brújula. Neil titubeó, y entonces extendió bruscamente el brazo. La mano chocó con el espejo. Se puso a manosear el vidrio, incluso palpó por detrás de él. Weber le preguntó qué estaba haciendo. Neil insistió en que el amuleto se encontraba «dentro del espejo». Sabía qué eran los espejos, pues la apoplejía no había afectado esa capacidad. Sabía que era absurdo pensar que el amuleto pudiera estar dentro del vidrio. Pero en su nuevo mundo, el espacio solo se extendía a la derecha. Dentro del espejo era el más probable de dos lugares inalcanzables.
Los casos como el de Neil, millares de ellos al año, sugerían dos verdades acerca de todo cerebro normal, ambas demoledoras. En primer lugar, lo que tomamos por una aprehensión a priori y absoluta del espacio real depende en realidad de una frágil cadena de procesos de percepción. «Izquierda» era tanto aquí dentro como ahí fuera. En segundo lugar, incluso un cerebro convencido de que medía, se orientaba y habitaba en el viejo y plano espacio convencional, podía, sin percatarse lo más mínimo, haber perdido tanto como la mitad de su mundo.
Por supuesto, ningún cerebro se creería del todo semejante situación. A Weber le había gustado Neil. El hombre absorbía un golpe terrible sin amargura ni autocompasión. Realizaba los ajustes necesarios y seguía adelante… o, si no adelante, hacia el nordeste. Pero después del último examen, Weber no volvió a verle. No tenía ni idea de qué había sido de aquel paciente. Alguna otra negligencia lo eliminó, lo redujo a un relato. El hombre al que Weber había conocido y entrevistado largo y tendido pasó a ser el hombre descrito en las páginas de su libro. Había dejado a «Neil» detrás, dentro del espejo de la prosa, perdido en alguna parte, encaminado en una dirección imperceptible, un lugar inalcanzable situado a gran profundidad en el interior del espejo narrativo…
* * *
Weber se despertó temprano, tras haber tenido un sueño agitado. Se duchó para sacudirse de encima la pereza y, mientras revivía bajo el chorro caliente, recordó con un remordimiento de conciencia que se había duchado pocas horas antes. Se preparó un café instantáneo en la cafetera que, por algún motivo, estaba situada junto al lavamanos del baño. Entonces se sentó ante el escritorio y pasó las páginas de una guía rústica, ilustrada a mano, cortesía del hotel.
El nombre «Nebraska» procede de una palabra de la lengua oto que significa «agua llana». También los franceses llamaron «Platte» al río que cruzaba el territorio.
Precisamente tal como él se había imaginado la zona: una depresión llana en el centro del mapa, tan plana que haría sonrojarse a Euclides. El auténtico y ondulante paisaje le sorprendía. Tomó el agrio café y examinó el mapa de la guía, que parecía de cómic. Las ciudades punteaban el espacio en blanco como otras tantas carretas en círculo. Encontró Kearney, que, con veinticinco mil habitantes, era el quinto núcleo de población más grande del estado, en el meandro más meridional del Platte, como si se refugiara de tanta extensión plana.
Al norte y el oeste, la Gangplank, una gran franja de sedimento erosionado, se adentra por lo que en otro tiempo, hace cien millones de años, fue el fondo de un vasto océano…
En 1820, la expedición de ingenieros militares del comandante Stephen Long denominó a la zona el Gran Desierto Americano. En su informe a Washington, el comandante Long declaró que la tierra era «totalmente inadecuada para el cultivo y, desde luego, inhabitable para un pueblo dependiente de la agricultura». El botánico y el geólogo de la expedición estuvieron de acuerdo, y mencionaron la «absoluta e irremediable esterilidad» de un país que debería ser para siempre «el tranquilo territorio del cazador nativo, el bisonte y el chacal».
En el pasado manadas de bisontes recorrieron esta cuenca. Ríos marrones de carne fluían a través de la pradera, haciendo que los convoyes de carretas permanecieran detenidos durante días…
El libro decía que las manadas habían desaparecido. El chacal y el cazador nativo también: liquidados. Las ciudades de perros de la pradera, cuyas calles subterráneas se extendían a lo largo de kilómetros, se ahogaban en veneno. Las nutrias de río, prácticamente desaparecidas. Los berrendos, los lobos grises: todos abatidos. En la página 23 había una lámina a color de dos de estos, disecados y comidos por las polillas, en el museo estatal de Lincoln. Solo dos grandes especies sobrevivían ahora en la región con un considerable número de individuos:
Todos los años, durante seis semanas, las grullas a lo largo del Platte superan varias veces en número a los seres humanos. Su ruta migratoria cubre la cuarta parte de la circunferencia terrestre, y hacen aquí una breve escala para aprovechar los restos de grano que puedan encontrar.
Weber apuró el café y enjuagó la taza. Se puso la corbata y la chaqueta, y entonces, al recordar la promesa que hiciera a Mark Schluter, se las quitó. En mangas de camisa se sentía desnudo. En la recepción cogió una manzana de apariencia perfecta pero insípida y se la tomó como desayuno. Siguió las indicaciones que le habían dado hasta el hospital del Buen Samaritano y fue al departamento de neurología. De inmediato la enfermera del doctor Hayes hizo pasar a Weber al consultorio, procurando no mirar al famoso personaje.
El neurólogo parecía lo bastante joven para ser el hijo de Weber. Era un desgarbado ectomorfo de piel granujienta que se movía como si su cuerpo fuese una delicada antigualla que era preciso manejar con cuidado.
– Permítame decirle que su visita es un gran honor. ¡No puedo creer que esté hablando con usted! Cuando iba a la facultad de medicina, leía sus libros como si fuesen cómics. -Weber le dio las gracias tan amablemente como pudo. El doctor Hayes hablaba despacio, como si estuviera dando un tardío premio de reconocimiento a toda una carrera a un actor del cine mudo-. Un caso increíble, ¿verdad? Como ver al Bigfoot salir de las montañas Rocosas y entrar en el supermercado del barrio. La verdad es que, mientras le estábamos tratando, tenía en mente los casos que ha descrito usted en sus libros.
Sobre la mesa de Hayes había ejemplares nuevos de los dos últimos libros de Weber. El joven neurólogo los tomó.
– Antes de que me olvide, si no le importa… -Tendió los libros a Weber, junto con una pesada pluma Waterman-. ¿Sería tan amable de poner: «A Chris Hayes, mi Watson en el extraño caso del hombre que creó un doble de su hermana»?
Weber miró el semblante del neurólogo en busca de ironía, pero solo vio en él seriedad.
– Yo… ¿Podría limitarme a…?
– O lo que le parezca bien escribir -dijo el doctor Hayes, cabizbajo.
Weber escribió: «Para Chris Hayes, con mi agradecimiento. Nebraska, junio de 2002». El hombre no era solo «el animal que conmemoraba»: era el animal que insistía en conmemorar por anticipado. Weber le devolvió los libros a Hayes, quien leyó la dedicatoria con una prieta sonrisa.
– Así que le vio usted ayer. Misterioso, ¿verdad? Todavía me desconcierta hablar con él, y han pasado meses. Por supuesto, nuestro grupo redactará un informe sobre el caso para las revistas especializadas.
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