– Para hacer algo por él primero hemos de averiguar en qué se ha convertido. Y para ello tenemos que ganarnos su confianza.
– ¿Que confíe en mí? Odia mi estampa. Cree que he raptado a su verdadera hermana. Cree que soy un robot espía del gobierno.
Llegaron al coche de Karin. Esta permaneció quieta, con las llaves en la mano, esperando que él hiciera un milagro.
– Dígame una cosa -le dijo Weber-. ¿Se ha adelgazado usted recientemente?
Ella le miró confusa.
– ¿Qué…?
El doctor trató de sonreír.
– Perdóneme. Mark me ha dicho que su verdadera hermana era mucho más robusta.
– No mucho más. -Karin se apretó el cinturón-. He perdido unos pocos kilos. Desde que murió nuestra madre. He hecho ejercicio… He empezado de nuevo.
– ¿Sabe usted mucho de vehículos?
Ella se lo quedó mirando como si la lesión cerebral fuese endémica. Entonces comprendió y en sus ojos apareció un atisbo de culpabilidad.
– Es increíble. Un verano, hace unos años, intenté que me enseñara. Trataba de impresionar… a alguien. Lo único que me dejaba hacer Mark era pasarle las llaves inglesas. Solo fueron unos pocos días. Pero desde entonces está convencido de que tengo un amor secreto con los árboles de levas o lo que sea.
Apretó el mando electrónico de la llave y el coche se abrió. Weber rodeó el vehículo y se acomodó en el asiento del pasajero.
– Y la manera de relacionarse con la enfermera, la señora…
Recordaba el nombre, pero dejó que ella lo pronunciara.
– Barbara. Sabe tratarle, ¿no es cierto?
– ¿Diría usted que el modo de hablar con ella es diferente del que habría tenido antes?
Ella contempló los campos abiertos a través de la ventanilla. La tonalidad verde lima de la pradera en junio. Meneó la cabeza.
– No sabría decírselo. Antes no la conocía.
Aquella noche Weber llamó a Sylvie desde el MotoRest. Mientras pulsaba los botones se sentía nervioso.
– Hola, soy yo.
– ¡Cariño! Confiaba en que fueras tú.
– ¿En vez de vendedores de telemarketing?
– No grites, cariño. Te oigo bien.
– ¿Sabes? Detesto de veras hablar por este ridículo trasto. Es como sostener una galleta salada ante tu cara.
– Tienen que ser pequeños, amor. Eso es lo que permite que sean móviles. ¿Debo entender que este caso no está yendo como esperabas?
– Al contrario, cariño. Es asombroso.
– Estupendo. Es estupendo que sea asombroso, ¿no? Me alegro por ti. Anda, háblame de él. Me iría bien escuchar una buena historia en estos momentos.
– ¿Un día duro?
– Ese chico de Poquott que estaba en libertad vigilada y al que estábamos buscando empleo confundió al repartidor de UPS con un equipo de SWAT.
Todavía se le quebraba la voz, pese a los años que llevaba presenciando tales desastres. Él buscó algo útil que decirle, o al menos amable.
– ¿Algún herido?
– Todos sobrevivirán, yo incluida. Así que háblame de tu caso de Capgras. ¿Problemas de reconocimiento?
– La verdad es que parece tratarse de lo contrario. Demasiado atento a las pequeñas diferencias.
De no ser por aquella absurda polvera que se hacía pasar por teléfono, podrían haber estado de nuevo en la universidad, intercambiando confidencias hasta altas horas de la noche, mucho después de que el toque de queda confinara a cada uno en su respectiva residencia estudiantil. Él se había enamorado de Sylvie por teléfono. Cada vez que viajaba, volvía a recordarlo. Retomaron la cadencia y hablaron como lo habían hecho casi cada noche de sus vidas durante un tercio de siglo.
Weber le describió al hombre desconcertado, a su aterrada hermana, el antiséptico centro de recuperación, la asistente que causaba una curiosa sensación de familiaridad, la desolada ciudad de veinticinco mil habitantes, el seco mes de junio, el territorio vacío flotando en el mismo centro de ninguna parte. No estaba violando la ética profesional: su esposa era su colega en esas cuestiones, en todo excepto en la paga. Le habló de lo insondable que le parecía aquel caso, en el que la capacidad de reconocimiento se atomizaba en unas piezas cada vez más exigentes e inequívocas. Aquella mujer se reía; esta se siente asustada. Las expresiones faciales de esta son erróneas. Dobles, extraños: personalidad dividida en cien partes, preservando distinciones demasiado sutiles para que las vea la mirada normal.
– Créeme, cariño. Por muy a menudo que vea estas cosas, aún me estremezco.
– Creía que nunca habías visto un caso así hasta ahora.
– No me refiero al síndrome de Capgras, sino al cerebro en general. Esa lucha por encajarlo todo. La incapacidad de reconocer que está sufriendo un trastorno.
– Eso es lógico. No puede permitirse admitir lo que ha sucedido. A muchos de mis clientes les sucede. Incluso a mí, en ciertas ocasiones.
Él no se había percatado de cuánto necesitaba hablar. La entrevista de la tarde le había excitado de una manera que nadie, salvo Sylvie, entendería. Ella le pidió más detalles sobre Mark Schluter, y él le leyó unas notas. Ella le preguntó:
– ¿La mira a los ojos cuando le habla?
– La verdad es que no me he fijado en eso.
– Hmmm… Eso es lo primero que miramos nosotras, las de Venus.
Entonces hablaron de los últimos acontecimientos: los incendios devastadores en el oeste, el veredicto de culpabilidad contra la gigantesca y corrupta firma contable y por último el hortelano de color añil que ella había visto aquella mañana en el comedero de aves.
– No olvides que has de renovarte el pasaporte -le dijo él-. Enseguida llegará septiembre.
– Viva Italia. La dolce vita! Ah, por cierto. ¿A qué hora tienes el vuelo de regreso? Lo había anotado y pegado en el frigorífico. Parece ser que he extraviado el frigorífico.
– Espera un momento. Lo tengo en la cartera.
Cuando regresó y tomó el teléfono, ella se estaba riendo.
– ¿Has dejado el móvil para cruzar la habitación?
– ¿Qué tiene eso de raro?
– Mi sabio. Mi sabio en la plenitud de sus facultades.
– Me resulta difícil usar estos calzadores. Me niego en redondo a ir por ahí con uno de ellos pegado a la cara. Resulta esquizofrénico.
Ella no podía dejar de reír.
– ¿Ni siquiera en privado?
– ¿Privado? ¿Qué es eso?
Él le dio la información del vuelo. Alargaron un poco más la conversación, reacios a despedirse. Después de colgar, él siguió hablando mentalmente con ella durante un rato. Se duchó y colgó la toalla de la barra: «Ayudad a salvar la tierra». Sacó de la cartera la grabadora digital y se deslizó entre las sábanas rígidas y frías, donde reprodujo la conversación grabada aquel día. Volvió a escuchar al muchacho de veintisiete años, perdido para sí mismo, empeñado en desenmascarar a unos impostores a los que el mundo era incapaz de detectar.
* * *
Años atrás, en Stony Brook, Weber se había ocupado de un paciente de negligencia espacial unilateral: el conocido «Neil» del primer libro de Weber, Más vasto que el cielo. Una apoplejía a los cincuenta y cinco años, la edad a la que Weber había llegado ahora indemne, había dejado al reparador de máquinas de oficina con una lesión en el hemisferio derecho que, de la noche a la mañana, le borró la mitad de su mundo. Todo cuanto se encontraba a la izquierda del campo de visión de Neil se diluía en la nada. Al afeitarse, no se tocaba el lado izquierdo de la cara. Cuando se sentaba a desayunar, no se comía el lado izquierdo de la tortilla. Nunca reconocía a las personas que se le aproximaban desde el lado izquierdo. Weber le pidió a Neil que dibujara un estadio de béisbol. La tercera base desaparecía justo después del montículo del lanzador. Incluso en la memoria de Neil, al contar los acontecimientos de la jornada, la mitad izquierda del mundo se desmoronaba. Si cerraba los ojos y se imaginaba delante de su casa, Neil podía ver el garaje a la derecha, pero no la galería a la izquierda. Cuando indicaba una dirección, lo hacía exclusivamente con una serie de giros a la derecha.
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