– Te dije que hoy vendría el doctor Weber, Mark. ¿No podías haberte puesto una camisa como es debido?
– Esta es mi favorita.
– No es apropiada para hablar con un médico.
Él alzó un rígido brazo y la señaló.
– No eres mi jefa. Ni siquiera sé de dónde vienes. Que yo sepa, los malditos terroristas árabes podrían haberte lanzado aquí en paracaídas, fuerzas especiales. -La tormenta cesó con tanta rapidez como se había desencadenado. La firme indignación se deshizo en suspiros. Extendió las palmas, sonriendo a Weber-. ¿Es del FBI o algo así? -Tendió un dedo y dio un capirotazo a la corbata granate-. Ya he hablado con ustedes.
Karin se sentía avergonzada.
– No es más que un traje, Mark. Actúas como si no hubieras visto nunca un traje.
– Lo siento. Parece de la «bofia». -Sus dedos trazaron comillas en el aire.
– Es neurocirujano. Y un famoso escritor.
– Neurólogo cognitivo -la corrigió Weber.
Mark Schluter osciló sobre sus talones. Soltó una risa pastosa.
– ¿Qué es eso? ¿Una especie de psiquiatra? -Weber sacudió la cabeza-. ¡Un psiquiatra! Bueno, dígame, ¿quién es usted?
Weber ladeó la cabeza.
– Dime a qué te refieres.
– Quiero decir que ya sé quién cree ser esta señora. Ahora dígame quién es usted.
Karin exhaló.
– Ya hablamos ayer de esto, Mark. Solo quiere hablar contigo. Sentémonos en tu habitación.
Mark se encaró con ella.
– Te lo advertí una vez. Tampoco eres mi puñetera madre. -Se volvió hacia Weber-. Lo siento. Es doloroso para mí. Ella tiene esas ideas. Es difícil de explicar.
Pero cuando Karin avanzó por el pasillo, él renqueó a su lado, como un cachorro sujeto de una traílla.
La habitación era una versión modesta de la que tenía Weber en el MotoRest, aunque muchísimo más cara. Cama, cómoda, televisor, mesita baja, dos butacas. Sobre la cómoda, erguidas, había un par de postales de vivos colores que deseaban al paciente un pronto restablecimiento. A su lado había un viejo mono de peluche George Curioso, al que le faltaba un ojo. Una minicadena musical ocupaba parte del escritorio, rodeada por rimeros de cajas de discos compactos. Una revista de camiones, que lucía demasiado cromo en la cubierta, yacía a su lado, todavía envuelta en papel de celofán. Weber encendió discretamente su grabadora digital de bolsillo. Luego podría pedir permiso.
– Bonita habitación -comentó.
Mark frunció el ceño y miró a su alrededor.
– Bueno, no he hecho muchos arreglos. Pero no estaré mucho tiempo aquí. Preferiría prender fuego a este sitio antes que vivir en él.
– ¿Qué clase de lugar es este? -le preguntó Weber.
Mark le miró por el rabillo del ojo.
– ¿No es evidente? -Karin se sentó al pie de la cama, su cabellera como una capa alrededor de los hombros. Su hermano se acomodó en una butaca y se puso a tamborilear con las zapatillas de tenis en el suelo, gozando del martilleo. Hizo una seña a Weber para que se sentara en la otra butaca, frente a él. Weber se sentó con dificultades entre los cojines. Mark se rió entre dientes-. ¿Es usted mayor o qué?
– Uf. Ese no es mi tema preferido. ¿Y cómo se llama exactamente este lugar?
– Bueno, doctor. -Mark inclinó la cabeza. Miró por debajo de las cejas contraídas y musitó-: Por aquí hay quien lo llama las Glándulas del Muerto. *
Weber parpadeó, y Mark soltó una risotada de regocijo. Karin se desesperaba en la cama, y se tiraba de los pantalones.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Mark dirigió una mirada inquieta a la cama. Karin desvió los ojos y miró a Weber. Él joven se aclaró la garganta.
– Bueno, se lo diré. Estoy aquí prácticamente desde siempre.
– ¿Sabes por qué estás aquí?
– ¿Se refiere a por qué estoy aquí y no en casa? ¿O por qué estoy aquí y no muerto? En ambos casos la respuesta es la misma. -Se tensó la sudadera al tiempo que se inclinaba hacia delante-. Lea lo que dice aquí, señor.
El perro que jugaba a las cartas y tomaba cerveza, preguntando «¿Qué diablos sé yo?».
– No es necesario que actúes para él, Mark.
– ¡Eh! ¿A ti qué te importa? Eres tú quien quiere que esté aquí.
– Bien -dijo Weber-. ¿Qué hacen aquí por ti?
El hombre de actitud demasiado infantil para su edad se volvió contemplativo. Se acarició la lampiña barbilla. Podrían haber estado hablando de política o religión.
– Bueno, ya sabe usted cómo es esto. Es… en fin, un asilo. Uno de esos sitios a los que te llevan cuando estás hecho polvo y no sirves para nada.
– ¿Estás hecho polvo?
El joven echó la cabeza atrás y soltó un bufido.
– Digamos que, según los médicos, no soy exactamente el que era antes.
– ¿Crees que tienen razón?
Mark se encogió de hombros. Un espasmo le recorrió el rostro. Se caló el gorro azul celeste sobre las cejas y extendió la otra mano.
– Pregúnteselo a ella. Les dice una y otra vez cómo era yo antes.
Karin se apretó la sien con la muñeca y se puso en pie.
– Disculpe -dijo, y salió de la habitación.
Weber insistió.
– ¿Tuviste un accidente?
Mark reflexionó sobre ello: era una de muchas posibilidades. Se arrellanó en la silla y golpeó el suelo con las punteras de las zapatillas.
– Bueno, volqué con la camioneta, ¿sabe? Quedó destrozada. Por lo menos eso es lo que me dicen. En realidad, no me han presentado pruebas ni nada. Aquí no se distinguen precisamente por tener muchas pruebas.
– Vaya, pues lo siento.
– ¿De veras? -Mark se irguió en su asiento y volvió a inclinarse hacia delante-. Un fantástico Dodge Ram rojo cereza del 84. Bloque del motor reformado, eje de transmisión modificado. De lo más molón. Le encantaría.
Sonaba como un típico norteamericano veinteañero, de cualquiera de los grandes estados poco poblados. Weber señaló con el pulgar el pasillo vacío.
– Háblame de ella.
Mark se tiró del gorro de lana.
– Verá, doctor. ¿Sabe? Eso ya es más complicado, mucho más complicado.
– Ya me doy cuenta.
– Ella cree que, si hace una imitación perfecta, la tomaré por mi hermana.
– ¿No lo es?
Mark chascó la lengua y agitó el dedo índice en el aire, un limpiaparabrisas rosado y rechoncho.
– ¡Qué va a serlo! Es cierto que se parece mucho a Karin, pero hay unas diferencias evidentes. Mi hermana es como… una excursión el Día del Trabajo. Esta es como una comida de negocios. Ya sabe, un ojo en el reloj. Mi hermana hace que te sientas seguro. Es indulgente. Esta es muy exigente y maniática. Además, Karin es más robusta. A decir verdad, es un poco fondona. Esta mujer es casi sexy.
– ¿No se parece en nada a…?
– Y le han cambiado un poco la cara. ¿Comprende lo que quiero decir? Sus expresiones o algo así. Mi hermana se ríe de mis bromas. Esta nunca deja de estar asustada. Llorosa. Tiene la lágrima fácil. Todo la espanta. -Meneó la cabeza. Algún pensamiento profundo y silencioso cruzó por su mente-. Similar. Muy similar. Pero hay un mundo de diferencia entre ambas.
Weber jugueteaba con la vieja montura metálica de sus gafas. Se acarició la coronilla de la rala cabeza, y Mark, inconscientemente, se tocó el gorro.
– ¿Es ella la única? -preguntó Weber. Mark le miró con fijeza-. Quiero decir si hay alguien más que no es quien parece ser.
– Cielos, usted es el médico, ¿no? Debería saber que nadie «es quien parece ser». -Se encorvó, al tiempo que formaba con los dedos, junto a sus orejas, las irónicas comillas-. Pero sé a lo que se refiere. Tengo un amigo, Rupp. Ese cabrón y yo lo hacemos todo juntos. Bueno, pues también a él le ha pasado algo raro. La falsa Karin le ha lavado el cerebro o algo por el estilo. Y me han cambiado a la puñetera perra. ¿No es increíble? Una hermosa collie de la frontera, negra y blanca, con un poco de pelaje dorado en el cuarto delantero. ¿Qué clase de enfermo querría…? -Dejó de jugar a hockey con las punteras de las zapatillas, puso las manos en el regazo y se inclinó hacia delante-: A veces es como una película de terror, no puedo imaginar lo que pasa.
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