– El vínculo de la pareja -declaró Sylvie. Apoyó la cabeza en el esternón de su marido-. Dime un invento más ingenioso.
– ¿La radio despertador? -propuso Weber.
Ella le apartó de un empujón y le golpeó el pecho.
– Qué malo llegas a ser.
– ¿Qué tal va la nueva sede del club? -le preguntó él.
– Todavía es un sueño. Deberíamos haber trasladado las oficinas años atrás.
Compararon sus respectivas jornadas. Ella aún conservaba el impulso adquirido durante la suya. Wayfinders tenía éxito: encontraba soluciones para una variedad de clientes que ni siquiera Sylvie había previsto cuando inauguró el centro de referencia de servicios sociales, tres años atrás. Tras haberse pasado años dedicada a una sucesión de empleos insatisfactorios, por fin descubrió una vocación que nunca había sospechado. Con cautela, para no violar ninguna confidencia profesional, bosquejó el meollo de sus casos más interesantes mientras preparaban juntos un risotto de calabaza. Cuando se sentaron a comer, Weber no recordaba con exactitud ninguna de las anécdotas que le había contado.
Cenaron uno al lado del otro, encaramados a taburetes ante la alta encimera de la cocina, donde habían comido juntos con un placer casi invariable en los últimos diez años, desde que su única hija se marchara para estudiar en la universidad. Él le habló del almuerzo en la ciudad con Cavanaugh. Le describió al paciente de Korsakoff en Penn Station. Aguardó hasta que estaban fregando los platos para mencionar el correo electrónico. Una estupidez, bien mirado. Llevaban juntos tanto tiempo que cualquier intento de fingir un tono despreocupado solo servía para subrayar lo que decía, para resaltarlo más de lo que se había propuesto.
Ella se puso enseguida en guardia.
– Creía que ibas a abordar el libro sobre la memoria, que querías cambiar a…
Parecía consternada, o tal vez fuera él quien proyectaba su estado de ánimo.
Weber alzó la mano con el paño de secar los platos antes de que ella pudiera repetir todos sus argumentos recientes.
– Tienes razón, Syl. La verdad es que no debería pasar más tiempo…
Ella le miró con los ojos entrecerrados y trató de sonreír.
– No es eso, cariño. No se trata de que yo tenga razón.
– No, no, es cierto. Tienes toda la… quiero decir… -Ella se echó a reír y meneó la cabeza. Él se puso el paño al cuello, como un boxeador entre asaltos-. Se trata de aquello con lo que he estado debatiéndome durante varios meses, lo que debería hacer a continuación.
– Hombre, no es como si recayeras en el hábito de tomar crack o algo por el estilo. -De eso ella sabía, pues durante casi una década había trabajado en un centro de rehabilitación en Brooklyn, antes de lanzarse sin red para intentar salvarse a sí misma y fundar Wayfinders. Dirigió a su marido una mirada de escéptica confianza, y él se sintió como se había sentido a través de las distintas etapas de su relación en el transcurso de los años de vida en común: como el inmerecido beneficiario de su comprensión como asistente social-. Entonces, ¿cuál es el problema? No es que vayan a pedirte cuentas por promesas que hayas hecho en público. Si esto es algo que te interesa, ¿por qué has de sentirte culpable? -Se inclinó hacia él y le quitó un grano de risotto de la barba- Solo estamos tú y yo, cariño. -Sonrió-. ¡El público no tiene por qué saber que desconoces tus propias intenciones!
Él rezongó y se sacó del bolsillo de los pantalones que aún conservaban la raya la hoja doblada con el texto del correo electrónico. Abrió el documento culpable con las uñas de la mano derecha y se lo tendió, como si el papel le exonerase.
– Un síndrome de Capgras inducido por accidente. ¿Te imaginas?
Ella se limitó a sonreír.
– Bien, ¿cuándo lo verás? ¿Cuándo va a venir?
– Esa es la cuestión. Está un poco fastidiado. Y me temo que también mal de fondos.
– ¿Quieren que seas tú el que vaya allí? No estoy diciendo… solo me sorprende un poco.
– Bueno, tengo que gastar la asignación para viajes. Y para estudiar un caso así, verle in situ es lo mejor. Pero tal vez tengas razón.
Ella refunfuñó, exasperada.
– ¡Cariño! ¡Ya hemos hablado de esto!
– No lo sé, en serio. ¿Cruzar medio continente para una consulta voluntaria? No dispondría de laboratorio. Y viajar se ha vuelto demasiado complicado. Casi tienes que desnudarte antes de subir al avión.
– ¿Oye? ¿No se encarga de esas cosas el Director de la Gira?
Él hizo una mueca y asintió. Director de la Gira. Eso era todo lo que quedaba de la formación religiosa de ambos.
– Por supuesto. Tan solo creía que ya había acabado mi etapa de viajes de estudio. Tengo que reorganizarme, Syl. Quiero quedarme en casa y escribir un inocuo librito de periodismo científico. Mantener el laboratorio en activo, tal vez navegar un poco. Gozar a fondo de la tranquilidad doméstica.
– ¿Lo que llamas tu estrategia de retirada a los cincuenta y cinco años?
– Pasar más tiempo de calidad con mi mujer…
– Me temo que tu mujer no te ha hecho mucho caso últimamente. ¡Pues quédate ya en casa! -Le miró a los ojos con una expresión burlona-. ¡Ajá! Es lo que había imaginado.
Él sacudió la cabeza, desconcertado consigo mismo. Ella se irguió sobre las puntas de los pies y le acarició la zona calva de la cabeza, como si le sacara brillo, su antiguo rito de buena suerte.
– ¿Sabes una cosa? -le preguntó-. Creía de veras que, a estas alturas de la vida, había conseguido cierto grado de dominio sobre mí mismo.
– «Gran parte del trabajo del cerebro consiste en ocultarnos cómo trabaja»-replicó ella, citando a alguien.
– Muy bueno. Me suena. ¿De dónde procede?
– Ya lo recordarás.
– La gente… -dijo él, restregándose las sienes.
– La especie, sí -convino Sylvia-. No podemos vivir con ellos, no podemos practicarles la vivisección. Bueno, ¿qué me dices de esa gente que te ha pescado de nuevo?
Su tarea consistía en convencerle de que hiciera lo que ya había decidido hacer.
– Un hombre que reconoce a su hermana, pero no da crédito a ese reconocimiento. Por lo demás, parece en su sano juicio y no presenta trastornos cognitivos.
Ella emitió un silbido bajo, incluso tras haberse pasado toda la vida oyendo hablar de casos similares.
– Parece algo apropiado para Sigmund.
– Sé que esa es la impresión que da. Pero, al mismo tiempo, es el inequívoco resultado de una lesión. Un caso que no es ni esto ni aquello, y que podría contribuir a mediar entre dos paradigmas mentales muy diferentes.
– ¿Es algo que te gustaría ver antes de morirte?
– ¡Ah! ¿No podríamos plantearlo de una manera un poco menos trágica? La hermana del paciente conoce mi obra. No está segura de que los médicos hayan comprendido a fondo el caso.
– Pero en Nebraska tienen neurólogos, ¿no?
– Si se han encontrado con un síndrome de Capgras que no aparece en sus textos médicos, lo habrán considerado un rasgo de esquizofrenia o de Alzheimer. -Se quitó el paño del cuello y secó las dos copas de vino-. La hermana me pide ayuda. -Sylvia se lo quedó mirando: Juraste que te mantendrías al margen de las peticiones de esa gente-. En cualquier caso, los síndromes de identificación errónea pueden revelar mucho sobre la memoria.
– ¿Qué quieres decir?
A él siempre le había encantado esa frase de su mujer.
– La persona que sufre el síndrome de Capgras cree que han cambiado a sus seres queridos por robots de aspecto humano, dobles o extraterrestres. Identifican bien a todos los demás. El rostro del ser querido les provoca recuerdos, pero no sentimientos. La falta de ratificación sentimental invalida el ensamblaje racional de la memoria. También puedes considerarlo de este modo: la razón inventa unas explicaciones complicadamente irracionales para explicar un déficit de emoción. La lógica depende del sentimiento.
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