Barbara ladeó la cabeza, aquel gesto que la caracterizaba, preparada para escuchar lo que fuese y, al mismo tiempo, reservada.
– ¿Por qué dices eso?
– Mark era un tipo auténtico. Podía ser increíblemente sensible. Tenía sus malos momentos… casi siempre con nuestros padres. E iba con malas compañías. Pero era un chico muy dulce, con una amabilidad instintiva.
– Y sigue siéndolo. ¡El más dulce de todos! Cuando no está confuso.
– El Mark de ahora no es él. No era cruel ni estúpido. No estaba siempre tan enfadado.
– Solo está asustado. También tú debes de estarlo. Si me encontrara en tu lugar, estaría destrozada.
Karin quería deshacerse en lágrimas, abrir su corazón a Barbara, dejar que esta la cuidara, como ella había intentado cuidar de Mark.
– Te habría gustado. Era muy considerado con todo el mundo.
– Me gusta tal como es -replicó Barbara, y sus palabras avergonzaron profundamente a Karin.
Llegó el mes de mayo, y Karin estaba fuera de sí.
– No están haciendo nada por Mark -le dijo a Daniel.
– Pero dices que están todo el día entero encima de él…
– Pura apariencia, nada útil. Dime, Daniel, ¿crees que debería trasladarlo a otro centro?
Él extendió los dedos. Su gesto decía: ¿Adónde?
– Decías que esa mujer, Barbara, lo cuida de maravilla.
– Barbara, sí. Si ella fuese su médico principal, estaríamos salvados. Pero los terapeutas… Sí, le piden que se ate los zapatos. Eso no ayuda gran cosa, ¿no crees?
– Algo ayuda.
– Hablas como el doctor Hayes. ¿Cómo es posible que ese hombre se sacara el título? No mueve un dedo. «Esperar y observar», esa es su única solución. Hay que hacer algo ya. Cirugía. Fármacos.
– ¿Fármacos? ¿Te refieres a enmascarar los síntomas?
– ¿Crees que soy solo un síntoma? ¿Su hermana falsa?
– No es eso lo que estoy diciendo -respondió Daniel, y por un momento pareció distanciarse de ella.
Karin tendió las palmas, disculpándose al mismo tiempo que se defendía.
– Mira. Por favor, no… por favor, no me dejes sola con esto. Me siento tan impotente. No he hecho nada en absoluto por él. -Y, ante la mirada de total incredulidad que le dirigió Daniel, añadió-: Su auténtica hermana lo habría hecho.
Daniel intentaba serle de utilidad, y le compró otros dos libros en edición de bolsillo. El autor era Gerald Weber, un neurólogo cognitivo, al parecer muy conocido, que vivía en Nueva York. Daniel había encontrado el nombre en las noticias, con respecto a un libro muy esperado que estaba a punto de aparecer. Se disculpó por no haberlo descubierto antes. Karin examinó la foto del autor, un cincuentón de cabello gris y rostro amable, con pinta de dramaturgo. Los ojos, de expresión meditabunda, miraban con fijeza a un lado del cristal de las gafas. Parecían encontrar a Karin, sospechar ya su historia.
Devoró los libros en tres noches seguidas. Eran apasionantes, y a medida que pasaba los capítulos, no podía abandonar la lectura. Los libros del doctor Weber componían un documental de cada uno de los estados en que podía entrar la conciencia, y, desde sus primeras palabras, ella sintió la conmoción de descubrir un nuevo continente donde no había habido ninguno. Los casos que exponía revelaban la alucinante plasticidad del cerebro y la infinita ignorancia de la neurología. Escribía en un estilo simple y llano que se basaba más en los relatos de las personas que en la sabiduría médica vigente. En Más vasto que el cielo, afirmaba: «Ahora más que nunca, sobre todo en la era del diagnóstico digital, nuestro bienestar integral no depende tanto de hablar como de escuchar». A ella nadie la había escuchado. Aquel hombre sugería que tal vez merecería la pena escucharla. El doctor Weber escribía:
El espacio mental es mayor de lo que podamos pensar. Cada una de las cien mil millones de células de un solo cerebro establece millares de conexiones. La fuerza y la naturaleza de esas conexiones varían cada vez que el uso las activa. Cualquier cerebro puede adoptar más estados singulares que partículas hay en el universo… Si preguntarais a un grupo de neurocientíficos reunidos al azar cuánto sabemos acerca de la manera en que el cerebro conforma el yo, la mejor respuesta que podrían dar sería: «Casi nada».
En una serie de historias de casos personales, Weber mostraba el asombro e infinito misterio que encierra el interior de la estructura más compleja del universo. Los libros producían en Karin un temor reverencial que había olvidado, y se sorprendía al ser capaz de experimentarlo todavía. Karin leyó sobre cerebros divididos que luchaban por la posesión de su inconsciente dueño; sobre un hombre capaz de pronunciar frases pero no repetirlas; sobre una mujer que olía el color violeta y oía el naranja. Muchas de esas historias la hacían sentirse agradecida por que Mark hubiera evitado un destino peor que el síndrome de Capgras. Pero incluso cuando el doctor Weber escribía sobre personas incapaces de hablar, estancadas en el tiempo o inmovilizadas en estados previos al de mamífero, parecía tratarlos a todos como si fuesen sus parientes más cercanos.
Por primera vez desde que Mark se irguiera y hablara, Karin experimentaba un cauto optimismo. No estaba sola: la mitad de la humanidad sufría cierto grado de dolencia cerebral. Leyó de cabo a rabo ambos volúmenes, sus sinapsis cambiando mientras devoraba las páginas. El escritor parecía poseer una poderosa inteligencia adelantada a su tiempo. Karin no podía estar segura del camino que abriría ante ella el accidente de Mark. Pero, de alguna manera, sabía que se había cruzado con el de aquel hombre.
A juzgar por lo que él mismo decía, el doctor Weber nunca se había adentrado en un terreno como aquel en el que su hermano vivía ahora. Karin se sentó a escribirle, imitando a conciencia su estilo. Tenía la sensación de que era prácticamente imposible lograr que aquel deslumbrante investigador se interesara por ella, pero podía hacer que la misma insensatez del Capgras de Mark resultara irresistible para un hombre como aquel.
Escribió a Gerald Weber con pocas esperanzas de que le respondiera. Pero ya imaginaba lo que ocurriría si llegaba a hacerlo. Vería en Mark un caso como los que describían sus libros. «Las personas cuyas vidas han cambiado de este modo se diferencian de nosotros solo en cuestión de grado. Cada uno de nosotros ha habitado en esas islas desconcertantes, aunque solo haya sido brevemente.» Las probabilidades de que ni siquiera leyera su nota eran grandes. Pero los libros de Weber describían cosas mucho más extrañas como si fueran habituales.
– Estos libros son increíbles -le dijo a su amante-. El autor es asombroso. ¿Cómo lo has descubierto?
Volvía a estar en deuda con Daniel. Por encima de todo lo demás, él le había procurado aquel hilo de posibilidad. Y ella, una vez más, no le había dado nada a cambio. Pero, como siempre, Daniel no parecía necesitar nada más que la oportunidad de dar. De todos los estados morbosos del cerebro que describía el doctor, ninguno era más extraño que el de cuidar y preocuparse por los demás.
PERO ESTA NOCHE
EN LA CARRETERA NORTH LINE
Conozco una pintura tan evanescente que raras veces se ve.
Aldo Leopold,
Almanaque del Condado Arenoso
Con más rapidez que cuando se reunieron, los únicos testigos desaparecen. Se agrupan en el río durante unas pocas semanas, engordan y entonces emprenden el vuelo. A una señal invisible, la alfombra se deshilacha y forma madejas. Millares de aves en hilera se alzan como un hilo inmenso, llevándose consigo su recuerdo del Platte. Medio millón de grullas se dispersan por el continente. Avanzan hacia el norte, y recorren un estado o más al día. Las más fuertes podrían cubrir aún millares de kilómetros, aparte de los millares que las han traído a este río.
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