Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Ella le cogió el delgado brazo y lo llevó hasta la carretera, hacia el coche.

– Daniel -le dijo, sacudiendo la cabeza-, no sabrías cómo jugar aunque te ataran a un coche de carreras de NASCAR y pusieran un pedrusco en el acelerador.

Mark seguía cojeando y aún tenía la cara contusionada, pero por lo demás parecía casi curado. Dos meses después del accidente, a los desconocidos que hablaran con él les habría parecido un poco corto de luces y proclive a inventarse teorías extrañas, pero nada fuera de lo normal en aquellos parajes. Solo Karin sabía lo poco preparado que estaba para arreglárselas por sí solo, y no digamos para ocuparse de la compleja maquinaria de la planta envasadora de carne. A lo largo del día sufría episodios de paranoia, accesos de alegría y de cólera, y daba unas explicaciones cada vez más prolijas.

Ella se esforzaba sin cesar por protegerle, incluso cuando él la torturaba.

– A estas alturas, mi hermana ya me habría sacado de aquí.

Mi hermana siempre me sacaba de todos los atolladeros. Estoy en el mayor atolladero de mi vida. Tú no me has sacado, así que no puedes ser mi hermana. El silogismo tenía una especie de sentido demencial.

Ella había oído aquella queja en innumerables ocasiones. Pero había llegado a un límite y no podía seguir aguantando.

– Basta, Mark. Ya es suficiente. No tienes ninguna razón para hacerme esto. Sé que sufres, pero tu insistencia en rechazarme no ayuda lo más mínimo. Soy tu puñetera hermana y lo demostraré ante un tribunal si es necesario. Así que deja de tratarme como lo haces y termina de una vez con esta comedia.

En cuanto las palabras hubieron salido de su boca, supo que aquello suponía un retroceso de varias semanas. Y la mirada que él le dirigió entonces fue como la de un animal salvaje, acorralado. Casi parecía a punto de atacarla. Ella había leído los artículos: la proporción de conducta violenta en pacientes de Capgras estaba muy por encima de la media. Un joven de la región central de Inglaterra, afectado por el síndrome, a fin de demostrar que su padre era un robot, lo había abierto en canal para revelar los cables. Había cosas peores que el hecho de que te llamaran impostora.

– No importa -le dijo ella-. Olvida lo que te he dicho.

En el semblante de Mark el enojo cedió paso a la perplejidad.

– Eso es -replicó él, con cierta vacilación-. Ahora hablas mi idioma.

No estaba preparado para enfrentarse al mundo. Ella intentaba retrasar todo lo posible el alta de Mark y mantener a raya a la compañía aseguradora. Trataba de convencer al doctor Hayes, casi coqueteando con él, a fin de que no firmara los papeles necesarios para dar de alta a su hermano.

Pero a pesar de la excelente cobertura médica, Mark no podía seguir mucho más tiempo en rehabilitación. Karin estaba ahora desempleada, viviendo de sus ahorros. Empezó a utilizar el dinero del seguro de vida de su madre. Haz algo bueno con esto.

– No estoy segura de que este fuese el empleo que ella pretendía darle al dinero -le dijo a Daniel-. No es exactamente para una emergencia, para algo capaz de cambiar el mundo.

– Pues claro que es correcto emplearlo en estas circunstancias -le aseguró Daniel-. Y, por favor, deja de preocuparte por el dinero.

Era casi excesivamente educado para pronunciar la palabra. Los lirios del campo, etcétera. La serenidad de Daniel casi la enojaba. Pero empezó a permitir que él corriera con los gastos cotidianos, los alimentos, la gasolina, y cada vez que él lo hacía, ella se sentía más extraña. Insistía en que, dentro de poco, Mark volvería a ser más o menos el mismo de antes. Pero el tiempo y la paciencia de los responsables del centro médico se estaban agotando. Y la seguridad que ella tenía en su propia competencia se desvanecía.

Daniel hacía cuanto estaba en su mano para evitar que Karin se dejara llevar por el pánico respecto a la cuestión económica. Una tarde, sin que viniera a cuento, le dijo:

– Podrías trabajar en el Refugio.

– ¿Qué haría? -le preguntó ella, esperando a medias que aquella pudiera ser la respuesta.

Él desvió la vista, azorado.

– Ayudar en la oficina. Necesitamos una persona agradable y competente. Tal vez podrías dedicarte un poco a la recaudación de fondos.

Ella trató de sonreír, agradecida. Por supuesto: recaudación de fondos. Lo que describía en esencia cualquier trabajo en el país, desde los escolares hasta el presidente.

– Necesitamos personas capaces de lograr que otras se sientan a gusto consigo mismas. ¡Tu experiencia en tratar con los clientes sería perfecta!

– Sí -respondió ella, pensativa, dándole a entender que era demasiado bueno y que ya se había apoyado demasiado en él.

El pequeño ingreso de un trabajo a tiempo parcial, unido al dinero de su madre, podría estabilizar su situación. Pero no podía dejar de creer que Mark pronto se recuperaría por completo y que ella volvería a su trabajo, el que había conseguido con su propio esfuerzo.

Por mucho que ahorrara, sería insuficiente para hacer frente a las facturas si la compañía de seguros se negaba a seguir costeando la hospitalización de su hermano. Cuando la inquietud por las posibles reclamaciones y las consultas médicas la hacían sentirse derrotada, Karin iba al encuentro de Barbara Gillespie. La buscaba con tanta frecuencia para animarse charlando con ella, que empezó a temer que Barbara echara a correr nada más verla. Pero la paciencia de aquella mujer era infatigable. Escuchaba los temores de Karin y se mostraba solidaria cuando le contaba anécdotas de la burocracia médica.

– Entre nosotras, esto es un negocio, tan controlado por el mercado como un concesionario de coches usados.

– Pero no tan honesto. Por lo menos en un vendedor de coches usados puedes confiar.

– Estamos de acuerdo en eso -concedió Barbara-. Pero no se lo digas a mi jefe, o tendré que dedicarme a vender buenos vehículos de segunda mano.

– Eso nunca, Barbara. Te necesitan.

La mujer hizo un gesto con la mano, rechazando el cumplido.

– Nadie es indispensable. -El más leve giro de su muñeca tenía un aire clásico, la competencia urbana a la que ella había aspirado durante quince años-. Me limito a hacer mi trabajo.

– Pero no te lo tomas como un simple trabajo. Te observo. Él te pone a prueba.

– Tonterías. Aquí, quien está a prueba eres tú.

Esos elegantes rechazos no hacían más que incrementar la admiración que Karin sentía por ella. Sondeaba a Barbara en busca de cualquier vestigio de su experiencia profesional que le permitiera albergar esperanzas de mejoría. Pero Barbara no hablaba de sus demás pacientes. Se concentraba en Mark, como si este fuese la suma de su experiencia. Ese tacto extremo frustraba a Karin. Necesitaba una confidente, alguien que la compadeciese. Alguien que le recordase quién era ella. Alguien que la tranquilizara, asegurándole que su persistencia no era estúpida.

Pero la minuciosidad profesional de Barbara hacía que todos los temas girasen en torno a Mark.

– Ojalá supiera más acerca de las cosas que a él le importan realmente. Envasado de carne en un matadero. Trucaje de vehículos. Me temo que esos temas no son mi fuerte. Pero las cosas de las que habla… son una sorpresa cotidiana. Ayer me pidió mi opinión razonada sobre la guerra.

Karin sintió una punzada de celos.

– ¿Qué guerra?

Barbara hizo una mueca.

– La última, claro. Le fascina Afganistán. ¿Cuántos pacientes de un trauma reciente prestan la menor atención al mundo exterior?

– ¿Que Mark se interesa por… Afganistán?

– Es un joven muy despierto.

Karin sintió aquella frase, con su seca contundencia, como una acusación.

– Me gustaría que le hubieras visto… antes.

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