Ni Cappy ni Luther hicieron mención de sus años de distanciamiento. Se sentaron en los extremos opuestos de un raído sofá ante la chimenea de cantos rodados de la cabaña que el mismo Luther se había construido, y uno de ellos mencionó un nombre de su infancia en Nebraska, que el otro identificó. Luther contó a sus sobrinos cosas fantásticas sobre el joven Cappy: la ocasión en que se hizo la brecha que tenía en el puente de la nariz, al dejar caer el pedrusco de granito que había alzado en un arranque impulsivo; su matrimonio con una joven antes de Joan; la temporada que se pasó entre rejas debido a un malentendido en el que estuvieron involucrados un camión Chevrolet de dos toneladas para el transporte de grano y treinta y ocho balas de heno. Con cada fábula, su padre parecía más extraño. Lo más raro de todo era que Cappy Schluter permaneciera inmóvil y tolerase el relato de aquellos recuerdos, porque temía a aquel viejo cetrino y tembloroso.
Se marcharon al cabo de dos días. Luther dio a cada niño cinco dólares de plata y un ejemplar de Manual de supervivencia al aire libre para que lo compartieran. Karin le hizo prometerle que iría a Nebraska, simulando no entender que al hombre le quedaban cuatro meses de vida. Cuando se marchaban, el tío de Karin sujetó los hombros de Cappy con dos garras.
– Ella hizo lo que hizo. Nunca fue mi intención faltar el respeto a su memoria.
Cappy hizo un gesto de asentimiento apenas perceptible.
– Empeoré las cosas -dijo.
Los dos hombres se estrecharon con rigidez las manos y se despidieron. Karin no recordaba nada del viaje de regreso a casa.
Tíos salidos de ninguna parte y hermanas que desaparecían. En el falso estanque para patos de Dedham Glen, Karin percibió la aflicción de Mark. Ella era la causante, por no ser quien era. «La amígdala -recordó-. La amígdala no puede comunicarse con la corteza.»
– ¿Te acuerdas del tío Luther? -le preguntó, acuciándole, tal vez injustamente.
Mark se encorvó para protegerse del viento, contra el que poco podían hacer la chaqueta de béisbol y el gorro de punto que se había puesto para ocultar las cicatrices bajo el cabello que empezaba a crecerle de nuevo. Caminaba como si estuviera haciendo ejercicios de acrobacia.
– No sé tú, pero yo no tengo ningún tío.
– Vamos, Mark, tienes que acordarte de aquel viaje. Un tercio de Estados Unidos, para visitar a un tipo del que ni siquiera se habían molestado en hablarnos. -Le asió el brazo con demasiada fuerza-. Acuérdate. Sentados en el asiento trasero durante cientos de kilómetros, sin que ni siquiera nos permitieran hacer pipí, tú y tu amigo, el señor Thurman, charlando como si los dos…
Él retiró el brazo y se quedó inmóvil. Entonces entornó los ojos y se encasquetó el gorro.
– Oye, no mangonees lo que hay dentro de mi cabeza.
Ella se disculpó. Mark, conmocionado, le pidió que volvieran. Karin le condujo hacia el edificio. Su hermano se subía y bajaba la cremallera de la chaqueta, sus pensamientos atropellándose. En la puerta del vestíbulo, murmuró:
– Me pregunto qué le ocurriría a aquel tipo.
– Murió. Poco después de que volviéramos a casa. Ese fue el motivo de aquel viaje.
Mark se tambaleó, con una extraña mueca en la cara.
– ¿Qué coño…?
– De veras. Estaban peleados desde la muerte de su madre. Cappy dejó de hablarse con él por decir… Pero en cuanto supo que Luther se estaba muriendo…
Mark soltó un bufido y agitó una mano para que se callara.
– Ese tipo no. Nunca significó nada para mí. Me refiero al señor Thurman.
Karin se quedó boquiabierta, consternada.
Mark emitió una risa baja y seca.
– ¿Qué pasa con los amigos imaginarios? ¿Van a dar la lata a otro chico chiflado cuando han terminado contigo? ¡Y, ah, por cierto! -Su cara tenía una expresión de desconcierto-. ¿Quién te ha hablado de ese viaje? Lo ha entendido todo mal.
* * *
Jack es el padre de esa persona, pero esa persona no es el hijo de Jack. ¿Quién es esa persona? Para cualquiera que lo piense bien, la falta de sentido de esta pregunta resulta evidente. Quien le interroga, y no él, debería estar sometido a rehabilitación. ¿Cómo demonios va a saber él quién es esa persona? Podría ser cualquiera. Pero siguen preguntándole tonterías así, aun cuando él les dice cortésmente que a su modo de ver eso es un tanto absurdo. Hoy quien le interroga es una mujer recién salida de la Universidad de Lincoln, más o menos de la edad de Mark. No es como un perro, pero gruñe de una manera terrible, y escupe locuras como esta:
Una chica va a una tienda en busca de trabajo. Llena la solicitud. El administrador mira sus datos y le dice: «Ayer recibimos la solicitud de alguien de su misma edad, con sus mismos padres y exactamente su fecha de nacimiento, incluso el año». «Sí -explica la chica-. Fue mi hermana.» «Entonces son ustedes gemelas», concluye el administrador. «No -replica la chica-. No lo somos.»
Y Mark tiene que adivinar qué demonios son. Bueno… ¿qué? ¿Una de ellas es adoptada?
Pues no, le dice la universitaria, cuya boca parece dos gusanitos para cebo montándoselo. Probablemente una boquita útil, en caso de apuro. Pero de momento es un fastidio, con sus preguntas tramposas. Ella le dice: Dos chicas con el mismo apellido, los mismos padres, la misma fecha de nacimiento. Sí, son hermanas, pero no gemelas.
¿Tienen el mismo aspecto?
La superinterrogadora responde que eso no es importante.
Claro que es importante, replica Mark. ¿Me estás diciendo que dos chicas que han de ser gemelas y que dicen que no lo son, y que puedes saber si mienten o no mirándolas para ver si parecen idénticas… me estás diciendo que eso no es importante?
Pasemos a la siguiente pregunta, dice la superinterrogadora.
Tengo una idea mejor, dice Mark. Entremos en ese cuartito trastero para conocernos mutuamente.
Me temo que no, dicen los gusanos, pero se crispan un poco.
¿Por qué no? Podría estar bien. Soy un buen tipo.
Lo sé, pero nuestro cometido es saber cosas de ti.
Ya. ¿Y qué mejor manera que esa para aprender cosas de mí?
Probemos con la siguiente pregunta.
Entonces, ¿me estás diciendo que si respondo de manera correcta a la siguiente pregunta…?
No, no exactamente.
Déjame que te haga yo una pregunta sobre hermanas: ¿Dónde está la mía? ¿Quieres hablar con las autoridades, por favor?
Pero ella no lo hace. Ni siquiera le da la respuesta a la pregunta sobre las gemelas. Le dice que, si se le ocurre algo, se lo haga saber. Le saca de quicio. La pregunta es tan soberanamente enmarañada que lo mantiene despierto por la noche. No deja de darle vueltas en su pequeña habitación del asilo para tullidos. Permanece ahí tendido, en la cama que le han preparado, pensando en las gemelas que afirman no serlo, pensando en Karin, en dónde estará, la verdad sobre lo que le ha sucedido, los hechos que nadie mencionará. Los médicos le dicen que padece un síndrome. Deben de estar involucrados en la confabulación.
Tal vez sea una especie de acertijo sexual, como por ejemplo: ¿Quieres conocer a mi hermana? Se lo plantea a Duane y Ruppie. Duane le dice: Puede que tenga algo que ver con la partenogénesis. ¿Sabes qué es eso? También se conoce como el fenómeno del nacimiento virginal.
Rupp golpea en las costillas a Duane. ¿Es que has comido vaca loca? No tiene ninguna respuesta, asegura Rupp. Y este cabrón es listo. Si a él no se le ocurre la respuesta, más vale que lo dejes correr.
Tal vez has entendido mal la pregunta, le sugiere Duane. Hay un fenómeno llamado distorsión. Es como el juego del teléfono…
Calla, cabeza de chorlito, le espeta Ruppie. Has ingerido demasiado mercurio. Estás empanado. ¡El juego del teléfono! Por Dios.
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