Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– ¿Quieres que te haga más fluido?

Daniel movió la cabeza de un lado a otro, como si ella hubiera llegado a entenderle en un punto intermedio. A Karin la idea casi le parecía atroz. Mark se había vuelto fluido. Ella no podía ser más fluida de lo que ahora la obligaba a serlo el accidente de Mark. Lo que quería, lo que necesitaba de Daniel, era tierra firme.

La última grulla se marchó, y Kearney recuperó su ambiente habitual. Los observadores de grullas (el doble de los que habían acudido solo cinco años antes) desaparecieron con las aves migratorias. La ciudad se relajó al no tener que representar su papel durante diez meses más. Famosa cada primavera por algo que, en el mejor de los casos, hacía que tu presencia allí fuese molesta: estropeaba la imagen que la ciudad tenía de sí misma.

Tras las grullas llegaron otras aves. Una oleada tras otra, millones de aves atravesaron la diminuta cintura de un reloj de arena de tamaño continental. Unas aves que Karin Schluter había visto desde su infancia, pero en las que nunca había reparado. Daniel las conocía a todas por sus nombres. Siempre llevaba encima unas listas alfabéticas de las 446 especies de aves de Nebraska (Anas, Anthus y Anser, Bateo, Branta y Bucephala, Calidris, Catharus, Carduelis…), llenas de marcas a lápiz y notas de campo, borrosas e ilegibles.

Karin fue a observar las aves con él, una manera de mantener la cordura. Algunas tardes, cuando Mark se enfurecía con ella y tenía necesidad de huir, su observador de aves y ella se dirigían al noroeste, a la región de las dunas; al nordeste, donde el loess cubría el terreno; o al este y al oeste, a lo largo de los serpenteantes ramales del río. Ella oscilaba entre el júbilo y el sentimiento de culpa por haber abandonado a su hermano, incluso una sola tarde. Se sentía como a los diez años, cuando volvía a casa tras haberse pasado una tarde de verano jugando al escondite, y solo cuando su madre le gritaba se daba cuenta de que se había olvidado de su hermanito, hecho un ovillo en una alcantarilla de hormigón esperando a que lo encontraran.

Solo al aire libre, en la cálida atmósfera, Karin se percataba de lo cerca que había estado de desmoronarse psíquicamente. Otra semana más cuidando a Mark y habría empezado a creer en sus teorías acerca de ella. Ella y Daniel estaban comiendo en el campo, cerca de las tierras húmedas y arenosas que se extendían al sudoeste de la ciudad. Karin acababa de morder una rodaja de pepino cuando se echó a temblar con tal violencia que no pudo tragar. Inclinándose adelante, se cubrió con las manos la cara temblorosa.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué habría hecho yo aquí, con lo que le está ocurriendo a mi hermano, sin ti?

Él le alzó los hombros.

– Yo no he hecho nada. Ojalá pudiera hacer algo.

Le ofreció su pañuelo. Debía de ser el último hombre norteamericano que se sonaba con tela. Ella lo usó, haciendo unos ruidos horribles y sin que eso la preocupara.

– No puedo marcharme de aquí. Lo he intentado muchas veces. Chicago. Los Ángeles. Incluso Boulder. Cada vez que empiezo, que intento llevar una vida normal, este lugar tira de mí y me trae de vuelta. Durante toda mi vida he soñado con ser independiente y vivir lejos de aquí. ¡Mira qué lejos he llegado! A South Sioux.

– Todo el mundo vuelve a casa alguna vez.

La risa de Karin pareció una tos flemática.

– ¡Nunca me he ido de veras! Me he quedado atascada en un estúpido círculo. -Agitó la mano en el aire-. Peor que los malditos pájaros.

Él dio un respingo, pero la perdonó.

Después de comer hicieron nuevos descubrimientos: mosqueritos, bisbitas, un solitario reyezuelo de coronilla dorada, incluso un errante carpintero de Lewis macho que pasaba por allí. La pradera ofrecía pocos lugares donde ocultarse. Daniel le enseñó a ver sin ser vista.

– El truco consiste en empequeñecerte, reducir tu esfera de sonido dentro de tu esfera de visión, ampliar la periferia y observar solo el movimiento.

Daniel le hizo permanecer sentada e inmóvil durante quince minutos, luego cuarenta, después una hora, limitándose a observar, hasta que su columna vertebral amenazaba con reventar y expulsar del cascarón roto a otra criatura. Pero la inmovilidad era beneficiosa, como lo son la mayoría de los dolores. Su capacidad de concentración estaba por los suelos. Necesitaba tomarse las cosas con calma, centrarse. Necesitaba sentarse en silencio con alguien a quien ella hubiera elegido, no porque hubiera sufrido un daño cerebral. Su hermano seguía negándose a reconocerla, su persistencia llegaba a ser espeluznante. Ella ni siquiera había imaginado que el extraño e inestable síntoma pudiese durar tanto. Inmóvil durante una hora, en un montículo cubierto de incipiente andropogon, dentro de una burbuja de absoluto silencio, Karin fue consciente de su impotencia. Mientras ella se encogía y el mar de hierba se expandía, vio la escala de la vida… millones de pruebas enmarañadas, más respuestas que preguntas formuladas y una naturaleza tan opulentamente derrochadora que ningún experimento concreto importaba. La pradera pondría a prueba todas las posibilidades. Cien mil parejas de vencejos reproductores ponían huevos en todas partes, desde putrefactos postes telefónicos hasta humeantes chimeneas. Una bandada de estorninos trazaba círculos en lo alto, descendientes, según Daniel, de unas pocas aves liberadas en Central Park un siglo atrás por un fabricante de fármacos deseoso de que en Norteamérica hubiera todas las aves citadas por Shakespeare. La naturaleza podía permitirse el lujo de vender con pérdidas: lo compensaba en volumen. Hacía conjeturas de forma implacable, y no importaba que casi todas fuesen erróneas.

Daniel era igualmente derrochador. El hombre que prescindía incluso de las duchas calientes prodigó a Karin sus atenciones durante toda la tarde. Interpretaba para ella las marcas y las huellas. Le descubrió un avispero, una cagadita de búho y un minúsculo y blanqueado cráneo de curruca cuya factura superaba la habilidad de cualquier joyero.

– ¿Conoces los versos de Whitman? -le preguntó él-. «Una vez has agotado cuanto hay en los negocios, la política, la sociabilidad y lo demás, y has descubierto que nada de esto acaba por satisfacerte o que no tiene una duración ilimitada, ¿qué es lo que queda? Lo que queda es la naturaleza.»

Su intención era consolarla, pero a ella le parecía inflexible, implacable, indiferente: en gran medida, aquello en lo que su hermano se había convertido.

Al final de la jornada de exploración, cuando volvieron a casa, Daniel le dio una caja de camisa que había permanecido durante todo un mes en el asiento trasero de su Duster, un coche que tenía veinte años. Karin supuso que era para ella, y que había estado allí esperando a que él hiciera acopio de valor para entregársela. Alzó la delgada tapa de cartón, preparándose ya para mostrar su gratitud por la muestra de historia natural que él había encontrado para ella. Pero el espécimen de la caja era ella. Cada tontería y fruslería que Karin le había regalado. Se sentaron en el solar detrás del apartamento y ella examinó el pasado embalsamado. Notas garabateadas con su caligrafía de elfo, escritas a bolígrafo de colores que ella nunca podría haber poseído, remates de chistes que ahora no significaban nada para ella. Incluso poemas a medio hacer. Pares de entradas para películas que no podía haber visto con él. Bocetos de la época en que sabía dibujar. Una postal de su infortunado percance en Boulder: «Sé que debería haber vendido las acciones el mes pasado». Una muñeca de plástico de Mary Jane, el objeto de deseo de Spiderman. Karsh se la había dado, diciéndole que era clavada a ella, y Karin se la había entregado a Daniel (una broma estúpida), en vez de fundirla para convertirla en dioxinas, como debería haber hecho.

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