Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Era evidente que ella nunca le había dado nada de valor, pero él lo conservaba todo. Incluso tenía la necrológica de su madre publicada en The Hub, recortada mucho después de que él hubiera debido arrojar todo el contenido de aquella caja a un incinerador de basuras. Su fervor era tan espeluznante como el distanciamiento de Mark. Contempló horrorizada aquella cápsula del tiempo llena de retazos. No era digna de ser conservada.

Daniel la miraba, más inmóvil que cuando observaba aves.

– He pensado, K. S., que si te sentías un poco desarraigada, quizá te gustaría… -Le tendió la mano, diez años apretados en la palma-. Espero que no lo consideres algo obsesivo.

Ella asía la caja, sintiéndose incómoda por esa observación sin sentido, pero incapaz de reprenderle. Todas las posesiones mundanas de Daniel cabían en dos maletas, y había conservado aquello. Se dijo que podría empezar a hacerle verdaderos regalos, cosas elegidas solo para él, cuya conservación no resultara tan patética. Para empezar, no le iría mal un abrigo de entretiempo.

– ¿Puedo… podría quedarme con esto durante un tiempo? Necesito… -Apretó la caja y a continuación se llevó la mano a la frente-. Todo esto sigue siendo tuyo. Yo solo…

Él pareció complacido, pero ella estaba demasiado afectada para saberlo con certeza.

– Quédatelo -le dijo-. Quédatelo todo el tiempo que quieras. Enséñaselo a Mark, si lo crees conveniente.

Jamás, pensó ella. De ninguna manera. La hermana a la que quería que él reconociera nunca haría tal cosa.

Pese a que Mark se negaba a reconocerla, la regañó porque una tarde no había ido a verle.

– ¿Dónde estabas? ¿Has tenido que reunirte con tus superiores o algo por el estilo? Mi hermana nunca habría desaparecido así, sin decir nada. Mi hermana es muy leal. Deberías haber aprendido eso cuando te prepararon para que la sustituyeras. -Estas palabras llenaron a Karin de esperanza, aunque al mismo tiempo la desmoralizaban-. Dime una cosa. ¿Qué diablos estoy haciendo todavía en rehabilitación?

– Has sufrido una lesión muy grave, Mark. Solo quieren asegurarse de que te has recuperado del todo antes de enviarte a casa.

– Pues claro que estoy totalmente recuperado. Soy quien mejor puede saber cómo me encuentro, ¿no te parece? ¿Por qué tienen que creer en sus pruebas antes que creerme a mí?

– Solo están tomando todas las precauciones posibles.

– Mi hermana no me habría dejado pudriéndome aquí.

Ella empezaba a pensar que la mejoría era innegable. A pesar de que todavía le irritaba cualquier pequeño cambio en los hábitos cotidianos, Mark parecía cada vez más él mismo. Hablaba de un modo más claro, confundía menos las palabras. Sus puntuaciones en las pruebas de cognición eran más altas. Podía responder a más preguntas sobre su pasado, sobre hechos sucedidos antes del accidente. A medida que se volvía más razonable, ella no podía evitar intentar ponerse a prueba. Dejaba caer ciertos detalles con naturalidad, cosas que solo un Schluter podía saber. Le haría ceder con su sentido común, con su lógica inexorable. Una gris y lloviznosa tarde de abril, mientras daban una vuelta alrededor del estanque artificial para patos de Dedham Glen, ella le habló de la época en que su padre se dedicó a provocar la lluvia, pilotando una avioneta fumigadora adaptada a tal efecto.

Mark sacudió la cabeza.

– Vaya, ¿de dónde has sacado eso? ¿Te lo ha dicho Bonnie? ¿Rupp? También les parece increíble cuánto te pareces a Karin.

Se le nubló la cara, y ella percibió que estaba pensando: «Ya debería estar aquí. No quieren decirle dónde me encuentro». Pero se sentía demasiado receloso para decirlo en voz alta.

¿Qué significaba estar emparentados, si él rechazaba el parentesco? No puedes considerarte la mujer de un hombre si este no está de acuerdo. Eso era algo que le habían enseñado los años al lado de Karsh. No eres amigo de alguien solo por decreto, de ser así tendría más ayuda a su alrededor. Ser hermana no era muy distinto, solo técnicamente. Si él nunca la reconocía como de su propia sangre, ¿de qué servirían todas las objeciones que ella pusiera?

Su padre había tenido un hermano. Luther Schluter. Se enteraron de su existencia de la noche a la mañana, cuando Karin tenía trece años y Mark casi nueve. Un buen día Cappy insistió en llevarlos a la ladera de un monte en Idaho, aunque eso significaba perderse una semana de escuela. «Vamos a visitar a vuestro tío.» Como si hubieran sospechado desde siempre de la existencia de aquel hombre.

Cappy Schluter llevó a sus hijos a través de Wyoming en una ranchera Rambler burdeos y verde menta, con Joan en el asiento del copiloto. Ninguno de los dos niños podía leer en un vehículo en movimiento sin vomitar, y Cappy no les permitía escuchar la radio, debido a los mensajes subliminales que manipulaban al oyente sin que se diera cuenta. Así pues, tuvieron que contentarse con las anécdotas que contó su padre acerca de los hermanos Schluter para entretenerse a lo largo de mil cuatrocientos kilómetros por el paisaje más implacable del mundo. Entre Ogallala y Broadwater les habló de los tiempos en que la familia vivía en las Sandhills, primero como colonos beneficiarios de la ley Kincaid, y luego, cuando el gobierno les quitó las tierras, como rancheros. Desde Broadwater hasta la frontera de Wyoming, les contó anécdotas del hábil cazador que era su hermano: cuatro docenas de conejos clavados en la pared meridional del establo, con los que la familia sobrevivió durante el invierno de 1938.

A fin de que sus hijos estuvieran entretenidos a través de Wyoming, Cappy Schluter recurrió a crudos detalles sobre cada adversario al que Luther Schluter había derrotado hasta llegar a conseguir el tercer puesto en el campeonato de lucha de Nebraska.

– Vuestro tío es un hombre muy fuerte -repitió tres veces en menos de tres kilómetros-. Un hombre muy fuerte que podía encajarlo todo. Vio morir a tres hombres antes de tener la edad suficiente para votar. El primero fue un amigo de un compañero de la escuela primaria que se ahogó sepultado por el grano mientras los dos chicos estaban jugando en un silo. El segundo fue un viejo peón de rancho que también practicaba lucha y que murió al reventarle un aneurisma mientras Luther le hacía una presa. El tercero fue su propio padre, cuando los dos fueron a rescatar catorce cabezas de ganado extraviadas en una tormenta de nieve.

– ¿El padre del tío Luther? -preguntó Mark desde el asiento trasero.

Karin le hizo callar, pero Cappy se mantuvo en su asiento recto como una vara, en su postura de veterano de la guerra de Corea, sin oír nada.

– Tres hombres antes de tener edad para votar, y una mujer no mucho después.

En el compartimento trasero, los niños estaban traumatizados. Durante la mayor parte del viaje, Mark se acurrucó contra la portezuela, hablando en susurros con su amigo secreto, el señor Thurman. Los centenares de kilómetros de murmullos confidenciales entre el chico y el fantasma irritaron a Karin, porque ella era incapaz de visualizar a su mejor amiga de carne y hueso, que estaba a diez horas de distancia, no digamos ya a una imaginaria. Cuando llegaron a Casper, la tenía tomada con Mark. Su madre empezó a golpearles desde su asiento de copiloto, primero con el mapa de carreteras enrollado y luego con un ejemplar de tapa dura de Cuando llegue el Juicio Final. Cappy se limitó a asir el volante y conducir, su nuez de Adán, grotesca de tan sobresaliente, dándole el aspecto de una garza al acecho.

Por fin llegaron a casa de su tío, un hombre que, hasta tres semanas antes, ni siquiera había aparecido en una fotografía familiar. La fuerza que el hombre pudiera haber tenido se había esfumado mucho tiempo atrás. Aquel tío no podría haber resistido la brisa causada por el vaivén de una puerta de granero. Luther Schluter, reparador de calderas refugiado en un solitario peñasco cerca de Idaho Falls, se puso casi de inmediato a soltar teorías incluso más jugosas que las de su padre. Washington y Moscú habían amañado juntos la guerra fría para mantener a raya a sus respectivas poblaciones. El mundo rebosaba de petróleo, pero las multinacionales mantenían la espita cerrada para beneficiarse. La Asociación Médica Norteamericana sabía que la televisión causaba cáncer cerebral, pero lo silenciaban por los sobornos. ¿Qué tal el viaje? ¿Habían tenido algún problema con el coche?

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