En sus ojos había una alarma animal, y reflejaban que estaba dispuesto a pedir ayuda incluso a aquel desconocido.
– Esa mujer… ¿sabe cosas que solo tu hermana debería saber?
– Bueno, ya sabe. Podría haberse enterado de esa mierda en cualquier parte. -Mark se contorsionó entre los almohadones, los puños cerca de la cara, como un feto que se protegiera contra los primeros golpes del mundo-. Precisamente cuando más necesidad tengo de mi verdadera hermana he de aceptar esta imitación.
– ¿Por qué crees que ocurre esto?
Mark se enderezó y miró a Weber.
– Buena pregunta, sí, señor, la mejor que me han hecho en un montón de tiempo. -Su mirada se perdió a una media distancia-. Debe de tener algo que ver con… con eso de lo que usted estaba hablando. El vuelco de la camioneta. -Se quedó un momento abstraído, debatiéndose con algo demasiado grande para él. Entonces volvió en sí-. Le diré lo que estoy pensando. Algo me ocurrió, después… de lo que pasara. -Tendió la palma, sin mirar siquiera a Weber-. Mi hermana, mi auténtica hermana, y tal vez Rupp se llevaron la camioneta a alguna parte donde no pudiera verla, donde no me afectara. Entonces contactaron con esa otra mujer que se parece a Karin, para que no me diera cuenta de que ella se había ido.
Miró a Weber, esperanzado.
Weber ladeó un hombro.
– ¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
Mark alzó ambas manos por encima de la cabeza y luego las bajó ante el pecho.
– Tanto tiempo como lleva esta otra aquí. -Una expresión de dolor le nubló la cara-. No está en su casa. La he llamado por teléfono. Y parece ser que su empresa la ha despedido.
– ¿Qué crees que podría estar haciendo tu hermana?
– Pues no sé. ¿Arreglando la camioneta, como he dicho? Puede que no se quiera poner en contacto conmigo hasta que esté lista, para darme una sorpresa.
– ¿Durante meses?
En los labios de Mark apareció un rictus sarcàstico.
– ¿Ha reparado alguna vez una camioneta? Requiere su tiempo, ¿sabe? Para que quede como nueva.
– ¿Tu hermana entiende de camionetas?
Mark soltó un bufido.
– ¿Se caga el Papa en los católicos? Si mi hermana quisiera, podría desmontar su cutre coche japonés de cuatro cilindros hasta las arandelas y volver a montarlo de modo que corriera y todo.
– ¿Qué clase de coche conduce la otra mujer?
– ¡Ah! -Mark miró de soslayo a Weber, negándose a rendirse-. Se ha dado cuenta. Sí, la verdad es que le ha copiado hasta el último detalle. Eso es lo que da tanto miedo.
– ¿Recuerdas algo del accidente?
Acorralado, Mark trazó un semicírculo con la cabeza.
– A ver, loquero, vamos a relajarnos y recuperar fuerzas durante un momento, ¿de acuerdo?
– Claro. Estoy de tu lado.
Weber se recostó en su asiento y entrelazó las manos detrás de la cabeza.
Mark le miró, boquiabierto. Poco a poco, la expresión de desconcierto se convirtió en una risita entre dientes.
– ¿En serio? ¿Lo dice de veras? -Su risa, una serie de sonidos metálicos sordos, era la de alguien estancado en la pubertad. Estiró las piernas y también se puso las manos detrás de la cabeza, como un niño pequeño que imitara a su padre-. ¡Así es mucho mejor! La buena vida. -Sonrió y le hizo a Weber una señal con el pulgar hacia arriba-. ¿Ha oído decir que la Antártida se está fracturando?
– Algo he oído -respondió Weber-. ¿Lo has leído en el periódico?
– No, lo han dicho por la tele. Estos días los periódicos están llenos de teorías de la conspiración. -Al cabo de un momento volvió a parecer preocupado-. Escuche. Usted es un loquero. Déjeme que le pregunte algo. ¿Hasta qué punto le sería fácil a una actriz buena de veras…?
En aquel momento regresó Karin, y se inquietó al verlos a los dos repantigados como si estuvieran en un crucero de vacaciones. Mark se enderezó bruscamente.
– Hablando del rey de Roma. Nos estaba escuchando a escondidas. Debería haberlo sabido. -Miró a Weber-. ¿Quiere tomar algo? ¿Una cerveza fría?
– ¿Os dejan tomar cerveza aquí?
– ¡Ja! ¡Pillado! Bueno, de todos modos, ahí fuera hay una máquina de Coca-Cola.
– ¿No te gustaría que resolviéramos primero unos rompecabezas?
– Es mejor que jugar a la gallina ciega al borde de un precipicio.
Mark parecía deseoso de jugar. Los rompecabezas estaban cronometrados. Weber pidió a Mark que tachara unas líneas diseminadas en una hoja de papel. Le mostró un dibujo y le dijo que rodeara con un círculo todos los objetos cuyos nombres empezaran por la letra O que pudiera encontrar. «¿Puedo rodearlo todo con un círculo y llamarlo "odioso"?» Weber le pidió que trazara rutas en un plano de calles, siguiendo direcciones sencillas. Le pidió que nombrara todos los animales bípedos que se le ocurrieran. Mark se restregó la cabeza, enojado. «Es usted muy tramposo. Cuando lo plantea así, me obliga a pensar solo en cuadrúpedos.»
Weber y Mark tacharon todos los numerales en una hoja de papel llena de letras. Cuando Weber le dijo que había pasado el tiempo, Mark, enfadado, arrojó el lápiz al otro lado de la habitación, y por poco no alcanzó a Karin, que tuvo que agacharse, apoyada contra la pared.
– ¿Llama juegos a esto? Son más enredados que las cosas que los terapeutas me piden que haga.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Weber.
– ¿Qué quiero decir? Esta sí que es buena. ¿Quién diablos pregunta «qué quieres decir»? Tenga. Mire esto. ¿Ve cómo lo ha hecho todo tan pequeño adrede? Trata de confundirme a propósito. Y mire este «tres». Parece exactamente una B mayúscula. Una B de «borrego». Y luego trata de distraerme, diciéndome que solo quedan dos minutos.
Torció el labio y cerró los ojos, que se le empezaban a humedecer.
Weber le tocó el hombro.
– ¿Quieres probar con otro? Aquí hay uno con formas…
– Hágalos usted, loquero. Es un hombre instruido. Estoy seguro de que puede resolverlos por sí solo.
Volvió la cabeza, abrió la boca y soltó un gruñido.
Atraída por el ruido, una mujer apareció en el umbral. Llevaba una falda plisada de color rojizo y una blusa de seda de tonalidad cremosa. Weber tuvo la sensación de que la había conocido en otro lugar, dedicada a una actividad diferente: en el aeropuerto, el alquiler de automóviles, la recepción del hotel. Era una cuarentona de aspecto juvenil, ni gruesa ni delgada, metro setenta y cinco de estatura, pómulos redondeados, ojos cautos e inquisitivos y cabellera de un negro azulado parecida a una capucha que le llegaba hasta los hombros: la clase de rostro que imitaba a una celebridad de segunda fila. Por un breve momento la mujer también pareció reconocer a Weber. No sería nada insólito, pues su cara había aparecido en los medios. A gente que no sabía nada de investigación cerebral a veces le sonaba de haberlo visto en programas televisivos o revistas. Pero con la misma rapidez con que reparó en él, desvió los ojos. Miró a Karin enarcando una ceja. La joven sonrió.
– ¡Oh, Barbara! Llegas a tiempo, como siempre.
– ¿Tenemos alguna dificultad? -En aquel tono irónico, se burlaba un poco de sí misma. Las dificultades somos nosotros. Al oír la voz de su asistente, el enojo de Mark desapareció. Se irguió, sonriente, y la asistente le devolvió la sonrisa-. ¿Algún problema, amigo?
– ¡No tengo ningún problema! Ese es el caballero que los tiene.
La mujer se volvió hacia Weber. Se lo quedó mirando, su rostro una máscara de enfermera, con una leve curvatura hacia arriba en las comisuras de los labios.
– ¿Un nuevo interno?
– ¡Este hombre no es más que un montón de problemas! -gritó Mark-. Echa un vistazo a sus llamados rompecabezas, si quieres volverte loca.
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