Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Me gustaría ver los escáneres -dijo Weber.

Hayes sacó una serie de imágenes y las fijó a la pantalla luminosa: el cerebro de Mark Schluter en sección transversal. El joven neurólogo solo veía estructura. Weber aún veía la más peculiar de las mariposas, la mente que aletea, sus pares de alas fijadas en la película con obsceno detalle. Hayes señaló la obra de arte surrealista. Cada tonalidad de gris revelaba una función o un fallo. Este subsistema aún comunicaba cosas; aquel había quedado en silencio.

– Aquí puede ver a qué nos enfrentamos. -Weber escuchó la descripción que el joven doctor hacía del desastre-. Algo que parece una posible lesión discreta cerca de la circunvolución fusiforme derecha anterior, así como en las circunvoluciones temporales media e inferior anteriores.

Weber se inclinó hacia el rectángulo luminoso y se aclaró la garganta. No acababa de verlo.

– Si eso es lo que estamos buscando -siguió diciendo Hayes-, encajaría con la interpretación predominante. Tanto la amígdala como la corteza inferotemporal están intactas, pero es posible que la conexión entre ellas se haya interrumpido.

Weber asintió. La hipótesis predominante en la actualidad: para completar un reconocimiento se requerían tres partes, y la más antigua prevalecía sobre las demás.

– Obtiene una correspondencia facial intacta -dijo Weber-, lo cual genera los recuerdos asociados correctos. Sabe que su hermana se parece exactamente a… su hermana.

– Pero no hay ratificación sentimental. Consigue todas las asociaciones de un rostro sin ese sentimiento visceral de familiaridad. Si se ve obligado a elegir, la corteza tiene que delegar en la amígdala.

Weber sonrió, a pesar de sí mismo.

– De modo que no prevalece lo que crees sentir, sino lo que sientes que crees. -Jugueteó con la montura metálica de sus gafas-. Llámeme arcaico, pero sigo viendo problemas. En primer lugar, Mark no ve un doble en todas las personas por las que sentía afecto antes del accidente. Aún debería ser capaz de basarse en pistas auditivas y pautas de conducta: toda clase de herramientas de identificación excepto la facial. ¿Puede una respuesta emocional subyacente derrotar de veras al reconocimiento cognitivo? He visto lesiones bilaterales de la amígdala… pacientes cuyas respuestas emocionales habían sido suprimidas. No informan de que sus seres queridos han sido sustituidos por impostores.

Sonaba demasiado vehemente, incluso para sí mismo.

Hayes estaba preparado para replicar.

– Bien, ¿ha oído hablar de esa teoría emergente de los «dos déficits»? Tal vez la lesión de la corteza frontal derecha impide su comprobación de la consistencia…

Weber tuvo la sensación de que se volvía reaccionario. Las probabilidades en contra de lesiones múltiples, todas ellas exactamente en el lugar preciso, tenían que ser enormes. Pero las probabilidades en contra del mismo reconocimiento en sí eran incluso mayores.

– ¿Sabe que cree que su perra es un doble? Eso parece más que una simple ruptura entre la amígdala y la corteza inferotemporal. No dudo de la contribución de las lesiones. Sin duda el daño en el hemisferio derecho está involucrado en el proceso. Pero creo que debemos buscar una explicación más global.

Los más diminutos músculos faciales de Hayes revelaban incredulidad.

– ¿Quiere decir algo más que neuronas?

– En absoluto. Pero en todo esto también hay un componente de orden superior. Al margen de las lesiones que haya sufrido, también está produciendo unas respuestas psicodinámicas al trauma. El síndrome de Capgras puede no estar causado tanto por la lesión en sí como por reacciones psicológicas a la desorientación en gran escala. La hermana de Mark representa la combinación más compleja de vectores psicológicos en su vida. Deja de reconocer a su hermana porque hasta cierto punto ha dejado de reconocerse a sí mismo. Siempre he creído que es útil considerar un delirio no solo como el resultado, sino también como el intento de dar sentido a un desarrollo profundamente perturbador.

Transcurrió un instante antes de que Hayes asintiera.

– Estoy… seguro de que es algo que debe tomarse en consideración, si es eso lo que le interesa, doctor Weber.

Quince años atrás, Weber habría lanzado un contraataque. Ahora le parecía cómico: dos médicos marcando su territorio, dispuestos a encabritarse y lanzarse uno contra otro como machos cabríos. El carnero más fuerte. Weber experimentó una sensación de bienestar, la serenidad de la introspección. Le entraron ganas de revolver el cabello de Hayes.

– Cuando yo tenía su edad, el prejuicio psicoanalítico imperante afirmaba que el síndrome de Capgras era el resultado de sentimientos tabú hacia un ser querido. «No puedo tener deseos lujuriosos hacia mi hermana, luego ella no es mi hermana.» El modelo termodinámico de la cognición. Muy popular en su época. -Hayes se restregó el cuello, demasiado azorado para hablar-. A primera vista, este caso refutaría por sí solo esa posibilidad. Es evidente que el síndrome de Capgras de Mark Schluter no es fundamentalmente psiquiátrico, pero su cerebro se está debatiendo con complejas interacciones. Le debemos más que un simple modelo causal, unilateral y funcionalista.

Se sorprendía a sí mismo, no por su creencia, sino por su buena disposición a manifestarla en voz alta a un médico tan joven.

El neurólogo dio unos golpecitos a la película en la pantalla luminosa.

– Solo sé lo que le ocurrió a su cerebro a primera hora de la mañana del veinte de febrero.

– Sí -dijo Weber, inclinándose. Eso era cuanto la medicina quería siempre saber-. Es asombroso que le haya quedado una sensación integrada de sí mismo, ¿no es cierto?

El doctor Hayes aceptó la tregua.

– Tenemos la suerte de que este circuito en particular sea tan difícil de romper. Solo hay unos pocos casos documentados. Si fuese tan corriente como el Parkinson, por ejemplo, nadie reconocería a nadie. Escuche, me gustaría ayudar en lo posible. Si aquí, en el hospital, podemos hacer más pruebas o escáneres…

– Antes de eso quisiera intentar unos pocos exámenes de baja tecnología. Lo primero que quiero hacer es obtener una reacción galvánica de la piel.

El neurólogo enarcó las cejas.

– Supongo que es algo que debe intentarse.

El doctor Hayes acompañó a Weber de vuelta al aparcamiento. Habían estado encerrados en el consultorio el tiempo suficiente para que el regreso al vigorizante clima de junio en las praderas cogiera a Weber desprevenido. El sereno aire, con olor a arcaicas vacaciones veraniegas, se expandió en sus pulmones. Le recordaba la atmósfera que oliera por última vez en Ohio a los diez años. Se volvió hacia el doctor Hayes, encorvado junto a él, la mano extendida.

– Ha sido un placer conocerle, doctor Weber.

– Por favor, llámeme Gerald.

– Gerald. Espero con ilusión leer su nuevo libro. Será un agradable descanso del trabajo. Y quiero que sepa que soy el mayor de sus admiradores.

No había dicho «todavía», pero Weber lo oyó. Estaba junto a la puerta, con un pie en la calle.

– Confiaba en que volviéramos a ponernos en contacto antes de regresar al este.

Hayes se animó, dispuesto a adular o discutir de nuevo.

– ¡Sí, por supuesto! Si dispone de tiempo e interés.

Tiempo e interés… Durante años, él los había racionado estrictamente. Una cátedra nominal en una universidad dedicada a la investigación, una larga lista de respetados artículos sobre los procesos de percepción y el ensamblaje cognitivo, y un par de populares obras de neuropsicología que se vendían a un amplio público en una docena de lenguas: nunca le había sobrado mucho tiempo e interés. Ya había vivido tres años más de los que tenía su padre al morir y su producción era muy superior a la suya. Y, sin embargo, a Weber le había tocado vivir en el preciso momento en que la especie efectuaba su primer avance verdadero hacia la solución del enigma básico de la existencia consciente. ¿Cómo construye el cerebro una mente, o cómo la mente construye todo lo demás? ¿Tenemos libre albedrío? ¿Qué es el yo y cuáles son los correlatos neurológicos de la conciencia? Interrogantes que habían sido embarazosamente especulativos desde los inicios de la conciencia estaban ahora a punto de tener una respuesta empírica. La creciente y abrumadora sospecha de que durante su vida podría ver resueltos esos montaraces fantasmas filosóficos, de que incluso él podría contribuir a resolverlos, había arrinconado cualquier semejanza con lo que, en el habla popular, había llegado a denominarse «la vida real». Ciertos días le parecía que cada problema al que se enfrentaba la especie estaba a la espera de la percepción que la neurociencia podría aportar. Política, tecnología, sociología, arte: todo se originaba en el cerebro. Si dominábamos el ensamblaje neuronal, por fin podríamos ser dueños de nosotros mismos.

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