Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Sí, quizá sea mejor que nos lo saltemos por ahora.

Llegaron las pizzas. Lo que Weber había pedido le consternó: piña tropical y jamón. No podía creer que hubiera pedido tal cosa. Karin atacó la Suprema con brío.

– No debería comer pizza. Sé que podría alimentarme mejor. De todos modos, no tomo mucha carne, salvo cuando como fuera de casa. Me sorprende que en esta parte del país se siga vendiendo carne de res. Debería usted oír las cosas que se hacen dentro de esa planta. Pregúntele a Mark. Dejará de comer carne para siempre. ¿Sabe? Tienen que recortarles los cuernos para evitar que los enloquecidos animales se despanzurren entre sí.

Eso no era ningún obstáculo para su apetito. Weber se enfrentaba a su Hawaiana como a un trabajo de etnografía. Por fin la comida terminó, junto con sus palabras.

– ¿Está listo? -le preguntó dubitativa, fingiendo que ella lo estaba.

Una vez en Dedham Glen, Weber le pidió que le dejara una hora a solas con Mark. La presencia de Karin podría obstaculizar una nítida respuesta a la prueba de reacción cutánea.

– Usted manda.

Se pasó los dedos por las cejas y retrocedió, haciendo una reverencia.

Mark estaba solo en su habitación, hojeando una revista de culturismo. Alzó la vista y sonrió.

– ¡Loquero! Aquí está de nuevo. Hagamos otra vez lo de tachar los números y las letras. Ahora estoy preparado para eso. Ayer no lo estaba.

Se dieron la mano. Mark llevaba una camiseta diferente, en esta ocasión con un estampado que consistía en una docena de leyes de Nebraska todavía en vigor. «Las madres no pueden hacer la permanente a sus hijas sin una licencia del estado.» «Si un niño eructa en la iglesia, sus padres pueden ser detenidos.» Llevaba el gorro de punto del día anterior, incluso en la habitación cerrada y caldeada.

– ¿Hoy viene solo o…?

Weber se limitó a alzar las cejas.

– Siéntese aquí, póngase cómodo. No olvide que es usted mayor.

Su risa pareció el graznido de un cuervo.

Weber ocupó el mismo asiento del día anterior, frente a Mark, y emitió los mismos gruñidos en respuesta a la misma risa.

– ¿Te importa que utilice una grabadora mientras hablamos?

– ¿Eso es una grabadora? ¡Me está tomando el pelo! Déjeme verlo. Parece más bien un encendedor. ¿Seguro que no es un agente de Operaciones Especiales…? -Se aplicó el aparato a la mejilla-. «¿Hola? ¿Hola? Si podéis oírme, me retienen aquí contra mi voluntad» ¡Eh! No me mire así. Solo me estaba burlando de usted. -Le devolvió el minúsculo aparato-. Bueno, ¿cómo es que necesita una grabadora? ¿Tiene algún problema?

Hizo girar los dedos alrededor de cada oreja.

– Algo así -admitió Weber.

El día anterior ya había utilizado la grabadora. No tuvo oportunidad de pedir permiso en un principio. Sin embargo, necesitaba ser capaz de reproducir aquel primer contacto al pie de la letra. Había contado con que obtendría el permiso más adelante. Y ahora lo tenía, más o menos.

– Vaya. Fabuloso. En directo y grabado en cinta. ¿Quiere que cante?

– Bien pensado. Adelante.

Mark empezó a canturrear una tonada monótona y desafinada. «Voy a rajarte, voy a despellejarte…» Se interrumpió.

– Bueno, vamos allá. Deme uno de esos presuntos rompecabezas. Es mejor que estar tendido en la cama y agonizando.

– Tengo algunos nuevos. Imágenes misteriosas.

Weber sacó de su cartera el test de reconocimiento facial Benton.

– ¿Misterios? Toda mi puñetera vida es un misterio.

Mark reconoció las imágenes de la misma cara desde distintos ángulos, en distintas posturas y bajo una iluminación diferente. Pero no siempre podía decir cuándo una mirada se dirigía a él. Se las arregló razonablemente bien en la identificación de celebridades, aunque llamó a Lyndon Johnson «algún matón de las altas finanzas» y a Malcolm X «ese doctor Chandler de la serie del hospital». Esa actividad le encantaba. «¿Este tipo? Debe de ser un comediante, si gritar como si te hubieran escaldado el escroto con agua hirviendo fuese divertido. A ver, qué más. Esta tía dice ser cantante, pero eso solo es porque le han retirado la barra de striptease.» También realizaba bien la tarea de distinguir entre rostros reales y formas similares a rostros en dibujos y fotografías. En conjunto, sus puntuaciones de reconocimiento fueron bastante altas, pero tenía dificultades con las emociones de las expresiones faciales convencionales. Sus reacciones tendían a inclinarse hacia el temor y la ira. Sin embargo, dadas las circunstancias, las cifras de Mark no mostraban nada que Weber pudiera considerar patológico.

– ¿Podemos intentar una cosa más? -le preguntó Weber, como si fuese la petición más natural del mundo.

– Lo que sea. Usted dirá.

Weber sacó de la cartera un pequeño medidor y amplificador de la reacción galvánica de la piel.

– ¿Qué te parece si te conecto esto? -Mostró a Mark los electrodos con pinzas para los dedos-. Su función básica es medir la conductividad de la piel. Si te excitas o estás tenso…

– ¿Quiere decir que es como un detector de mentiras?

– Sí, algo parecido.

Mark soltó una risa socarrona.

– ¡No me joda! Vaya chulada. ¡Vamos allá! Siempre he querido probarlo, a ver si reviento uno de esos chismes. -Tendió ambas manos-. Enchúfeme, doctor Spock.

Weber lo hizo y le explicó cada paso.

– La mayoría de las personas muestran un aumento de la conductividad de la piel cuando ven una foto de alguien que le es muy cercano. Amigos, familiares…

– ¿Todo el mundo suda cuando ve a mamá?

– ¡Exactamente! Me gustaría expresarlo así en mi próximo libro.

Desde luego, la metodología era totalmente errónea. Debería hacerse con un operador y un dispositivo lector independientes. Las pruebas de calibrado serían primitivas en el mejor de los casos. No había aleatoriedad ni contradicción insoluble. No había controles. Nada en las imágenes de Karin le proporcionaría una base sólida. Pero no pensaba enviar los datos a una publicación especializada. Solo iba a hacerse una idea aproximada de aquel hombre quebrantado, de los intentos de Mark por recuperar la continuidad de su peripecia vital.

Mark alzó la mano que no estaba conectada.

– Prometo decir la verdad… etcétera, etcétera. Si no, que Dios me castigue.

Miraron juntos las imágenes. Weber pasó las fotos de Karin, observó el movimiento de la aguja y anotó unas cifras.

– ¡Eh! ¡La Homestar! Esta es mi casa. Una preciosidad. La construyeron siguiendo todas mis indicaciones.

La aguja volvió a moverse.

– Este es Duane. Mire a ese capullo gordinflón. Sabe mucho, aunque no sea la mayor lumbrera de la especie. Y este es Rupp, alias Ruptura. Observe su técnica con el taco de billar. Nada mejor que tener a tu lado a este tipo en cualquier situación. Si quiere pasarlo bien de veras, ha de llamar a estos dos.

La foto de su hermana, la de Karin como vampiro gótico, produjo escasa conductancia. Mark cerró los ojos y la apartó. Weber trató de sonsacarle.

– ¿Alguien conocido?

El joven miró la brillante foto de diez por quince centímetros.

– Es… ya sabe. La hija de la familia Addams.

La aguja osciló cuando Mark vio la foto de su bisabuelo.

– El patriarca. De niño vivía en una choza y una vaca cayó a través del tejado. Buenos tiempos aquellos.

La planta de empaquetado de carne produjo una oscilación nerviosa.

– Ahí es donde trabajo. Cielos, han pasado semanas. Confío en que me guarden el puesto. ¿Usted qué cree?

La rectitud de conciencia que sobrevive a su utilidad: Weber lo había visto centenares de veces. Veinte años atrás, su hija de ocho, Jessica, estuvo a punto de morir a causa de una perforación del apéndice, y al recobrar el conocimiento se mostró angustiada porque era demasiado tarde para efectuar su informe oral sobre la danza de las abejas.

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