Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Ella sonrió y ladeó la cabeza, como si sujetara una manzana bajo el mentón.

– Supongo que no aguantaba el ajetreo de la metrópoli.

Su atención se demoró en algo lejano. Al verse descubierta, se volvió tímida. Su expresión desconcertó a Weber, aunque él se lo había buscado. Desvió la vista. Solo la aparición de Mark Schluter en la puerta del baño le salvó. Sostenía una toalla ante su desnudez. El gorro de lana había desaparecido, dejando al descubierto el cabello que volvía a crecer aquí y allá. Se dirigió a su cuidadora con una sonrisa juvenil.

– Ya estoy listo para pasarlo mal, señora.

Barbara, que había enarcado las cejas, se excusó mostrando una extraña intimidad, como si los dos hubieran crecido a tres casas de distancia uno del otro, hubieran ido juntos a la escuela primaria, intercambiado centenares de cartas, coqueteado una noche con la posibilidad de probar aguas más profundas y entonces hubieran retrocedido, parientes consanguíneos honorarios de por vida.

Weber recogió sus papeles y se retiró al vestíbulo. Había obtenido lo que había ido a buscar, adquirido los datos necesarios, visto de cerca una de las más singulares aberraciones que el yo podía soportar. Ahora tenía suficiente material, si no para contribuir con un ensayo a la literatura médica, por lo menos para el relato de un caso inquietante. Poco más podía hacer allí. Era hora de regresar a casa, reanudar la serie de coloquios, clases, sesiones de laboratorio y escritura, la actividad que había proporcionado a su edad mediana un grado de reflexión productiva del todo inmerecida.

Pero antes de irse tenía que preguntarle a Barbara Gillespie por los cambios que Mark había experimentado en las últimas semanas. Contaba, desde luego, con las observaciones del doctor Hayes y las de Karin, pero solo aquella mujer veía constantemente a Mark, y la ausencia de cualquier interés personal garantizaba la imparcialidad de su juicio. Aguardó en el vestíbulo, sentado en un extremo de un sofá de vinilo oscuro, donde también se sentaba una mujer algo más joven que él, afectada de parálisis, que libraba una lucha épica con la cremallera de su innecesaria chaqueta. Él deseaba ayudarla, pero sabía que no era conveniente intervenir. Se sentía extrañamente nervioso mientras esperaba a Barbara, como si volviera a tener dieciocho años en un baile de graduación. Cada dos minutos consultaba el reloj. La cuarta vez que lo hizo, se puso en pie con tal brusquedad que sobresaltó a la mujer de la chaqueta, la cual, asustada, deslizó de nuevo la cremallera al punto de partida. Weber se había olvidado de que le había pedido a Karin Schluter que telefoneara a su hermano a las tres en punto, y faltaban pocos minutos para esa hora.

Permaneció ante la puerta cerrada de la habitación de Mark, escuchando de forma descarada. Oyó la voz de la mujer, interrumpida en ocasiones por la ronca risa de Mark. Sonó el teléfono. El joven soltó una maldición y gritó:

– ¡Voy, ya voy! Dadme un respiro.

Siguió un sonido de golpes contra el mobiliario del baño, por encima del cual se alzó la voz tranquilizadora de Barbara.

– Tómate tu tiempo. Esperarán.

Weber llamó a la puerta y la abrió. Barbara Gillespie, que había estado sentada, hojeando revistas con el paciente, alzó la vista, sorprendida. Weber entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Mark estaba de espaldas, tratando de hablar por teléfono. Le temblaban los brazos mientras gritaba:

– ¿Diga? ¿Quién es? -Se quedó un momento en silencio, conmocionado-. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado?

Weber miró a la señora Gillespie. La cuidadora le miraba fijamente, adivinando no solo quién llamaba sino también el papel de Weber. Sus ojos le interrogaban. Ahora fue él quien desvió la mirada, culpable.

La voz de Mark se quebraba y humedecía mientras daba la bienvenida a un ser querido que regresaba de entre los muertos.

– ¿Estás aquí? ¿Estás en Kearney? ¡Por fin! ¡Gracias a Dios! Ven aquí enseguida. ¡No! No voy a escuchar otra palabra. Después de todo esto, no hablaré por teléfono. No puedes imaginarte lo que he tenido que sufrir. No puedo creer que no estuvieras aquí. Yo no… es un decir. Ven. Necesito verte. Tengo que verte. ¿Sabes dónde estoy? Sí, eso es, anda, date prisa. De acuerdo. No. Basta, no voy a hablar más, voy a colgar, ¿me oyes? -Se inclinó hacia delante, dispuesto a demostrar lo que decía-. Estoy colgando. -Puso el auricular en la horquilla. Volvió a levantarlo y escuchó. Se volvió hacia los otros, sonriente. No hizo ningún comentario a la reaparición de Weber. Estaba exultante-. ¡No vais a creer quién era! ¡Karin Schluter!

Barbara dirigió una mirada a Weber y se levantó.

– Tengo mucho que hacer -dijo.

Revolvió el escaso cabello de Schluter y pasó por el lado de Weber.

El doctor se apartó del jubiloso Mark y la siguió al pasillo.

– Señorita Gillespie -la llamó, sorprendiéndose incluso a sí mismo-, ¿tiene un momento?

Ella se detuvo y sacudió la cabeza, esperando a que llegara hasta ella para que Mark no pudiera oírles.

– No es justo.

Él hizo un gesto de asentimiento demasiado profesional. La consternación de Barbara le sorprendió. Seguramente se ocupaba de casos peores todos los días.

– Es un golpe grave, pero los seres humanos somos notablemente flexibles. El cerebro es sorprendente.

Ella enarcó una ceja.

– Me refiero a la llamada.

La acusación irritó a Weber. Ella no sabía nada de la literatura médica, de los diagnósticos diferenciales, de las perspectivas cognitivas o emocionales de aquel hombre. Era una auxiliar que cobraba por horas. Weber se tranquilizó. Cuando habló, sus palabras fueron llanas como el horizonte de la pradera.

– Es algo que necesitábamos determinar.

La expresión de la mujer reflejaba un interrogante: ¿Nosotros?

– Lo siento. Solo soy una auxiliar. Las enfermeras y los terapeutas podrán decirle mucho más. Perdóneme, se me está haciendo tarde.

Llamó a la puerta de otro paciente, dos habitaciones más allá, y desapareció. Weber, desconcertado, regresó a la habitación de Mark. Este giraba sobre un talón. Al ver a Weber, alzó ambas manos en el aire.

– ¡Mi puñetera hermana! ¿Puede creerlo? Estará aquí dentro de un momento. Va a tener que explicarme un montón de cosas.

En realidad, Weber no había esperado que el experimento tuviera éxito. El doctor Hayes lo habría llamado parcialidad experimental. Una redundancia: el mero planteamiento de un experimento revelaba una expectativa. Sí, él sospechaba que aquello era más que un simple cortocircuito. Que una desconexión entre la amígdala y la corteza inferotemporal tratara sin ningún miramiento a toda la cognición superior era una burla de la confianza depositada en la conciencia. Al margen de cualesquiera otras razones que Weber tuviera, hasta cierto punto había confiado en que una dramática interacción telefónica pudiera resultar terapéutica. Y tal vez esa fuese la mayor crueldad, el deseo imperioso de llevar a cabo experimentos no aprobados en sujetos vivos.

Mark, que iba de un lado a otro de la habitación, se detuvo cuando Karin Schluter apareció radiante en el umbral. Algo había cambiado: se había cortado y ondulado el cabello. Perfilador de ojos azul pastel y pintalabios albaricoque. Unos tejanos desteñidos y una camiseta demasiado ceñida con una inscripción en el pecho que decía «Instituto Kearney, sede de los Bearcats». La animadora Karin, la que había sido antes de la gótica Karin. Weber había abierto un pasmoso resquicio a la esperanza y ella se había apresurado a aceptarlo. Entró en la habitación con los brazos abiertos, el rostro radiante de alivio, dispuesta a abrazarlos a los dos. Pero mientras Karin avanzaba hacia Mark, este retrocedía.

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